Lo malo de escribir en Facebook es que la gente lee las cosas y luego hay que explicarlas. Pues bien, a eso voy.
En Estados Unidos hay un individuo que se llama Anthony Weiner. El tipo es congresista y ha dimitido. Eso ya de por sí puede resultar reseñable en un país como el nuestro en el que los cargos políticos no se despegan de sus poltronas ni con agua caliente. Pero no es por eso por lo que le incluyo en este demoniaco blog.
El chavalín intercambió guarrerías con sus amigas por redes sociales y por eso se marcha. Tampoco es reseñable por eso. Yo he intercambiado chistes guarros por Internet con múltiples amigas y amigos -es el momento de que alguien tire la primera piedra, ¿nadie?. Pues seguimos-. Pero el absurdo puritanismo político de allende los mares tampoco convierte a Weiner en protagonista.
Pese al escándalo y a los llantos de su esposa -¿por qué se presupone que alguien casado, hombre o mujer, no puede tener el sexo en la cabeza? el congresista se marcha sin ruido y con algo de dignidad, algo que si es reseñable en un país en el que cada caída política es mas tensa que el cuello un cantaor. Pero tampoco su dignidad es motivo de su inclusión en estas líneas.
¿Y qué tiene que ver todo esto con mi Facebook? pues muy simple. El maldito estado de facebook que algunos quieren que explique era este: "
En su marcha, en su despedida, Wiener ha dicho que está triste porque "esperaba más apoyo de los suyos y de sus compañeros de partido en estos momentos difíciles".
Eso y sólo eso le convierte en el espejo en el que todos nos deberíamos mirar, le transforma en el paradigma de nuestras vidas. Le hace ser uno de los nuestros.
Porque si hay algo con lo que el Occidente Atlántico no sabe lidiar en estos días es con la lealtad. La hemos heredado de una sociedad en la que los lazos eran mucho más intensos, en la que los humanos estaban mucho más cerca unos de otros, en la que nadie delegaba su vida en profesionales. La hemos heredado y no sabemos qué hacer con ella, como interpretarla.
Sabemos que tiene que ser positiva, que debe encuadrarse en algún sitio, pero siempre nos supera, siempre se nos escapa. Como todo aquello que nos exige esfuerzo en nuestra humanidad, como todo aquello que nos obliga a pensar contra nosotros mismos en favor de los demás.
Se nos escapa como se le escurre entre las manos y las dimisiones al congresista Wiener. Porque en nuestra vida pública y privada hace tiempo que olvidamos que todo, inclusa la lealtad ha de ser bidireccional.
Pero Weiner lo olvida como lo hacemos nosotros, como lo hace todo el mundo en este universo individual que hemos diseñado para nuestra supervivencia.
El congresista díscolo olvida que la lealtad es algo que no se puede exigir si no se ha dado, como lo olvidamos cada día en nuestras oficinas, en nuestras redacciones -sí, he escrito redacciones-, en nuestras quedadas y en nuestras parejas.
Hemos olvidado. del mismo modo que el demócrata Wiener, que la lealtad no parte del individuo y no se refiere solamente al individuo. La lealtad no puede hacer referencia solamente a ti y a mi. Tiene que hacer referencia a algo de lo que formamos parte.
Pero nosotros no queremos ser parte de algo, no llevamos bien eso de pertenecer a un grupo. No asumimos las responsabilidades que eso conlleva.
Weiner podría reclamar lealtad a sus compañeros de partido si el se hubiera comportado lealmente. ¿Y como se puede ser leal? la respuesta es tan sencilla que nos negamos a verla.
Si el congresista hubiera presentado públicamente sus comunicaciones, sus chistes verdes y sus insinuaciones sexuales y hubiera reclamado su derecho -que lo tiene, pese al puritanismo estadounidense- a mantenerlas, entonces hubiera podido reclamar lealtad a sus compañeros, entonces incluso podría haber exigido apoyo. Entonces hubiera denunciado una situación, una norma de su grupo que consideraba injusta y hubiera luchado contra ella. Y es en la lucha en el momento en el que se puede y se debe exigir lealtad.
Porque eso significaría que no estaba de acuerdo con las normas del grupo al que pertenece -en este caso, políticos puritanos estadounidenses-, que las consideraba perniciosas para el grupo, que quería cambiarlas.
Y esa es la lealtad que hemos olvidado, la que no nos gusta, la que se perdió en los campos de batalla dieciochescos y en las minas huelguistas novecentistas. la que supone formar parte de algo, la que implica que nuestros deseos son la única medida de nuestra existencia.
Porque todo grupo tiene sus reglas, sus modos y maneras y nosotros debemos lealtad a ese grupo. Se la debemos si queremos formar parte de el.
Desde las pírricas normas morales de la iglesia romana hasta la insufrible inexistencia de las mismas de las éfimeras comunas hippies del haz el amor y no la guerra, la lealtad para con los demás exige tenerlas en cuenta.
Tenerlas en cuenta para asumirlas y cumplirlas o tenerlas en cuenta para denunciarlas e intentar cambiarlas. Ser leal al grupo del que emanan porque consideramos que ese grupo merece la pena. Ser lo suficientemente leales para arriesgarnos.
Y es entonces -y sólo entonces- cuando podemos exigir a los demás que sean igual de leales que hemos sido nosotros con el grupo y nos apoyen y nos ayuden a cambiarlas o a mantenerlas.
Pero Wiener no está dispuesto a eso. No porque sea perverso, no porque sea estadounidense. Simplemente porque es como todos y cada uno de los individuos aislados en los que se han convertido los integrantes de la Civilización Atlántica.
Weiner no ha sido leal porque ha ocultado lo que ha hecho en lugar de hacerlo abiertamente y defenderlo; no ha sido leal porque, amparado en las sombras virtuales, ha aceptado que las normas de su grupo eran las adecuadas pero que él no estaba dispuesto a asumirlas. No ha sido leal porque no ha asumido el riego de luchar por su derecho a decirle guarrerías a sus colegas o el arrojo suficiente para aceptar que no quería formar parte de su grupo -los políticos puritanos- y renunciar a su puesto de congresista a cambio de su absoluta libertad para inundar de referencias sexuales sus correos electrónicos.
El congresista subido de tono no ha sido leal como no lo somos nosotros cuando asumimos la situación y las normas de nuestro grupo de trabajo y luego las ignoramos porque nos vienen mal.
Cuando, en lugar de decir abiertamente que no nos pueden imponer sistemas de trabajo leoninos nos refugiamos en la mentira de una enfermedad o de un problema familiar para eludir esos trabajos excesivos; cuando en lugar de ser leales con el grupo al que decimos defender y defender abiertamente que nuestra vida privada es nuestra y nadie puede imponernos nada, no nos arriesgamos y mantenemos nuestras relaciones en el anonimato, ocultas en la sombra, perdidas en el misterio para evitar el riesgo, para eludir el enfrentamiento.
Con todo ello permitimos que nuestros grupos, nuestros entornos, sigan siendo iguales, sigan manteniendo la perversidad y la hipocresía que se desarrollan en entornos a la que colaboramos fingiendo que determinadas reglas nos valen, cuando en realidad las ignoramos y las eludimos.
Y luego, cuando como a Weiner, nos pillan en el renuncio -por estúpido que sea el renunció en cuestión- es cuando nos acordamos de la lealtad. Es cuando nos viene a la cabeza ese concepto para reclamar que los demás se preocupen por nosotros cuando nosotros no nos hemos preocupado por ellos.
Cuando el grupo echa mano de toda la hipocresía que nosotros hemos contribuido a forjar con nuestra falta de riesgo, con nuestros secretos y nuestros silencios para hacernos pagar nuestro desliz es cuando les acusamos de desleales, es cuando nuestro individualismo nos impele a exigirles que nos apoyen, que no nos hagan ver nuestro error, que nos perdonen, que se deshagan de esas normas que, mientras las incumplíamos, nosotros seguíamos considerando adecuadas. Porque si no hubiese sido así lo hubiéramos hecho públicamente y hubiéramos asumido el riesgo de cambiarlas, cambiar el grupo y cambiarnos a nosotros mismos.
Es entonces cuando reclamamos que guarden silencio sobre nuestros deslices, que se arriesguen por nosotros, que nos apoyen hagamos lo que hagamos porque somos parte del grupo, porque somos congresistas o demócratas, o amigos, o compañeros de trabajo o porque compartimos cama y vida.
Y si no lo hacen sentimos que nos fallan, que son hipócritas, que no nos son leales. No importa que nuestra actuación haya forzado esa situación, no importa que nuestra hipocresía haya hecho que callemos, ocultemos y neguemos hasta que resulta imposible no hacerlo, no importa que nuestro fallo inicial sea el origen de todo.
La política de hechos consumados obliga a que nuestra falta de lealtad previa sea olvidada porque ya no puede evitarse. Si realmente fueran amigos, amantes, compañeros de trabajo, o camaradas de partido tendrían que apoyarme, tendrían que estar a mi lado. Ignoramos que si nosotros hubiéramos sido alguna de esas cosas no habríamos hecho las cosas como las hemos hecho.
Pero lo que nosotros hacemos no está en cuestión. Nunca lo está. Nos hemos acostumbrado a eso.
Los otros deben colaborar en nuestra autodestrucción, en nuestra hipocresía, en nuestro silencio y en nuestra mentira simplemente porque nosotros tenemos derecho a hacer lo que queremos y los otros, si realmente nos aprecian, tienen la inalienable obligación de aceptar todo lo que hagamos y si no lo hacen son perversos.
Por eso la lealtad, ese sonoro concepto medieval y honorífico, no nos cuadra demasiado. Hemos olvidado que la lealtad se refiere al grupo que hemos elegido libremente y que nadie nos obliga a permanecer en él. La Guardia muer pero no se rinde. A menos que la reina ya se haya rendido de antemano, claro está. Y nosotros, nos sentimos como la monarca británica y olvidamos que aquellos que nos rodean no pueden ni deben protegernos de todo, no deben defendernos ciegamente. Olvidamos que tiene derecho a opinar, a saber y a decidir.
Como Wiener olvidamos que estamos solos porque nosotros empezamos la suma de deslealtades que nos han llevado a la caída, a ser apartados del grupo. Y la empezamos con la más triste y la más absurda de las deslealtades: la falta de lealtad hacia nosotros mismos.
Porque si una norma, una situación o una regla es lo suficientemente injusta, absurda o inmoral como para que se nos esté permitido incumplirla no basta con refugiarse en el secreto, la mentira o el silencio para no eludirla. hay que denunciarla como tal y luchar contra ella. No sólo por nuestra necesidad o conveniencia, sino por el bien de todos el grupo al que hemos decidido pertenecer y seguir perteneciendo.
Eso es ser leal a los demás y a tu grupo. Pero eso es sobre todo ser leal a un mismo. Concepto del que no tenemos ni siquiera referencia.
Y quien tenga oídos para oír que oiga.
Pero Weiner lo olvida como lo hacemos nosotros, como lo hace todo el mundo en este universo individual que hemos diseñado para nuestra supervivencia.
El congresista díscolo olvida que la lealtad es algo que no se puede exigir si no se ha dado, como lo olvidamos cada día en nuestras oficinas, en nuestras redacciones -sí, he escrito redacciones-, en nuestras quedadas y en nuestras parejas.
Hemos olvidado. del mismo modo que el demócrata Wiener, que la lealtad no parte del individuo y no se refiere solamente al individuo. La lealtad no puede hacer referencia solamente a ti y a mi. Tiene que hacer referencia a algo de lo que formamos parte.
Pero nosotros no queremos ser parte de algo, no llevamos bien eso de pertenecer a un grupo. No asumimos las responsabilidades que eso conlleva.
Weiner podría reclamar lealtad a sus compañeros de partido si el se hubiera comportado lealmente. ¿Y como se puede ser leal? la respuesta es tan sencilla que nos negamos a verla.
Si el congresista hubiera presentado públicamente sus comunicaciones, sus chistes verdes y sus insinuaciones sexuales y hubiera reclamado su derecho -que lo tiene, pese al puritanismo estadounidense- a mantenerlas, entonces hubiera podido reclamar lealtad a sus compañeros, entonces incluso podría haber exigido apoyo. Entonces hubiera denunciado una situación, una norma de su grupo que consideraba injusta y hubiera luchado contra ella. Y es en la lucha en el momento en el que se puede y se debe exigir lealtad.
Porque eso significaría que no estaba de acuerdo con las normas del grupo al que pertenece -en este caso, políticos puritanos estadounidenses-, que las consideraba perniciosas para el grupo, que quería cambiarlas.
Y esa es la lealtad que hemos olvidado, la que no nos gusta, la que se perdió en los campos de batalla dieciochescos y en las minas huelguistas novecentistas. la que supone formar parte de algo, la que implica que nuestros deseos son la única medida de nuestra existencia.
Porque todo grupo tiene sus reglas, sus modos y maneras y nosotros debemos lealtad a ese grupo. Se la debemos si queremos formar parte de el.
Desde las pírricas normas morales de la iglesia romana hasta la insufrible inexistencia de las mismas de las éfimeras comunas hippies del haz el amor y no la guerra, la lealtad para con los demás exige tenerlas en cuenta.
Tenerlas en cuenta para asumirlas y cumplirlas o tenerlas en cuenta para denunciarlas e intentar cambiarlas. Ser leal al grupo del que emanan porque consideramos que ese grupo merece la pena. Ser lo suficientemente leales para arriesgarnos.
Y es entonces -y sólo entonces- cuando podemos exigir a los demás que sean igual de leales que hemos sido nosotros con el grupo y nos apoyen y nos ayuden a cambiarlas o a mantenerlas.
Pero Wiener no está dispuesto a eso. No porque sea perverso, no porque sea estadounidense. Simplemente porque es como todos y cada uno de los individuos aislados en los que se han convertido los integrantes de la Civilización Atlántica.
Weiner no ha sido leal porque ha ocultado lo que ha hecho en lugar de hacerlo abiertamente y defenderlo; no ha sido leal porque, amparado en las sombras virtuales, ha aceptado que las normas de su grupo eran las adecuadas pero que él no estaba dispuesto a asumirlas. No ha sido leal porque no ha asumido el riego de luchar por su derecho a decirle guarrerías a sus colegas o el arrojo suficiente para aceptar que no quería formar parte de su grupo -los políticos puritanos- y renunciar a su puesto de congresista a cambio de su absoluta libertad para inundar de referencias sexuales sus correos electrónicos.
El congresista subido de tono no ha sido leal como no lo somos nosotros cuando asumimos la situación y las normas de nuestro grupo de trabajo y luego las ignoramos porque nos vienen mal.
Cuando, en lugar de decir abiertamente que no nos pueden imponer sistemas de trabajo leoninos nos refugiamos en la mentira de una enfermedad o de un problema familiar para eludir esos trabajos excesivos; cuando en lugar de ser leales con el grupo al que decimos defender y defender abiertamente que nuestra vida privada es nuestra y nadie puede imponernos nada, no nos arriesgamos y mantenemos nuestras relaciones en el anonimato, ocultas en la sombra, perdidas en el misterio para evitar el riesgo, para eludir el enfrentamiento.
Con todo ello permitimos que nuestros grupos, nuestros entornos, sigan siendo iguales, sigan manteniendo la perversidad y la hipocresía que se desarrollan en entornos a la que colaboramos fingiendo que determinadas reglas nos valen, cuando en realidad las ignoramos y las eludimos.
Y luego, cuando como a Weiner, nos pillan en el renuncio -por estúpido que sea el renunció en cuestión- es cuando nos acordamos de la lealtad. Es cuando nos viene a la cabeza ese concepto para reclamar que los demás se preocupen por nosotros cuando nosotros no nos hemos preocupado por ellos.
Cuando el grupo echa mano de toda la hipocresía que nosotros hemos contribuido a forjar con nuestra falta de riesgo, con nuestros secretos y nuestros silencios para hacernos pagar nuestro desliz es cuando les acusamos de desleales, es cuando nuestro individualismo nos impele a exigirles que nos apoyen, que no nos hagan ver nuestro error, que nos perdonen, que se deshagan de esas normas que, mientras las incumplíamos, nosotros seguíamos considerando adecuadas. Porque si no hubiese sido así lo hubiéramos hecho públicamente y hubiéramos asumido el riesgo de cambiarlas, cambiar el grupo y cambiarnos a nosotros mismos.
Es entonces cuando reclamamos que guarden silencio sobre nuestros deslices, que se arriesguen por nosotros, que nos apoyen hagamos lo que hagamos porque somos parte del grupo, porque somos congresistas o demócratas, o amigos, o compañeros de trabajo o porque compartimos cama y vida.
Y si no lo hacen sentimos que nos fallan, que son hipócritas, que no nos son leales. No importa que nuestra actuación haya forzado esa situación, no importa que nuestra hipocresía haya hecho que callemos, ocultemos y neguemos hasta que resulta imposible no hacerlo, no importa que nuestro fallo inicial sea el origen de todo.
La política de hechos consumados obliga a que nuestra falta de lealtad previa sea olvidada porque ya no puede evitarse. Si realmente fueran amigos, amantes, compañeros de trabajo, o camaradas de partido tendrían que apoyarme, tendrían que estar a mi lado. Ignoramos que si nosotros hubiéramos sido alguna de esas cosas no habríamos hecho las cosas como las hemos hecho.
Pero lo que nosotros hacemos no está en cuestión. Nunca lo está. Nos hemos acostumbrado a eso.
Los otros deben colaborar en nuestra autodestrucción, en nuestra hipocresía, en nuestro silencio y en nuestra mentira simplemente porque nosotros tenemos derecho a hacer lo que queremos y los otros, si realmente nos aprecian, tienen la inalienable obligación de aceptar todo lo que hagamos y si no lo hacen son perversos.
Por eso la lealtad, ese sonoro concepto medieval y honorífico, no nos cuadra demasiado. Hemos olvidado que la lealtad se refiere al grupo que hemos elegido libremente y que nadie nos obliga a permanecer en él. La Guardia muer pero no se rinde. A menos que la reina ya se haya rendido de antemano, claro está. Y nosotros, nos sentimos como la monarca británica y olvidamos que aquellos que nos rodean no pueden ni deben protegernos de todo, no deben defendernos ciegamente. Olvidamos que tiene derecho a opinar, a saber y a decidir.
Como Wiener olvidamos que estamos solos porque nosotros empezamos la suma de deslealtades que nos han llevado a la caída, a ser apartados del grupo. Y la empezamos con la más triste y la más absurda de las deslealtades: la falta de lealtad hacia nosotros mismos.
Porque si una norma, una situación o una regla es lo suficientemente injusta, absurda o inmoral como para que se nos esté permitido incumplirla no basta con refugiarse en el secreto, la mentira o el silencio para no eludirla. hay que denunciarla como tal y luchar contra ella. No sólo por nuestra necesidad o conveniencia, sino por el bien de todos el grupo al que hemos decidido pertenecer y seguir perteneciendo.
Eso es ser leal a los demás y a tu grupo. Pero eso es sobre todo ser leal a un mismo. Concepto del que no tenemos ni siquiera referencia.
Y quien tenga oídos para oír que oiga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario