Ya ha empezado. Tenía que ser así. Cuando se mueve en este occidente nuestro, presa del agotamiento, la desgana y la incapacidad de cambio, todo se pone en marcha para intentar detenerlo. Es el único momento en el que nuestra determinación en el inmovilismo nos permite hacer algo.
Y la mejor forma de intentar detener un movimiento es colocarse en medio de su marcha. Eso es lo que está comenzando a pasar con el movimiento 15-M -que no se sigan llamando indignados, ya es un pequeño síntoma-.
Para comenzar nos referimos a ellos con unas siglas que no dicen nada de lo que son ni de lo que quieren ser. La gente, los que ven los informativos, los que leen la prensa -que aún los hay- siguen llamándoles por su nombre, por su hecho definitorio, pero los medios no. Ellos mismos no.
Ya no son indignados. Son un apócope de algo que no se tiene muy claro. Bien podrían ser una atentado terrorista (11-S, 11-M), bien podrían ser una huelga general (19-S) o incluso unas elecciones generales (25-M).
Su nueva y suave nomenclatura les resta existencia, les resta movimiento. Lea ancla en una fecha y un lugar concreto como si no pudieran existir más allá de ese instante congelado y apocopado en el tiempo.
Ya no son Indignados, ya no están indignados. Podrían ser cualquier cosa. Incluso podrían no ser nada.
Pero es tiempo apocopado es solamente el primero de los granos de arena en el engranaje del movimiento que se ha comenzado a interponer en el caminar de aquellos que un día dijeron basta y que hoy lo siguen diciendo.
El segundo es evidente. Negar la mayor.
Desacreditar lo que piden. Exigen mayor representatividad y sesudos columnistas empiezan a defender a capa y espada la democracia representativa de nuestra ley electoral; exigen mayor voz en las instituciones e ínclitas periodistas, que otrora se dijeron demócratas, afirman que la democracia asamblearia es un dislate.
Y así con el sistema financiero, el de financiación de los partidos, el de gobierno local y todo lo que Los Indignados quieren cambiar. Todo con muy buen rollo, eso sí. Sin insultar, achacando la imposibilidad a la ingenuidad, a la falta de preparación política y social del movimiento. Sin ninguna acritud, como diría el bueno de Alfonso Guerra en sus tiempos.
Nadie dice por qué la democracia asamblearia es un dislate; nadie explica el motivo por el cual es imposible controlar los beneficios empresariales o permitir a los bancos asumir sus riesgos y sus fallos, o crear un sistema electoral en que un ciudadano elija hasta el último de los diputados con nombre y apellidos; nadie hace ver cual es la falla estructural de la autofinanciación de partidos y sindicatos y del control total de su dinero.
Sencillamente no puede hacerse. El sistema no lo permite.
Y es ahí cuando los granitos de arena se convierten en rocas que bloquean el camino de Los Indignados. Es en ese punto cuando se colocan en medio de la carretera toda suerte de obstáculos que impidan a los que protestan, a los que quieren cambiar las cosas, a los que han llegado al punto en el que la desesperanza se transforma en cólera, ver la auténtica verdad.
Es en ese instante cuando los que no quieren cambiar sueltan los árboles que nos impiden ver el bosque.
Es ahí cuando los indignados caen en la trampa y pierden el foco. Es justo en ese momento cuando el sistema desaparece, se esconde, se vuelve invisible y aparecen los rostros, las dianas, los cabezas de turco.
Los medios vinculan el malestar a la corrupción, a las diferencias sociales, al nepotismo y Los Indignados tropiezan sin darse cuenta, cegados por su absolutamente lógico enfado, en la gran roca que ponen ante ellos en forma de lista de culpables.
Y comienzan a pedir a gritos por las calles de Valencia que Camps y los suyos acaben en la cárcel de Picasent, y le piden a Rita que "enseñe la carita". Y aquellos que quieren pararles, que les temen, que quieren que su indignación quede en el mismo agua de borrajas en el que han convertido, con el correr de los años, la democracia, ven como sus árboles comienzan a ocultar el bosque.
Porque ni Camps, ni Aguirre, ni Chaves, ni Jaume Matas, ni los chicos de los ere andaluces, ni Fabra, ni los alcalde marbellíes, ni los ideólogos de Mercasevilla, ni los convergentes del Caso Liceo ni ninguno de los ladrones, corruptos, malversadores y prevaricadores que pueblan nuestra geografía política son la causa del problema. Ellos, en todo caso, son la consecuencia.
Pero el movimiento pierde foco y se centra en ellos, se centra en la corrupción como un mal en sí mismo, se centra en la presencia de los imputados en las listas electorales, se obsesiona con la necesidad de sacar a todos ellos de la escena política.
Y ese no es el objetivo. No puede serlo. Ese es el enemigo fácil que han puesto delante de nuestro rostro pero sabemos que el enemigo, que el verdadero pilar en el que se fundamenta la situación actual no tiene nada que ver con ellos.
No tiene nada que ver con que Emilio Botín y su familia eludan impuestos en bancos suizos; no tiene nada que ver con que los consejeros delegados de empresas que declaran pérdidas cobren primas millonarias en virtud de unos beneficios que no han logrado; no tiene nada que ver con que las juntas de accionistas de los bancos repartan dividendos entre 256 personas, después de haber recibido miles de millones del dinero de todos para cubrir sus agujeros financieros y de gestión.
Los trajes de Camps no han generado cinco millones de parados sin esperanza, los falsos ere andaluces no han generado la ruina hipotecaria para un millón y medio de familias en España, los trapicheos de Aguirre no han hecho que la preparación universitaria y profesional sea papel mojado y no se refleja en las nóminas a fin de mes -de los que llegan a tenerlas-.
Aunque todos ellos acaben en la cárcel -que en donde deben estar- la cosa no se arreglaría, el asunto no iría mejor. Todos ellos no han estropeado el sistema. es el sistema el que ha permitido que ellos se estropeen.
Los Indignados no pueden olvidar eso. No deberían hacerlo.
Su objetivo tiene que ser el cambio del sistema. De ese sistema que no permite la democracia asamblearia, de ese sistema que no acepta las listas abiertas, de ese sistema que no posibilita el reparto justo de los beneficios empresariales, de ese sistema que posibilita que los riesgos financieros de unos pocos los asuma toda una sociedad, de ese sistema que deja a las empresas despedir a más gente como forma de que persistan los beneficios de una empresa que no está obligada a crear ningún puesto de trabajo con esos réditos.
No pueden caer en la trampa de pedir la cabeza de los que se benefician con el nepotismo, la corrupción, el despotismo y la intransigencia de un sistema que les permite hacer todo eso y no exigir directamente la cabeza del sistema en una bandeja de plata. Eso sería tan absurdo como si los jacobinos hubieran matado al rey de Francia sin convocar los Estados Generales. Como que hubiéramos hecho La Transición sin derogar el Fuero de Los Españoles.
Es es sistema financiero, económico, político y social lo que falla. Los demás son sólo las consecuencias de ese fallo. Son solamente las rémoras que se siguen adhiriendo a las carnes de un escualo sin dientes que se pudre mientras navega por el océano.
Si caen en la trampa de personalizar sus protestas más allá de la mera ejemplificación no podrán hacer lo que tiene que hacerse. Lo que quieren hacer.
Los Griegos han tirado a su gobierno criticando la esencia misma del sistema monetario de su país, el euro y su participación en él, no han tirado de corrupciones y corruptelas. Se han limitado a decir una y otra vez que el sistema no funciona y no aceptar que aquellos que dicen representarles se mantengan en el. Su enemigo es el sistema monetario europeo, no los que se llenan los bolsillos. Ese ha sido su objetivo y, con razón o sin ella, están a punto de lograrlo.
Los Islandeses han procesado a su gobierno por la crisis no porque les caiga mal el primer ministro o porque sea un corrupto. Simplemente lo han exigido y lo han logrado porque han puesto en duda el sistema de su país -en este caso el de responsabilidad política- y no a una persona determinada.
Ellos han luchado por cambiar eso, por no rescatar a los bancos de sus propios errores y no han parado hasta conseguirlo. Cuanta gente acabe en la cárcel por eso no era su prioridad. No gritaban contra nadie, cambiaban el sistema.
Pero también es cierto que esos países y otros muchos han podido hacerlo parcialmente porque sus gobiernos no tienen un tercer grano de arena que arrojar en el engranaje del cambio del sistema que si tienen nuestros fatuos gobiernos españoles -sea cual sea su signo-.
El resto de los países que se anda peleando con el sistema internacional no tiene el principal escollo para el cambio del que ya se están aprovechando los que temen el cambio. No nos tienen a nosotros.
Nosotros, los españoles occidentales atlánticos, somos el principal saco de graba que los defensores del sistema arcano del liberalismo moderno democrático representativo están empezando a arrojar en el mecanismo -no muy bien engrasado todavía, todo hay que decirlo- del movimiento de Los Indignados.
Los estudiantes sin futuro y los parados sin presente griegos han hecho arder el Ágora -casi figuradamente-, han hecho correr a su policía y temblar a sus políticos, apoyados por millares -en ocasiones, millones- de personas que dejaron sus partidos del Paok o del Panathinaikos, sus casas y sus puestos de trabajo para clamar por una solución.
Los portugueses con trabajos y con negocios los abandonaron y los cerraron para acudir a las manifestaciones que deseaban y exigían el cambio; los franceses que se encontraron sin gasolina en las huelgas de varios meses de sus sindicatos, se bajaron del coche, cargaron contra Sarkozy y apoyaron la huelga; los islandeses se negaron a volver a la comodidad de sus casas - y eso es un mérito innegable en un país con una temperatura media de cinco grados centígrados- hasta que los bancos quebraran y los políticos fueran responsables.
Pero los que medran con el sistema nos tienen a nosotros para que eso no ocurra. A la gran clase media española que siempre está dispuesta a no recordar que es precisamente eso, clase media.
Esa inmensa masa social que prefiere no recordar que, aunque tiene trabajo, puede dejar de tenerlo mañana; no recordar que aquellos que protestan son iguales que ellos, tienen los mismos problemas que ellos. Y nosotros, nuestros miedos y nuestras mediocridades engrandecidas, seremos el mitológico Scyla que utilizaran nuestros políticos contra Los Indignados.
Porque, cuando nos vemos en la obligación de ofrecer una respuesta colectiva, estamos acostumbrados a hacer la guerra por nuestra cuenta; porque, de tanto mirarnos el ombligo de las esperanzas y desesperanzas propias e individuales, hemos perdido la capacidad de tener una visión global de las desesperaciones comunes y ajenas.
Porque, cuando deberíamos ser actores, nos empeñamos en ser audiencia, que es más cómodo y menos arriesgado; porque, cuando tendríamos que ser activistas, nos conformamos con ser opinadores; porque, cuando es menester reivindicar como trabajadores, insistimos en sentirnos sólo profesionales; porque, cuando se impone la exigencia, nos limitamos a la súplica y la petición.
Porque cuando toca ser ciudadanía, nos empeñamos en ser feligresía. Porque cuando se requiere que seamos una sociedad, no nos sale otra cosa que ser un vecindario.
Y ese es el arma arrojadiza más poderosa que utilizaran los garantes de un sistema muerto que no puede ser enterrado por sus propias necesidades personales para intentar a los sepultureros que saben que es preciso darle sepultura para crear algo nuevo.
Nuestras quejas por el ruido, por la suciedad, por la dificultad de paso, por todas las pequeñas molestias que se nos hacen grandes porque no estamos implicados ni queremos estarlo en una indignación que compartimos pero de cuyos riesgos no queremos ser partícipes. Todos esos elementos son nuestra pírrica aportación a un movimiento que dice, piensa y hace lo que nosotros, aún necesitándolo desde hace mucho años, no nos hemos atrevido a hacer.
Hemos perdido tanto el concepto de la supervivencia colectiva que exigimos silencio a los que han de gritar, que pedimos limpieza a los que tienen que ensuciar, que clamamos por la paz y la tranquilidad cuando la situación no nos debería imponer otra cosa que cólera e indignación.
Mientras nosotros sigamos siendo los vecinos respetables y ellos los perroflautas, seremos la principal piedra que el sistema que ha de ser cambiado utilice contra los únicos que han sido capaces en los últimos años de defender nuestra dignidad más allá de su riesgo.
Así que el cambio del sistema -esa necesidad tan obvia que todos se empeñan en ocultar- no pasa por las manos, de los políticos, de los filósofos, de los pensadores, de los economistas ni de los gobiernos. No está en la mano de los partidos políticos, por más guiños de twiter que les hagan a Los Indignados; no está en manos del rey ni de sus discursos, ni del parlamento, ni de las instituciones europeas y el Pacto por el Euro.
El cambio del sistema, que tiene que ser el verdadero objetivo, el frondoso bosque que hay que desbrozar más allá de los árboles que nos plantan delante para que no lo percibamos, ni siquiera está en manos de Los Indignados y su movimiento que sacude las calles y plazas europeas.
Alguien me dijo anoche que un gobierno y un estado puedo soportar indefinidamente que los perro flautas se desmanden e incluso sean algo violentos, pero no puede lidiar ni unos pocos días con que el conjunto de las clases medias adopten la misma actitud.
Y está en lo cierto. Así que, a despecho de nuestra incomodidad y de nuestra maestría en la elusión de responsabilidades, el cambio del sistema que nos hunde con él está en nuestras manos. Depende de nosotros, ¿a que jode?
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