Mientras se producen y reproducen los fastos de esa eterna danza con la muerte que bailamos cada año, mientras Obama se nos viste de Bond, sin smoking ni martini removido, y escucha todo lo escuchable y por escuchar, estamos de puente.
Pero nuestro puente, más allá de los encuentros, conocimientos y reconocimientos inesperados -bíblicos o no-, se antoja diferente, distinto. Nuestro puente, pasado el día de los muertos, que ya es casi también el de los vivos, es el lugar desde el que nos asomamos a una realidad que cada día, cada jornada, es menos nuestra.
Estemos donde estemos y hayamos estado donde hayamos estado, hemos pasado o estamos pasado el puente en las afueras de La Ciudad Muerta.
Porque, como en la mítica trilogía novelesca de Delany, somos personajes que deambulan por el interregno de algo que no han querido hundir pero que han contribuido a hacerlo y que ahora no saben muy bien qué camino tomar para poder enderezar la mortalidad que asola la ciudad.
Más allá de metáforas de anticipación literaria, desde la balaustrada del puente al que nos han llevado estos días de fiesta, vemos La ciudad Muerta. La de Samuel R Delany - o sea la social- y la otra, la nuestra, la de la opera olvidada de Korngol, la que es más personal, más íntima; aquella que más duele o debería doler.
La ciudad muerta en la que no sabemos si avanzar o retroceder y eso nos obliga a seguir quietos, a esperar, a desesperar.
Contemplamos parados el altar de recuerdos que nos unen a ella, los viejos buenos tiempos en los que éramos reyes o eso nos creíamos y giramos la vista y vemos los fantasmas de aquello que se mueve y parece el futuro y parece algo nuevo.
Moviéndonos de un lado para otro, no sabemos si quedarnos entre los restos de aquello que fue y ya no puede ser o arriesgarnos con aquello que nunca ha sido y que no sabemos si ya ha llegado el tiempo de que pueda ser.
Sabemos que algo hay que hacer, que por algo hay que optar, que hemos de elegir como llevar la vida a la ciudad que ahora yace muerta. Porque queremos asumir que murió y por tanto no queremos resucitarla y porque ya no podemos enfrentarnos al esfuerzo que supone volver a darle vida.
Tenemos que elegir entre volvernos de nuevo a ella y buscar el rescoldo que aún yace escondido que le encienda de nuevo los fuegos de la vida, otros fuegos quizás, para ponerla en marcha o salir corriendo en la esperanza de que en el horizonte se encuentre otra ciudad que esté viva por sí misma sin que nos exija el trabajo de darle una nueva vida sin cometer los errores de antaño, ni las elusiones de ahora.
Y así, desde estos tiempos que no son como otros, igual que no somos nosotros igual que fuimos antes, contemplamos las dos ciudades muertas, la nuestra y la social, y nos descubrimos empuñando una antorcha encendida en mitad del puente al que nos ha llevado nuestra propia vida.
Y esa antorcha encendida sobre el puente en las afueras de la Ciudad Muerta nos impele a la elección definitiva que nos planteara el cansado y cansino Clive Owen en esa obra mediocre llamada The Internacional con la que se quitó el lustre de Hijos de Los Hombres.
"Hay puentes que hay que cruzar y hay puentes que hay que quemar".
Y hoy, que estamos justo al final de ese puente, tenemos que elegir si lo cruzamos para abandonar definitivamente nuestras ciudades muertas a su suerte, nuestras vidas a sus soledades o si queremos quemar ese pontón y, tras tirar la tea al río, nos volvemos de nuevo hacia ellas, hacia nuestras existencias, e intentamos otra vez levantarlas.
Porque sabemos que, aunque parezcan muertas, aunque se nos agoten de ellas los recuerdos gloriosos y los tiempos de dicha, aunque hayamos fallado antes mil veces en mantenerlas vivas, aunque las mentiras nos las hundieran y las traiciones nos las mataran, nuestras ciudades muertas no están muertas del todo.
Porque la razón nos dicta que nuestra ciudad muerta en lo social y lo político no es la ciudad de Delany venenosa y maldita. Y nuestro corazón nos grita que nuestra ciudad muerta en lo íntimo y personal, no es la esposa fantasma del hombre de Brujas que vive del recuerdo en la obra de Korngol.
Que ambas siguen viviendo si nosotros hacemos porque vivan. Que lo único que necesitamos es crear nuevos recuerdos para no tener que vivir de los de antaño.
El puente nos tiende aún la posibilidad de esa elección. Pero sólo si una luz o un rescoldo o cualquier prueba ínfima de que la ciudad sigue viva y nos quiere nos empujan más allá del orgullo, del cansancio y del miedo que ahora nos impiden intentarlo de nuevo.
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