La Madre Superiora pide que me pronuncie sobre el nuevo misterio teológico del latex, iniciado por el solitario vicario inquisitorial de Roma y yo lo hago. Al fin y al cabo las madres superioras y los demonios siempre nos hemos llevado bien.
Ratzinger, en un remedo de esos antológicos viajes victorianos de Su Graciosa Majestad a las colonias africanas, aterriza en tierras de negritud y animismo y se descuelga diciendo que los preservativos no son la solución para el Sida en África -bueno, relamente no se descuelga, porque lo dijo en el avión, muy cercano a esos cielos en los que se empeña en buscar catálogos mitológicos de seres y estares-.
Suena a más de lo mismo. Suena a discurso repetido por el papa consola JP2 en La India o en China y a todos nos indigna -a todos los que pensamos, quiero decir-. Pero nos equivocamos. Nuestra indignación no está bien dirigida, no está bien canalizada. Hemos malinterpretado a Ratzinger -y ya son cientos de veces, ¿como podemos ser tan obtusos?-.
Nos equivocamos de medio a medio. El comentario de Ratzinger no es importante porque siga la línea oficial de la Iglesia en materia de anticoncepción, sino porque altera la línea que sigue toda la humanidad con respecto a la vida.
Es cierto. Los presevartivos no solucionan el problema de África con el Sida. No lo solucionan porque se reparten sin cuento y sin cocierto; porque nadie enseña como utilizarlos; porque acaban decorando los fusiles de los niños soldados o preservando de la lluvia las pertenencias de las niñas prostitutas.
Los preservativos no solucionan los problemas del Sida en África porque el treinta por ciento de las mujeres africanas son violadas y los violadores no son gente pulcra y concienciada; porque uno de cada tres enfermos de Sida en las tierras negras de África no sabe que es portador de la enfermedad; porque los que lo saben no tienen acceso a ellos ni a las medicinas y retrovirús que atacan la enfermedad.
Eso es cierto. Los preservativos no solucionan el problema del Sida en África. Pero eso es lo que diriamos todos. Eso es lo que cualquiera podría afirmar con un análisis somero de lo que pasa en ese continente y el continuo incremento de la pandemia del Sida.
Hasta ahí podiamos estar de acuerdo con la postura de la Iglesia -no la de Ratzinger- aunque la humanidad en su conjunto reclamaria más información, más educación y más inversión sanitaria en África y la Iglesia -imperterrita en su recurso a la moral por debajo del ecuador del ómbligo- reclamaría más abstinencia.
Pero nos hemos confundido. Ratzinger no ha dicho eso.
Al canoso inquisidor austriaco no le importa que los preservativos no solucionen el problema del Sida en África. Lo que le preocupa es que no solucionan "su" problema con el Sida en África.
Y su problema es que no puede vender la abstinencia sexual y el modelo familiar monogamo y eterno en una sociedad en que la media de edad de la población no supera los 36 años en las mujeres y los 31 en los hombres; en un continente en el que un treinta por ciento de la población vive desplazada en campos de refugiados; es una tierra en la que uno de cada cinco niños es fruto de una violación; en unos territorios en los que los niños combaten con ocho años y las niñas son prostituidas con nueve. Su problema está en que África crece demasiado rápido y traumáticamente y muere demasiado joven como para vender que hay que estár toda una vida con la misma persona.
Para envejecer con alguien en una relación monógama primero hay que envejecer y eso es algo que el hambre, la guerra, la explotación y la emigración no dejan hacer a África.
Así que Ratzinger ignora la realidad, como en otros muchos casos, y se limita a seguir escrupulosamente -un inquisidor no puede ser otra cosa que escrupuloso- su estrategia.
Finge desconocer que en esta sociedad, la nuestra, la occidental, la gente sige copulando a diestro y siniestro -bueno, algunos más que otros. Se aceptan propuestas- y el Sida no hace otra cosa que descender; simula desconocer que, en la mayoría de los países del mundo blanco occidental, la protistución ha aumentado en los últimos tiempos -como una forma más de explotación a los inmigrantes- y aún así el Sida no se incrementa, porque las protistutas -muy sabiamente- exigen un condón hasta para enseñar sus tarifas; aparenta ignorar la circunstancia de que las cifras de contagio del Sida han caído precipitadamente en páíses que se encuentran en su lista de sociedades promiscuas, sin valores cristianos y sin una moral genital adecuada para los gustos del Vaticano.
Y tiene que hacerlo porque, para Ratzinger y su corte cada vez más exigua de ladrones de almas, África es el último mercado abierto.
Cada año sus misioneros -buena gente en general, todo hay que decirlo- bautizan a miles, incluso a millones a cambio de comida y refugio, de protección y atención. Y Ratzinger lo sabe. Por eso viaja a esas tierras. Pero África sigue muriendo de Sida y su nuevo dios no les cura, sus nuevas oraciones no les mantienen a salvo del contagio.
Los condones sí lo hacen, pero los responsos tienen serios problemas para cumplir la función profiláctica con la misma eficacia que el latex. Así que el Sida es un problema para el inquisidor teurón porque amenaza con hacerle perder África.
Si los africanos descubren que ponerse un condón es más seguro que rezar una oración antes de irse a la cama con alguien, nunca pondrán en manos de esa moral católica de la abstinencia su salvación. Si los condones se distribuyen adecuadamente, por gente formada, a una población educada en su uso y que tenga acceso a análisis y atención sanitaria, entonces nadie creerá que la abstinencia es la única solución para evitar la pandemia asesina.
Incluso los recién bautizados cuestionarán el poder de ese nuevo dios que no les puede salvar de una enfermedad horrible de la que un simple trozo de latex les mantiene alejados. África lleva demasiado tiempo utilizando la pragmática de la fuerza y el resultado. Incluso con sus dioses. Nadie seguirá a un espíritu más débil que un pedazo de goma.
Ratzinger no podrá seguir usando la enfermedad y la muerte de millones de personas para hacer proselitismo y evangelización y África se le irá de las manos como ya lo hizo Europa con la Peste hace 500 años.
Así que, para el vagamente preconciliar vicario austriaco de Roma, es mejor que no haya preservativos. Es mejor recuperar la vieja teoría sobre el Sida, forjada para enfrentarse a la realidad de las calles de San Francisco hace muchos años, cuando parecía que tan sólo los homosexuales eran víctimas del azote vírico del Sida.
Ratzinger, como está siendo norma desde que elevó el Santo Oficio al solio pontificio, puentea a su antecesor y recupera la teoría que hiciera famosa la santa de Calcuta antes de serlo: "El Sida es una plaga que azota a los perversos por alejarse de Dios".
Por eso no hay que repartir preservativos. Por eso hay que rechazar el sexo seguro. Así todo le cuadra.
África debe seguir sufriendo Sida sin preservativos y los que sobrevivan lo harán porque han cumplido a rajatabla el mandato papal de la abstinencia y no el imperativo racional del latex. La ausencia de preservativos soluciona "su" problema con el Sida en África.
Los promiscuos, las niñas prostitutas, los niños soldados, todos los que tienen una treintena de años para vivir una vida cruenta y miserable, que ninguno de nosotros vive en nuestros noventa años años de exitencia, estarán muertos y África será católica.
Ratziger no ha recuperado la pacata solución profiláctica de la abstinencia. Ha inventado la cruzada biológica ¡Pro Christo!
Lo habiamos malinterpretado, lo reconozco.
1 comentario:
Gracias, añoraba tus sabias palabras ante semejante estultucia.
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