Cierto es que por estos lares abisales no es muy propio hacerse con una porción de piedad o condolencia. Pero dado que, tarde o temprano, el objeto de la misma acabará en estas estancias infernales, hoy me permetiré un exceso de esos píos sentimientos -y de curiosidad, que esa es muy nuestra- y me preguntaré:
¿Por qué llorá el santo inquisidor?
Como en el modernista canto, el inquisidor está triste; como el poeta de antaño nos queda preguntarnos ¿qué tendrá el inquisidor?
No ha de ser mal de amores, ni penas de bandoleón porque el amor divino no produce esas penas y él argenino no es. Lo que tiene el blanco vicario inquisitorial romano es miedo y soledad, quizás más soledad que miedo. Pero tiene ambas cosas.
Y nos escribe cartas -o se las escribe a aquellos que las leen- solicitando ayuda, quejándose de que en la iglesia -su iglesia, esa que está siempre instalada en la razón de dios- se devora y se muerde, se odia y se instiga, se aborrece y se conspira.
No es nada nuevo. Es algo que todos los que no forman parte de esa iglesia saben y que incluso muchos de los que la integran reconocen. Lo único nuevo es que se diga en alto, que no se susurre en capillas y galerias, que no se discuta soto vocce en despachos y aulas teológicas. Que se escriba con papel y con tinta y se lea en los púlpitos.
Porque el papa Ratzinger, que llegara hasta el solio para imponer la norma y la doctrina, ahora está bajo ataque, se encuentra bajo asedio de los mismos purpurados que le encumbraron, de los que le eligieron -por prescripción divina, eso sí-, de los que pusieron la fe de su poder y la creencia de su continuidad en su manos.
Y el ínclito inquisidor austriaco no puede defenderse porque se encuentra solo. Se asoma a los balcones vaticanos y ve desolación; se encarma en las murallas romanas y no encuentra a sus huestes, a aquellos que están llamados -según él- a defender su voz y su palabra -que es palabra de dios, no lo olvidemos-.
No encuentra a sus mesnadas porque, como hiciera el loco general de Waterloo, ha enviado su vanguardia a un bosque demasiado lejano, demasiado intrincado. A tomar una loma que no puede tomarse y perder sus fuerzas en una lucha ciega que no les corresponde.
Sus jenízaros, sus vanguardias de élite, se desangran a diario peleando por ver quien se acuesta con quien, quien puede tener hijos, quien no puede tenerlos, qué estudiar en la escuela, quien puede investigar, qué celulas son buenas, quien se puede morir y quien debe vivir en este mundo sin ganas de hacerlo.
Les envió hace tiempo -en cuanto estuvo al mando- a agredir al Islam, a cargar contra los más recientes hijos de Lutero, a perseguir la sombra de la conversión, a agredir filosofías que ya eran antiguas cuando María ni siquiera había tenido su primera menstruación en Nazaret -si es que llegó a tener alguna-.
Les colocó en la calle a luchar contra gobiernos laicos, contra normas comunes, a paralizar repúblicas, a apoyar a partidos, a solicitar sufragios para aquellos que decían defender sus derechos.
A acompañar del brazo a aquellos que querían tremolar las banderas, a gritar en los púlpitos contra negociaciones, a clamar en las calles contra la muerte digna, a luchar por el poder político de aquellos que les habían prometido prevendas y favores.
Hoy, las huestes de Benedicto Ratzinger están tan detrás de las supuestas líneas enemigas, tan perdidas en campos de batallas muy ajenos a ellas y en los que poco o nada tiene que decir y que ganar, que cuando él las llama en su defensa ya no pueden oirle.
Por más señales que haga, por más humo blanco que envie el santo inquisidor hasta el cielo romano para llamar su alejada atención, los ojos de las tropas católicas que envió por el mundo están vueltos a Moncloa, al Quirinal, al Elisio, al Reichtag o la Casa Blanca y San Pedro se escapa del último rabillo de su visión periférica.
Así que, el vicario inquisidor llora su soledad porque nadie le ayuda a defenderse de los otros purpurados. Porque nadie le apoya por incluir de nuevo en ese club privado que ellos llaman iglesia a los Lefevbrerianos; porque nadie le apoya con la misa en latín o con poner al mando de la iglesia en Europa a los más inmobilistas de los inmobilistas.
De eso tiene miedo -aunque sólo un poquito-. Miedo a que cuando sus tropas vuelvan a mirar hacia Roma, después de intentar, siempre en vano, el asalto al gobierno de los reinos de Europa y de allende los mares, no le encuentren a él dispuesto a consolarles y a mandarles de nuevo a otra tonta cruzada.
Y así espera, como hicieran antes que él otros muchos, rodeado de sus cuatro paladines más fieles -entre ellos Cañizares. No podía ser otro- y enviando misivas para pedir refuerzos.
Espera a que llegue el destino que está escrito que aguarda a culquier líder que se basa en el miedo y la imposición, por divina que sea.
Así espera a que acabe el asedio con un golpe de Estado.
1 comentario:
Cuanto me gusta, lo reconozco, leer sobre el inclito Inquisidor, il papa di roma. Y me gusta verle solo, sentirle solo (aunque no me lo creo, hay muchos que están a su lado). Y me cabreo hoy cuando escucho en la radio sus declaraciones en Camerún sobre los preservativos y el sida y echo de menos un escrito sobre tal comentario: A bordo del avión, Ratzinger dijo que el sida "no se puede resolver con eslóganes publicitarios ni con la distribución de preservativos", y que éstos, "al contrario, sólo aumentan los problemas". "La única vía eficaz para luchar contra la epidemia es la humanización de la sexualidad", añadió, "una renovación espiritual", destinada "a sufrir con los sufrientes". Es decir, abstinencia y oración.
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