Hay ocasiones en
que la palabra está tan alejada del acto que apenas permite reconocer al
segundo cuando se pronuncia la primera. Y ese es un defecto muy nuestro
-también del resto del occidente atlántico, pero muy nuestro-.
Mientras nuestros
políticos se cargan sobre las espaldas los méritos de reunirse con los medios
de comunicación -como si eso fuera un mérito y no una obligación- o nos piden
solidaridad y compromiso para con una política, la suya, que no es ni solidaria
ni comprometida, hay otros que van a lo suyo, que se dedican a lo que dicen que
iban a hacer. A unificar palabra y acto.
Y en este caso,
la palabra es familia y el acto... pues el acto es todo lo demás.
Aquí, en las
tierras patrias, se reunirán en la sempiterna madrileña Plaza de Colón, con gualda
y roja ondeando en los vientos y obispos en la tribuna, cientos, quizás miles
de personas para celebrar un rito -religioso y católico, claro está- en favor
de la familia. Pero eso es palabra.
Nuestro gobierno
revisa y reconstruye la Ley del Aborto desde la sede del Ministerio de Justicia
para defender a la familia, para potenciar la familia. Porque quien potencia el
embarazo, potencia la familia, claro está. Pero eso es palabra.
Los adalides del
Gobierno de Génova recurren una y otra vez a nuestro Tribunal Constitucional, manteniéndolo
en eterna parálisis para recurrir la Ley del Matrimonio Gay, nuestros obispos
castigan el concepto desde púlpitos y concatedrales -probablemente hoy también
lo hagan- y los alcaldes de la cuerda conservadora ponen el grano de su
absentismo e invisibilidad para este tipo de bodas. Y todo por defender la familia.
Pero eso es palabra.
Y mientras, más
allá de nuestras fronteras, aquí al lado, en esa tierra que no nos gusta mirar
porque nos recuerda la revolución que no hicimos, la ilustración que
desperdiciamos y la guillotina que no construimos, nadie habla de familia.
El Gobierno
coloca un impuesto sobre las grandes fortunas -la mayor parte de ellas
corporativas- que las gravará por encima de un baremo que para muchos es indecente y
para otros no es menos indecente que el montante total de las fortunas gravadas.
Y además fija
por presupuesto que lo recaudado de ese impuesto irá por obligación a
Educación, Sanidad y Asuntos Sociales. Nadie habla de familia, pero eso es un acto.
El Tribunal
Constitucional francés tumba la Ley de Hollande -al menos momentáneamente- no
porque le importe que se graven mucho las grandes fortunas, no porque le
parezca desproporcionado. Sino porque cree que puede haber un desajuste entre
unas familias y otras a la hora del gravamen, dependiendo de cómo esté
repartida la fortuna entre cada uno de sus miembros. Nadie habla de familia, ni
siquiera de la de los ricos, pero es un acto.
El Gobierno
francés rebaja los transportes públicos, mantiene la inversión en Educación y Sanidad, reduce de otros elementos del Gobierno, la Administración, la
burocracia y el aparato del sistema, eleva las pensiones, aumenta la oferta
pública de plazas en guarderías, fuerza a las empresas con determinado número
de trabajadores a instalar y mantener guarderías dentro de sus emplazamientos,
congela o reduce el IVA.
Nadie habla de matrimonio gay, de aborto, ni de nada por el estilo. Nadie habla de
familia. Pero, claro, esos son actos.
Y ¿cuál es la
diferencia entre la eterna palabra, el verbo repetido hasta la saciedad por
jerarcas purpurados ante altares y feligresías y el acto convencido del
gobierno de aquí al lado?
Pues la
diferencia está a quién va dirigido cada uno, en lo que realmente busca y en lo
que espera conseguir.
Hoy, miles
-quizás el mítico millón de todas nuestras concentraciones y manifestaciones-
escucharán a jerarcas religiosos que no tienen familia, que no han creado una y
que no la mantienen hablar de la familia. Hablarán de ella con muchos objetivos,
pero ninguno de ellos tendrá nada que ver con lo que necesita, precisa o
reclama la familia española de hoy en día, en los tiempos en los que la
economía, mal planteada y peor ejecutada, nos llevó desde el cielo indolente a
la miseria.
Quizás, solo
quizás, yo esté equivocado y mientras sus prelados hablan de familia cristiana,
de matrimonio gay, de aborto decorado, de religión impartida en la escuela y
todo lo que ellos mantienen que está hecho y pensado en favor y en pro de la
familia, las lenguas mitológicas del fuego celestial desciendan sobre las
abigarradas frentes de los que los escuchan
Y se pregunten
por qué un gobierno que dice defender a la familia gasta un centenar de millones de euros
en cada comunidad autónoma en impartir en centros de enseñanza una materia que podía
aprenderse sin coste en cada casa o parroquia mientras obliga a padres y madres
que sobreviven con el agua al cuello a pagar de su bolsillo el transporte, los
libros de texto y el comedor escolar de sus vástagos, poniendo a esas familias
que dicen defender en situaciones económicas que son insostenibles.
Y se cuestionen
el motivo que lleva a un Gobierno que dice defender a la familia a preferir
subir los impuestos a todos los que compran con el IVA, a todos los que
trabajan con el IRPF, a todos los que comercian con el de Sociedades, haciendo
que las familias de todas esas gentes estén mucho peor, antes que cobrarle el
IBI a los jerarcas eclesiales por todas sus propiedades o que a eliminar por
fin los beneficios tributarios o las ayudas directas a toda confesión.
Quizás,
arrebolada por ese hipotético milagro del don de lenguas, la fervorosa multitud
que pide, reza y ora por la familia encuentre un lugar en sus mentes para
preguntarse por qué el mismo Gobierno que dice defenderla poniendo obstáculos
continuos al matrimonio y las adopciones de gais, se dedica a permitir
desahucios a diestra y a siniestra que dejan en la calle a familias enteras con
el único propósito de que los mismos banqueros que hundieron sus entidades
puedan recuperar los pisos y quitarse el tóxico de sus balances pasando el
futuro y la desesperación de esas familias a los activos de ese banco malo que
se lo compra todo.
Tal vez, si ese
milagro del pentecostés social se produce en este mediodía de domingo de ritos
y rezos por la familia, se pregunten por qué sus ínclitos purpurados defienden
a ultranza a este inquilino de Moncloa por maquillar el aborto y costear los sueldos de sus
profesores de religión y sacerdotes, mientras mandan callar a un buen puñado de
curas que criticar al gobierno que nos hemos buscado por aumentar la miseria a
pasos agigantados, no apoyan a obispos que se escapan de la foto de grupo y
boicotean desahucios o exigen a sus superiores que destinen mucha más dinero a
Cáritas y la ayuda social y menos a macro botellones de rezos y de fe como el
de este mañana.
O por qué sus jerarquías
tan acostumbradas a meterse en leyes y política, callan ahora cuando las
medidas del Gobierno que ha recuperado la religión en los colegios están
destruyendo el tejido social y asistencial de todo un país y, por ende,
atacando de frente a sus familias.
Quizás se
produzca el milagro de que en lugar de bajar la mirada contrita hacia los
suelos o elevarla trémula y arrebatada hacia los cielos, simplemente la fijen
en el frente y descubran en el reflejo del país vecino que no dice defender a
la familia como son y han de ser las acciones y actos que de hecho la
defiendan.
Aunque no crean
en su dios como principio y tengan religión en sus escuelas, ni le paguen el
sueldo a sacerdotes, ni prohíban casarse a los homosexuales ni decoren las
normas del aborto.
Pero como mi
endemoniada increencia me impide confiar en los milagros por muchos prelados
que se junten en un sitio, quizás sea posible que hagan otra cosa más práctica.
Que, mientras
esperan que todo se organice, echen un vistazo a las páginas del BOE y los
boletines oficiales de las Comunidades que están bajo la férula del recorte
inconsciente del PP.
Y que busquen en
ellas cuantas ayudas, aportaciones, subvenciones o dadivas del PP recibiría una
familia compuesta por una adolescente que se quedó embarazada de un padre que desapareció
sin hacerse cargo del mantenimiento de su vástago y que reside, desahuciada y
sin casa, en un corral abandonado, acompañada por un hombre que se intenta
hacer cargo del pequeño, aunque no es hijo suyo y no tiene relación parental
alguna con el crío.
Que analicen
cuantas subvenciones recibiría la unidad familiar cuando el hijo, algo más
crecidito, abandonará el seno familiar para formar una especie de comuna y
fuera saludado y besado en los labios por su primo, alguien que bordea la
esquizofrenia pero sin apoyo sanitario gratuito ninguno y que pasea semidesnudo
por las laderas de un río.
O cuantas
subvenciones podría solicitar para, en plena furia anticlerical, emprenderla a
golpes y latigazos contra las jerarquías, mientras su madre y los hijos de su
segundo matrimonio -uno de ellos de nombre Juan y adicto a los psicotrópicos
que crecen en la isla de Patmos- le siguen por doquier pidiéndole que regrese
al hogar.
Y cuando se den
cuenta de que ni el Gobierno del PP apoyaría en nada a esa familia, ni los
jerarcas de su iglesia querrían saber nada de ella como modelo de familia
cristiana, que miren al belén.
Porque, diga lo
que diga el obispo, el papá o toda la curia purpurada vaticana, con mula y buey
o sin ellos, el belén representa a ese tipo y modelo de familia y no a ninguna
otra que el clero hispano quiera seguir defendiendo de palabra y sin actos.
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