Acuciados por lo nuestro, que no es poco, hace tiempo que
nos cuesta mirar más allá de nuestras fronteras. Como mucho echamos un vistazo
rápido a nuestro Occidente Atlántico para ver qué se nos viene encima desde
Berlín, cómo se lo monta Monti -y valga la aliteración casi cacofónica- por la
parte que nos toca o como intenta salir del paso Francia para conseguir los
resultados que aquí no se logran haciendo justo lo contrario de en lo que
insiste nuestro Gobierno.
Pero mirar más allá nos es difícil. Por eso hemos
anquilosado en nuestras referencias el conflicto sirio, por eso lo hemos
convertido en una más de esas guerras enquistadas que se solucionarán algún día
y que por lejanas se nos hacen baldías.
Por eso, mientras discutimos aquí, en la enésima cortina de
humo levantada por el ministro Wert para ocultarnos sus recortes y su política,
sobre si ha de haber o no ha de haber religión en las aulas, dejamos pasar el
mejor ejemplo, la mejor expresión que nos serviría para enfrentarnos a ese
problema: La guerra de Siria.
Aún creemos que a Siria la está matando EL Asad o incluso
que la están matando los rebeldes, aún pensamos que el conflicto depende del
apoyo de Irán, Israel -curiosamente aliados está vez en apoyar al dictador- al
régimen o del apoyo de la comunidad internacional a los rebeldes.
Aún creemos que a Siria la están matando las armas químicas,
los bombardeos a las panaderías, las venganzas de los rebeldes o las oleadas de
refugiados que ya casi ni siquiera tienen donde escapar.
Pero hace semanas, meses, que a Siria, al orgulloso otrora
califato de Damasco, la está matando otra cosa. La está matando la religión.
Y eso es mejor ejemplo que cualquier inversión en aulas o
profesores de religión, que cualquier irrelevante discurso sobre la izquierda y
el cristianismo en el blog de la ínclita Aguirre o que cualquier declaración
satisfecha de la Conferencia Episcopal, sobre el valor pernicioso de la
religión estructurada en una sociedad.
Los salafistas -lo más acérrimo del yihadismo más pernicioso
y contumaz- se infiltran entre las huestes de la revolución, entre los
batallones de rebeldes que en todo este tiempo no habían hablado de religión
para nada, no habían recurrido al verde el islam en sus pendones y estandartes
sino al rojo de su nación, no habían hablado de Corán sino de Constitución, no
habían hablado de Sharia sino de derecho internacional.
Y eso divide, desvía, entorpece la rebelión de un pueblo
contra el dictador, les impide fijar el foco en lo importante. La intenta
cambiar de rumbo, fanatizarla, hacerle buscar lo que no quiere buscar. Intenta
que Siria cambie la dictadura de un hombre por la de un dios.
Los rebeldes sirios no pasan demasiado por el aro.
No en vano tienen entre sus referentes históricos de antigua
grandeza y poderío -¿qué país no los tiene, por desgracia? a aquel que, tras
vencer abrumadoramente a los cristianos en las puertas de Jerusalén se negó a
permitir al Mullah de turno atribuir la victoria a su dios invisible con la admonitoria,
probablemente mitológica y seguramente retórica pregunta de "¿Cuantas batallas había ganado Alá
para vosotros antes de que yo me pusiera al mando de estos ejércitos?".
No en vano su héroe mítico es aquel que, pese a ser el único
hombre al que todo el islam de su tiempo ha reconocido a lo largo de la
historia como Califa -autoridad religiosa y civil al mismo tiempo- impuso la
pena de muerte para todo aquel que en Damasco y sus dominios violentara o
matara a un hermano del libro.
No en vano una estatua de Salāh ad-Dīn, conocido en este nuestro occidente como Saladino,
decora el centro mismo del casco antiguo de Damasco.
Pero los salafistas no entienden de eso, no quieren
entenderlo, la religión -su mal entendida religión- les ciega. Ellos no quieren
revolución, quieren falsa yihad. Ellos no quieren democracia, quieren sumisión
religiosa. Ellos no quieren libertad, quieren poder.
Y cuando la religión ataca, se infiltra y disocia a los que
luchan de sus auténticos objetivos, sus enemigos la contrarrestan con más
religión.
El fuego religioso que devora cualquier sociedad, se combate
con el mismo fuego.Así la sociedad acaba doblemente calcinada.
El Asad, el dictador que ve como las filas de su ejército
menguan, como sus pilotos desertan, como sus ministros -arribistas perecederos,
como todos los ministros de un régimen dictatorial- se escapan, arma a los
cristianos.
Una minoría de casi un 10 por ciento de la población que
nunca ha tenido problemas para desarrollar su religión, que nunca se ha visto
perseguida ni acuciada religiosamente.
Hace meses esa minoría estaba tan dispuesta a enfrentarse al
dictador como cualquier otro sirio que estuviera harto de lo que suponía el
régimen de El Asad en el país, como cualquier otro sirio que quisiera evitar
que su miseria y su falta de libertad fuera consentida por occidente
simplemente porque el que se sentaba en el sillón del poder había llegado a un
acuerdo de ser en la práctica un estado tapón para proteger a Israel, aunque
mantuviera la imagen de enfrentamiento armado con ella en el Golán y Líbano.
Pero la religión ha cambiado eso.
Ahora el dictador se une a los jerarcas cristianos del país,
que nunca le condenaron del todo, arguyendo precisamente ese buen trato a los
cristianos –que no era algo de EL Asad, sino de la evolución histórica siria en
su conjunto- y utiliza la baza de los salafistas
para infundir el miedo en los cristianos a la Sharia, a la persecución, les
entrega armas, les manipula para que luche a su favor porque él no les ha hecho
nada y los salafistas amenazan con exterminarlos o al menos someterlos a una
presión insoportable.
¿Qué arma hubiera tenido El Asad para manipular a los
cristianos sirios -caí los más antiguos del mundo- sin la religión?, ¿qué
herramienta hubiera podido utilizar para acercarles a su bando?, ¿qué palanca
podría haber utilizado para forzar su miedo?, ¿Qué excusa hubieran tenido los
obispos damascenos para justificar su velado apoyo a la permanencia del
régimen?
La respuesta es: ninguna.
Por un lado y por otro la religión, la sempiterna y perversa
jerarquización pública de los sentimientos religiosos que deberían quedarse en
lo íntimo y personal, está sirviendo para matar a un pueblo.
Para matar a los sirios porque les impide unirse contra el
que les asesina, para matarles porque les conmina a defenderse los unos de los
otros en lugar de hacerlo de quien ataca a ambos, para matarles porque les
obliga a luchar por su fe y no por su libertad.
Dejo a los creyentes en uno y otro ser invisible la
disquisición sobre cuál de los dos cultos tiene más culpa, sobre cuál de las
dos religiones sociales tiró la primera piedra, sobre cuál de las dos creencias
es más culpable.
Eso también forma parte del juego perverso que los jerarcas
religiosos de cualquier religión juegan para matar y someter sociedades.
El mismo juego de enfrentamiento y división al que juega
Wert, al que juega el laicismo agresivo, al que juega la Conferencia episcopal.
Más sangriento, pero el mismo.
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