La mente de un político no funciona
como la de los demás seres humanos. Ese es un hecho que debería asumir el
estudio psicológico y psiquiátrico y crear una nueva categoría de
especialización.
La relevancia mediática, el
mantenimiento en el poder y los réditos electorales nublan su mente y ocupan
su pensamiento con la misma insistencia con las que las realidades alternativas
ocupan las mentes de los paranoicos y la necesidad de sangre invade la consciencia
de los psicópatas.
Pero claro, como en todo hay formas y
formas.
Y toda la jerarquía gubernativa
valenciana es un ejemplo de uno de los peores modos de canalizar esa obsesión
política, de esa disfunción psiquiátrica que parecen padecer los cargos electos
de la Civilización Occidental Atlántica. Empezando por su presidente, Alberto Fabra.
De nuevo nos sirve como ejemplo el
caso de Las Madres de Montserrat a las que en estos días estas endemoniadas líneas
tenían un poco apartadas -que no olvidadas- por mor de otros menesteres reivindicativos.
Las madres y los padres de Monserrat
se han quedado por las decisiones de Educación de la Comunitat Valenciana sin
transporte escolar y ellos y ellas no se han conformado. No solamente se quejan
con marchas, con escritos, con manifestaciones, con encierros sino que,
mientras reblandecen y devuelven a la realidad la mente disociada de sus
políticos, hacen lo que tienen que hacer. Buscan una forma de financiar ese
transporte escolar que haga que sus hijos no tengan que recorrer seis kilómetros
para llegar a la escuela.
Hacen rifas, organizan partidos
benéficos y ponen a la venta un calendario sensual.
Y como no se avergüenzan de lo que
hacen -como quisieran los políticos que les obligan a hacerlo- se van a
vender su calendario a la puerta del Palau de la Generalitat Valenciana.
Dada la belleza interna y externa de
estas mujeres, no es de extrañar que los medios de comunicación se vuelquen con
ellas y de pronto el Presidente Fabra se asoma por la ventana y ve cámaras,
micrófonos, flashes disparados y periodistas de todo tipo.
Y su mente se dispar, sus sueños de
presencia mediática cubren toda su racionalidad, sus necesidades de
mantenimiento en el poder nublen su visión con el color blanco y sepia de los
sufragios.
Y se presenta allí como por
casualidad, como quien en la cosa nada tiene que perder, como el Rey Ricardo
que, recién desembarcado de las cruzadas, se preguntara que está pasando en su
reino, como el homérico Ulises que se encuentra su palacio sitiado por los
pretendientes de su esposa.
Porque necesita salir en todas las
fotos, porque necesita aparecer en todos los papeles, porque le hace falta
ocupar todas las pantallas televisivas.
Y eso es normal, se da por sentado. Lo
que no es normal es lo que hace.
Tiene que elegir entre John FitzGerald
Kennedy y el Conde Duque de Olivares y elije lo segundo. Les compra un
calendario.
Recién llegado a la Casa Blanca, en
1961, el mítico JFK hizo un viaje a Nueva York. Allí se encontró con una
manifestación de veteranos del ejército que se quejaban porque no recibían
atención. Eran los años de las famosas “black
ops” (las operaciones encubiertas) y a esos militares ni siquiera se les
reconocía que hubieran estado en el extranjero quemando cosechas, matando
líderes sindicales y todo lo que hacía Estados Unidos en la década de los
cincuenta para "frenar con el comunismo".
Por supuesto que el ansia de
relevancia mediática de Kennedy le hizo acercarse. Por supuesto que necesitaba
salir en los papeles. Así que se acercó, preguntó, escuchó y sonrió mientras
los veteranos le exigían un centro de atención y le decían que necesitaban
10.000 dólares (de los de entonces) para poner en marcha ese centro.
Hasta ahí Fabra le copia al dedillo.
Las cosas cambian cuando se recuerda
que Kennedy hizo llamar a Kenneth O'Donnell, que ejercía de jefe de Gabinete
sin serlo. Todos esperaban que le hiciera apuntar una cita con los veteranos o
algo así, pero la atónita mirada del ayudante hizo temer otra cosa. Casi
tembloroso el pobre hombre rebuscó en su portafolios y saco la chequera
personal de Kennedy.
Apoyado en una pared, el presidente
extendió un cheque por 11.318 dólares y se la dio a los manifestantes: "no puedo cambiar la ley en un día,
pero mientras tanto vayan tirando con esto", dijo.
Cuando se le preguntó el porqué de la
cifra el estadista respondió "los republicanos
se pasarán meses buscando esa cifra en el presupuesto de Defensa hasta que se
den cuenta de que no pienso cargarla al Tesoro Público". Y siguió
estrechando manos. Seis semanas después una ley federal incluyó a los operativos
encubiertos dentro de los beneficios sanitarios federales.
http://www.calendariosolidarioautobus.com |
Fabra podría haber hecho eso. Podría
haberse acercado acompañado de un bedel, recoger todos los calendarios y
extender un cheque -conformado eso sí, que los dineros privados de los
gobernantes valencianos tienen una tendencia exasperante a emigrar a Zúrich o
Caiman Brac en cuanto se les exige aparecer- y decir "vayan tirando con estos 18.000 euros hasta que encuentre una
solución a su problema".
Entonces hubiera aprovechado su
presencia mediática, entonces hubiera conjugado de una forma positiva sus
necesidades psicológicas de salir en la foto con la necesidad de sus
administrados de que les dé soluciones.
Pero no. Él rebusca en su cartera,
saca cinco euros y compra un calendario.
Posiblemente más cercano por su
ideología a los tiempos gloriosos del Imperio Español, él emula al personaje de
Quevedo -basado, al parecer, el famoso valido real, el Conde Duque de Olivares,
que tras contemplar mendigando en la calle al hombre tullido regresado de los
Tercios de Flandes, le arroja un ducado y recomienda a todos los demás que
cubran con "su cristiana
misericordia" las necesidades de ese "valeroso soldado" al que sus decisiones y sus guerras
habían dejado tullido.
Que en lugar de recurrir a su poder
para solucionar una situación injusta, tira de la caridad para intentar
ocultarla.
Fabra hace el ridículo más espantoso
porque además añade que "volverá a
estudiar su caso" y cree que con eso ha cumplido. Cree que las madres
de Montserrat y los padres de Montserrat pensarán "lo hemos conseguido, va a revisar nuestro caso", desmontarán
el chiringuito y se irán a casa a esperar una llamada que nunca llegará, a
conformarse con su magnánima caridad.
Ellas y ellos buscan la justicia de
John FitzGerald, no la caridad de Gaspar de Guzmán y Pimentel. Y seguirán luchando
porque saben que Fabra como mucho estudiará con atención el calendario, pero no
su política de recortes educativos.
Ganarán su justicia, no se conformarán
con la caridad de Alberto Fabra.
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