Yo les conocí, Horacio…
Eran mentes brillantes e infinitas, sentimientos radiantes y
encendidos, incapaces de albergar en sus jóvenes almas la envidia por el genio,
el resentimiento silencioso y culpable contra aquellos que, siendo sus iguales
en luz y en intelecto, les resultan distintos, lejanos, diferentes.
Yo les conocí, Horacio… Lo hice antes de esto, lo hice antes de ti.
Antes de que discursos y arengas matutinas arrasaran su blanca
valentía de saberse distintos mudándola en el oscuro miedo a no ser excelentes.
Antes de que órdenes locas y cazas insistentes de las voces
dormidas y las quejas gritadas, trasformaran el arrojo de hacerse compañeros y
amigos en el ciego mutismo de fingirse adláteres rastreros, lisonjeros serviles
y obsequiosos ronceros ante ojos ocultos
en las sombras culpables y voces de espías delatores susurradas en mitad del silencio.
Yo les conocí, Horacio… Y lo hice antes de esto. Lo hice
antes de ti.
Siendo uno de ellos, llevé sobre mis hombros el peso de sus
quejas calladas, grite con mi garganta el atronador sonido de tristes
injusticias que ellos soportaban y ahora su vista me llena de horror y oprimido
el pecho me palpita.
Porque yo les vi, Horacio… Y ahora, cuando les miro, solo te
veo a ti.
Al pequeño jerarca, al ínfimo edecán palatino, aplastado por el peso infinito de una mediocridad
que le amarga la boca y le ofende el olfato
con el hedor podrido de este rango alcanzado en una vida entera de cambiar los
logros no alcanzados por la servil adulación del poderoso.
Veo al hombre, turbado y retorcido por no ser lo que quiso,
por no nacer tocado por las gracias y musas. Arrojado entre gentes que, con
solo pensarlo, le superan en todo. Envidioso del genio de las mentes que han
caído en sus manos, incapaz de vestirlas con los tules y sedas que las hagan
hermosas, empeñado en cubrirlas con los burdos sayales del temor y la duda para
no tener que ver con su torva mirada como, al iniciarse cada nueva jornada en
el eterno ciclo que el que tiempo nos conduce al futuro, todas y cada una le
ocultan con su brillo, le queman con su luz, le empequeñecen con su grandeza.
Y no observo al maestro, vislumbro al carcelero. Y no atisbo
al mentor, descubro al inquisidor.
Y no contemplo al rey, solo advierto al bufón.
A aquel que esconde la cojera doliente de una mente carente
de argumentos tras el escarnio público de quienes le desafían, que disimula la torcedura
anómala del esqueleto de sus razonamientos tras la burla cruel de aquello que
tanto le supera que le hace despreciarlo.
Ahora, falto ya enteramente del músculo que te obliga a
pensar, y anquilosado aquel otro que te mueve a sentir, ni aún puedes ya reírte,
Horacio, de tu propia deformidad, de tu misma inconsistencia, de tu anunciado,
buscado e infinito fracaso. Tan solo puedes intentar que todos lo compartan
Por eso, Horacio, ahora cuando les miro no veo lo que son,
recuerdo lo que eran.
Recuerdo que eran germen de pensadores, ideólogas, artistas,
polemistas y sabias; recuerdo cuando eran discípulos, alumnas, estudiantes, buscadores deciencia y nuevos creadores.
Por eso cuando les miro, aunque observe tras de ellos la
sombra tenebrosa de lo que la arrogancia del inepto planea hacer de ellos, aún
veo a mis amigos, no veo a tus hoplitas; aún los veo como fueron cuando el destino
hizo que fueran mis compañeros y no les reconozco como lo ilotas silenciosos y tristes en los que
tu miedo difundido y tu falsa excelencia le ha hecho convertirse
Dime una cosa, Horacio ¿Crees tú que Sócrates, Platón,
Aristóteles, Hipatia o incluso el viejo Tales, metidos bajo de la tierra,
tendrían esa forma horrible que tú has desarrollado aún estando siguiendo en la vida,
desprenderían el hedor nauseabundo que esparces por el mundo?
Ha de ser que no, ¿verdad Horacio?, Loenidas quizás, Jerjes seguro Pero ellos, los antiguos maestros, no.
Ellos gustaban de enseñar y ansiaban aprender.
Yo no les conocí, Horacio… Pero cuando te miro a ti, nunca
les veo a ellos.
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