Hacen chistes sobre ella -que no se consideran motivo de dimisión, por cierto-, periodistas escriben sobre ella, psicólogos explican su comportamiento en televisión y nadie ve o quiere ver lo evidente.
Se llama Rachel Dolezal y decidió hacerse pasar por negra e Estados Unidos.
Sé que va a sonar duro pero es una opinión muy personal. Nadie de los que hacen chistes, escriben sobre ella o analizan su psique puede interpretarla. Todos son blancos.
No se trata de Sir Richard Burton, que se hiciera pasar por árabe para poder conseguir el cuestionable logro personal de engañar al Islam y ser el primer no musulmán que entrara en La Meca; no se trata de esas escritoras novecentistas que elegían un seudónimo masculino para poder triunfar en la literatura y ni siquiera de las probablemente miles de personas que a lo largo de la historia han decidido ser lo que no eran para sobrevivir o medrar.
A ocultar genealogías judías en la Alemania aria o en la España de los Austrias mayores y menores, a inventar antepasados aristócratas, a alisarse el cabello en los Estados Unidos de después de la Guerra de Secesión y la emancipación de los esclavos.
Dolezal ha decidido formar parte de los escalafones inferiores de la cadena alimenticia social en su país. Lo ha hecho para descender, no para ascender.
Y la única respuesta que se me ocurre a la pregunta que la Ámerica Blanca se hace es la que da un personaje excelso interpretado de forma casi mediocre por Keanu Reeves en una de las películas de Ciencia Ficción que deberían estudiarse también en las escuelas: Matrix.
Porque lo ha elegido. Y la entiendo.
La entiendo porque mi madre una inteligente mujer blanca madrileña nacida en Chamberí -como todos los madrileños, por cierto- que se casó con un negro guineano a despecho de todo lo que todos le decían me obligó a ver Raíces, la serie de Kunta Kinte, -otra serie que debería ser puesta en las escuelas-. Y la vi llorar de vergüenza por lo que su raza le había hecho a la raza del hombre al que su corazón le dijo que amara. Y la vi contemplar con esperanza la posibilidad de que el esclavo escapara, de que volviera a África, de que alguien le hiciera al fin justicia.
La entiendo porque la primera vez que escuché a mi abuela decir "no te preocupes, no pareces tan negro" la rabia me corroyó hasta las entrañas, porque cada vez que alguien me pregunta con la boca pequeña, como si temieran la respuesta, "¿De dónde eres?" yo contesto "De Granada. Y a la segunda pregunta que quieres hacer, sí soy negro, mi padre era de Guinea Ecuatorial".
La entiendo porque yo también, pudiendo intentar otra cosa, he elegido ser negro.
Y estoy orgulloso de los amigos que me hacen bromas por ello, de los compañeros que me saludan fingiendo desprecio por mi raza para hacerme saber que me la reconocen, de las mujeres -todas blancas, lo siento por los que tienen terror al mestizaje- que me aman y amaron pese al elevado índice de melanina en las células epidérmicas de mi piel, de los hijos que tuve y que no renuncian a su condición racial pese a que está tan diluida que podría fingir que no lo son.
Claro que entiendo a Rachel Dolezal. La entiendo y la admiro.
Como entiendo y admiro a todos los que eligen quedarse con los que parece que no tienen posibilidad alguna de ganar, que se hayan puesto en la piel del os que sufren, que hayan optado por quedarse en el frente de combate que tiene todas las de perder.
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