Hay conceptos que, aunque parezcan
inmutables, racionales y lógicos, que aunque se definan de una manera que
pretende aglutinar todos los pensamientos siempre se escapan y se convierten en
algo que no debería ser lo que la colectividad tenía en la cabeza cuando se puesto
a definirlos.
Uno de esos conceptos es la
justicia, tan estable en su idea básica como mudable para todos en su forma de
aplicación, de desarrollo e incluso de ejecución .en todos los sentidos-. Y si
esa justicia cuenta con Alberto Ruiz-Gallardón como ministro al cargo su
capacidad de mutación se vuelve continua y constante.
Gallardón -como siempre, no nos
engañemos- pretende jugar a dos bandas, pretende ser el bueno de la película,
ser a la vez el pistón necesario para que la maquinaria gubernativa del PP
consiga sus fines y la sordina para que aparente una moderación que es lo
último que e encuentra en estos días por los pasillos de Moncloa.
Pero en el Gobierno eso le resulta
difícil, se le antoja imposible. Su ley de justicia gratuita no sirve ni de
lejos para compensar sus tasas recaudatorias en procesos que van desde los
divorcios a los recursos a los despidos, su maquillaje de la ley del aborto
-porque cambiar, por más que griten y peroren determinados entornos, no ha
cambiado nada-, no equilibra ni por concepto ni por desarrollo su invento de
las condenas perpetuas revisables que dejan en manos de individuos elegidos por
el ejecutivo la libertad o la condena de un individuo, que puede llegar a no saber
cuánto tiempo se extenderá su condena.
Y ahora la emprende con otro
concepto que ha definido la justicia desde que la definición de está fuera más
allá de la voluntad de castigo del poderoso: los derechos del juzgado, la
presunción de inocencia.
Gallardón proyecta una ley en la
que se podrá imponer el silencio informativo sobre determinados procesos
judiciales para garantizar los derechos del juzgado.
Y dicho así no puede ser malo, no
existe perversión ninguna en la definición. Por más que los vendedores de morbo
y de víscera se quejen, no lo hay, por más que, al grito de censura, censura,
se alcen las secciones de política y sucesos de los diarios y los programas
televisivos de víscera en rojo y negro, no puede haberlo.
Porque, aunque nos moleste, aunque nos
incomode, aunque nos quite nuestro entretenimiento favorito que es convertirnos
en jueces sin toga, jurados sin citación y fiscales sin oposiciones aprobadas,
la presunción de inocencia de un reo debe prevalecer sobre la supuesta libertad
de expresión que supone la información sobre el proceso.
En un país en el que la autorregulación
de los medios de comunicación no existe porque ninguno adopta una sola medida
que perjudique sus cuentas de resultados en beneficio de su ética, en un país
en el que se permite que manifestaciones multitudinarias reclamen desde
Córdoba a Vigo, desde Madrid a Sevilla la cabeza de personas que ni siquiera
están procesadas por el delito del que los medios les acusan y las poblaciones
les sentencian, en un país donde se filtran y se publican todos los días datos
de procesos judiciales a menores que de hecho están protegidos por la ley, en
un país como el nuestro, donde el morbo y la audiencia manda por encima de todo,
la presunción de inocencia no existe.
Así que los que más protestan ahora
por esa ley, los que más acusan a Gallardón de traer de vuelta la censura, son
los que le han dado la excusa perfecta para hacerlo.
Y da igual que sea un político
corrupto, da igual que sea una persona acusada de violencia de género, da igual
que sea alguien acusado de abusos con menores o de un asesinato.
Da igual que la sociedad prefiera
condenar al más cercano para sentirse tranquila y seguir con su vida, da igual
que necesitemos ponerle rostro al miedo, darle nombre al pánico, fijar y darle
una dirección física a nuestros más profundos temores. Un acusado tiene
derechos. Vamos, hasta un condenado los tiene.
Y carece de sentido que los jueces
levanten los secretos de sumario de crímenes porque se han filtrado a la prensa
en lugar de perseguir y castigar a quien los ha filtrado. Y no tiene sentido
que los periódicos y las televisiones nos desgranen los informes policiales
bajo secreto de sumario, nos expliquen los informe psicológicos de menores
protegidos por la ley, nos transcriban declaraciones completas que solamente
podrían estar en poder de las partes involucradas en el proceso.
No tiene sentido alguno que se
permita a esas partes difundir, filtrar o directamente publicar lo que les
conviene para generar en las calles un proceso paralelo que beneficie sus
intereses en el proceso a través del mantenimiento de un proceso paralelo que
la ciudadanía cree tener derecho a hacer cuando en realidad no tiene ninguna
atribución para ello. Cuando en realidad nunca nadie le ha dado ramo para este
baile.
Porque ni los periódicos, ni las
televisiones, ni los sempiternos juzgadores populares de taberna y mercado
tienen parte en un proceso judicial. Porque esa supuesta censura de
informaciones no altera en nada el proceso. Porque la obligación de claridad de
un proceso, el Habeas corpus y el resto de las figuras jurídicas que pretenden
salvaguardar la legalidad de un proceso no se inventaron para los programas o
las páginas de sucesos, no se idearon para las aglomeraciones ciudadanas que
han elegido su inocente, su víctima y su culpable a través de las declaraciones
de falsos expertos y de las imágenes viscerales de la televisión. Esas
garantías se inventaron para las partes del proceso.
Así que, técnica y éticamente,
mientras las partes estén informadas de todo lo que ocurre en ese proceso,
mientras no se les oculte ningún indicio, ninguna prueba, ninguna diligencia ni
ninguna acusación, la garantía de legalidad del proceso está garantizada, la
libertad está garantizada, los derechos del reo se cumplen.
Y prohibirles la difusión de ese
material, prohibirles difundirlo para conseguir el apoyo popular a través de
los medios de comunicación, prohibirles arrojar carnaza a las pantallas y
sangre a las páginas de sucesos no atenta contra la libertad de nadie, no
atenta contra los derechos de nadie.
Porque los medios de comunicación
no tienen derecho a ser tribunales de justicia, fiscales o acusadores y las
audiencias no tienen derecho a ser jueces o jurados.
Es así de simple.
Y una vez más esa falta de
responsabilidad tan occidental atlántica que nos hace anteponer nuestras
necesidades -en este caso la de castigar al culpable, aunque sea imaginario- a
lo que sabemos que es justo y ético y que además es un derecho que reclamamos
para nosotros aunque no se lo concedamos a los demás -la presunción de
inocencia- le ha dado al sinuoso Gallardón la posibilidad de crear una ley que
luego utilizará para sus fines políticos.
Que utilizará para que nadie sepa
qué se cuece en los juicios por corrupción, que utilizará para que fiscal y
acusado -que serán del mismo partido político- llegue a apaños que minimicen el
impacto e incluso archiven el proceso.
Seguirá permitiendo el tradicional
proceso occidental de la crucifixión pública del acusado de los más atroces
crímenes, mientras invocará la ley para proteger a los suyos, a sus corruptos,
a sus hacedores de cohechos, a sus nepotistas.
Y es nuestro gusto por la
crucifixión pública y popular lo que le ha permitido echarse a la espalda la
justificación de esa ley y la única manera que tenemos de quitársela es
comportarnos como ciudadanos responsables, como verdaderos defensores de la
justicia y dejar nuestras vísceras en casita cuando un caso como el de los
niños cordobeses, Marta del Castillo o cualquier otro salte a la actualidad,
privarnos de nuestros juicios populares de manifestación, pancarta y grito
trágico y esperar a que la justicia, la de verdad, decida para considerar a
alguien culpable o inocente.
Lo único que impedirá que Gallardón
se sienta justificado es que los medios de comunicación dejen de escudarse
legalmente bajo un "presunto" colocado ante cualquier palabra sin
orden ni concierto y se refugien en la ética de respetar la justicia, sus
procesos y sus tiempos para asegurar el derecho que todos tenemos a no ser
culpables antes de que un juez diga que lo somos.
Pero, como siempre, ya es demasiado
tarde.
Nuestra necesidad patológica de
crucificar en la plaza pública a criminales le ha dado al ministro y a su ley
la excusa perfecta para proteger del escarnio público -y quizás del castigo- a
sus corruptos.
Tenemos que felicitarnos por ello. Hay
que estar orgullosos. Nos hemos jodido a nosotros mismos.
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