Que los actuales gobernantes de este país han iniciado
un camino que nos retrotrae a tiempos pretéritos es algo que pocos están en
condiciones de negar. Y por pretéritos no se refiere uno siquiera a esos
tiempos en los que todo el mundo piensa cuando en España se habla del pasado,
sino mucho antes. A esos tiempos en los que el trabajo te ligaba a la tierra y
a una servidumbre de por vida sin futuro ni expectativa alguna de mejora.
Y claro si se quiere llevar a todos los ámbitos esa
circunstancia para que unos generen riqueza y otros pocos, muy pocos, la
disfruten, lo lógico es que se quiera hacer lo mismo con los medios de
comunicación, que se les quiere revertir a otro momento, a un estadio anterior:
a la servidumbre, a la dependencia absoluta de un poder que, aun en el siglo
XXI se cree emanado de la voluntad divina, no de la popular, se cree en la
disposición de no dar cuentas a nadie de sus actos, se cree en el derecho de
hacer lo que haga falta para perpetuarse sine die.
Y por todo ello y porque los demás no están en ese
juego, porque la sociedad ya no traga sin rechistar como antaño hiciera con el
derecho divino de los reyes o con la servidumbre como como el orden natural de
las cosas, hay que hacerlo en silencio, con el menor ruido posible.
Por eso no se debate, ni se debatirá el ERE de
Telemadrid en la Asamblea de la Comunidad. Los representantes de aquellos a los
que sirve o debería servir una televisión pública no podrán preguntar qué está
pasando, cual es el motivo que lleva a despedir a novecientos trabajadores, qué
criterios se han utilizado para incluirlos en el ERE o, lo que es más
peligroso, qué criterio se ha seguido para no incluir a los que no se ha
incluido.
Porque si alguien pregunta tendrán que explicar porque
están dentro de la lista de despedidos miembros del comité de empresa mientras
que otros, en situaciones laborales prácticamente idénticas se han mantenido en
sus puestos, porqué un día después de los despidos ya estaban en condiciones de
contratar -y pagar por ello una buena cantidad- alquilando todos esos servicios
a Telefónica, porque se eliminan categorías enteras de puestos de trabajo que
se contratan a terceros un día después del despido masivo.
Así que es mejor que no pregunten para no tener que
contestar.
Es mucho mejor intentar acallar las continuas
protestas de los trabajadores utilizando su recuperado tiempo de emisión para
tildarlos de traidores, de agresores contra la empresa, para dar pábulo a todo
tipo de falsas acusaciones contra ellos voceadas por supuestos expertos que
intentan apagar con su discurso ideológico y radicas de apariencia mesurada el
clamor de justicia de los gritos y manifestaciones de los trabajadores.
Hay que trabajar en silencio, sin hacer ruido, sin que
la Asamblea arroje luz y envíe taquígrafos sobre las motivaciones de ese
despido que no es otra cosa que una purga masiva, que una deportación a las
tierras baldías del desempleo y la falta de recursos de todos aquellos que no
quieren participar en la regresión a los tiempos serviles que los actuales
inquilinos de Moncloa y sempiternos arrendatarios de la Casa de Correos tienen
diseñada para nuestro país.
Y por eso no se puede debatir, no se puede hablar de
ello. Es algo que no puede hacerse públicamente, aunque sea público y notorio,
de lo que no puede discutirse, aunque todo el mundo hable de ello. Es una
decisión tomada de la que solamente se susurra en los pasillos, se habla en voz
baja en despachos cerrados, de la que nadie debe saber las formas ni mucho
menos los fondos. Nadie se responsabiliza de ella, nadie la explica, nadie la
defiende.
Algo tan viejo como los gulags soviéticos decididos en
Lubianka, con los comisarios del régimen eligiendo sobre listas cirílicas quién
embarca hacia el destierro y quién era fiel al partido; tan viejo como la
expulsión de los judíos de España, con los inquisidores decidiendo qué judío se
quedaba y se convertía a cambio de un buen precio y qué judío se marchaba. Tan
antiguo como una crucifixión.
Por eso hay que callar, no hay que hablar de ello y
cuando se habla hay que mentir o falsear el tono.
Por eso el portavoz adjunto del Grupo Parlamentario
Popular en la Asamblea de Madrid, Álvaro González, se atreve a decir que "le preocupa Telemadrid".
Claro que le preocupa.
Le preocupa que se sepa a las claras que lo que se ha
hecho en Telemadrid es mantener el sueldo de los amigos, de los adláteres y de
los sicarios y cambiar el sueldo de todos los demás por el dinero que se
gastará en beneficiar a otros adláteres, parientes y socios con adjudicaciones
a dedo y contratos de servicios millonarios -como el que seguramente ya ha formado
Telefónica-.
Le preocupa que un debate pueda dejar tan claro lo que
ha hecho que los tribunales se lo paralicen, como hicieron con el ERE de la
Televisión Valenciana, que se esfuercen y concentren en encontrar
arbitrariedades -que las habrá a cascoporro-, que les saquen las vergüenzas,
les encarezcan el coste de las deportaciones y les obliguen a dar
explicaciones.
Claro que les preocupa.
No vaya a ser que, como ya pasa con la también
dinamitada por influjo político TVE, el Consejo de Europa ponga sus ojos sobre
ellos y les avise de que la injerencia política en los medios no es de recibo
allende nuestras fronteras -salvo en los países como Bulgaria, Rumanía o Serbia
o Ucrania, todos arrastrando los restos del más puro comunismo de corte
estalinista, que curioso-, que Europa no ve bien que los gobiernos hagan
siervos a sus ciudadanos y pregoneros a sus informadores.
Porque si todo eso se sabe y queda claro -aunque ahora
se intuya- Telemadrid, los fieles y leales que aún quedan allí, los colocados
en puestos y cargos con sueldos millonarios que aún viven de ella, no podrán
hacer el trabajo que se les ha encomendado.
Porque la propaganda cuando se sabe que es propaganda
nunca surte el efecto deseado. Más bien es todo lo contrario.
Y para ellos
Telemadrid solo puede y debe hacer propaganda. Ha de ser la pregonera de la
servidumbre.
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