Como suele
ocurrir cuando miramos a otro lado, las cosas se desarrollan a nuestras
espaldas, los hechos ocurren y cunado queremos girarnos a ver qué está pasando
nos encontramos con sorpresas, con giros inesperados y con reacciones que no
podemos comprender.
Eso está pasando
en Mali.
De pronto a
nuestros informativos y nuestros periódicos saltan imágenes de elegantes cazas
de combate franceses -estos franceses son capaces de dar sa veu affaire hasta a los aviones de combate- sobrevolando tierras
medio desérticas en Mali, nos sorprenden instantáneas de tipos embozados
montados en todo terrenos con armas antiaéreas en el regazo y actitud de pocos
amigos. Repentinamente, la guerra viene a visitarnos a nuestras pantallas.
No es que alguna
vez se haya ido de África, no es que la mayor parte de sus países no estén de
un modo u otro casi permanentemente en guerra. Es que esta es diferente.
En esta
participamos nosotros, participa ese occidente incólume y atlántico que, como
diría el poeta catalán, se tira de los pelos pero para no ensuciar acude a
cagar en casa de otra gente.
Y nada más ni
menos que Francia, un país no dado a las intervenciones militares desde sus ya
míticos desastres argelinos e indochinos, allá en pleno Gaullismo desatado y
patrio
Y parece que la
guerra empieza ahora, parece que ahora que los avienes galos ametrallan las
columnas rebeldes y los soldados franceses se pasean por Bamako es cuando la guerra
haya empezado.
Eso es lo que
creen los que rescatan las proclamas contra el colonialismo revivido y los que
alzan los brazos al cielo con regocijo ante una operación que frena el avance
del yihadismo más radical y pariente directo de los talibanes afganos.
Pero no así. La
intervención occidental en ese conflicto que casi ni comprendemos porque nos
hemos mantenido de espaldas a él empezó mucho antes.
El 17 de enero
del año pasado -ya me he habituado a que la fecha de mi nacimiento esté siempre
inexplicablemente ligada al estallido de conflictos bélicos (abstenerse de
comentar augures, terroristas y demás)- empezó la guerra de Mali.
En unas pocas
horas los Tuaregs, un pueblo acostumbrado a las campañas rápidas tomó todas las
ciudades importantes de la zona norte del país y tomó Ménaka y, al día
siguiente, Aguelhok y Tessalit. Proclaman el Estado de Azawad.
Y ahí empezó la
intervención occidental atlántica en este conflicto. Empezó como empiezan todas
las intervenciones de esta civilización nuestra que cada vez se parece más a sí
misma en sus sucesivos procesos de decadencia.
No fue porque el
pueblo tuareg, tradicional olvidado del reparto africano y su posterior
división postcolonial, no tuviera derecho a reclamar una zona que
históricamente siempre habían controlado aunque sin formar una entidad
nacional, no fue porque el gobierno y el ejército malienses tuvieran una
maquinaria de guerra tan bien engrasada que confiáramos en que resolverían el
conflicto a su favor.
No hicimos nada
porque los fosfatos, la sal y el colín -reconozcámoslo, ni siquiera sabemos lo
que es caolín- que produzca Mali son mucho menos importantes que el gas y el petróleo
de Libia, que nos llevaron a tomar partido desde el principio. No hicimos nada
porque su renta per cápita de 1.500 dólares anuales a nosotros no nos parece ni
el salario mínimo de un mes, no hicimos nada porque su mijo su arroz y su maíz
no nos sirven ni para la dieta más estricta del más radical de los veganos.
Así que no
intervenimos, en resumen, porque nos importaba lo mismo que a una vaca pastando
ver pasar el tren.
Algunos dicen,
entre ellos el jefe del Estado Mayor para África de los Estados Unidos -como
no- que habría que haber intervenido militarmente entonces. Pero se equivocan.
Habría que haber intervenido pero lo podríamos haber hecho desde nuestros países,
desde los sillones de los ministerios y las sedes diplomáticas occidentales
atlánticas sin riesgo alguno de hombres y armamento.
Hubiera sido tan
sencillo como reconocer el Estado de Azawad.
Miembros del MLNA |
Pero no lo
hicimos y la cosa siguió y nuestra intervención pasiva también continuó.
Los militares
dieron un golpe de Estado y echaron al presidente de Mali y nosotros, salvo las
típicas quejas y reclamaciones por escrito desde los pasillos de la ONU tampoco
hicimos nada. Estábamos demasiado contentos y agotados de haber intervenido en
Libia y haber salvado para nosotros y no para China -aunque eso aún está por
ver- su petróleo y su gas que no nos quedaban fuerzas para nada. Para nada que
nos importara, claro está.
Y esa fue
nuestra segunda intervención silenciosa y pasiva. Porque los militares,
henchidos de orgullo patriótico y con renovadas fuerzas contraatacaron. La
Unión de Estados Africanos les apoyó vagamente mientras les recriminaba haber
aparcado la democracia en Mali y entonces el nuevo estado autoproclamado de
Azawad tuvo que recurrir a lo que no hubiera recurrido si ya fuera un estado
reconocido.
EL MLNA, el
grupo guerrillero que había protagonizado la escisión, controlaba el asunto, se
nutría de combatientes de la reciente campaña Libia, armados hasta los dientes
y con la adrenalina a flor de piel y por entonces, algunos salafistas -los más
violentos, mezquinos y sangrientos de los yihadistas del falso islam- se infiltraban
en sus filas.
Pero ante el
empuje de los militares malienses les abrió las puertas y estos llegaron -de la
misma guerra libia- y de los grupos que llevaban años secuestrando occidentales
en todo el Sahel bajo el paraguas de Al Qaeda del Magreb y tomaron el control.
Cinco meses
después de la revuelta tuareg -que hasta los propios afectados consideraron no
muy cruenta. Incluso dejaron irse a los soldados desarmados del ejército de
Mali- el MLNA combatía en las calles de Gao y de Ménaka y las perdía. Como
perdía Tombuctú, la joya de la tradición y la historia fulani y tuareg en la
frontera entre la África verde del islam magrebí y el áfrica negra de la
tradición tribal que siempre ha sido el Sahel
Miembros de Ansar Dine ¿captamos las diferencias? |
No. Se las
entregaba a los salafistas de la milicia Ansar Dine y los talibanes de Al Qaeda
del Magreb, las perdía ante el yihadismo, dispuesto a hacerse con el poder en
cualquier entorno en el que la religión islámica esté medianamente aposentada.
Los tuareg
volvieron a perder su tierra ante los musulmanes como ya lo hicieran hace siglos
cuando los enviados y las huestes de los califatos árabes llevaron su religión
y su dominio al norte de África.
Y nosotros
seguimos entonces interviniendo por omisión.
Vimos implantar
la Sharia, lapidar a parejas de amantes, cortar manos a ladrones y no hicimos
nada. Contemplamos como los portavoces del nuevo estado pasaban de ser índigos
tuareg a barbudos magrebíes que parecían gemelos ignotos de Bin Laden y
seguimos impertérritos, contemplamos con estupor como amenazaban con hacer con
los mausoleos, los palacios y las bibliotecas -sí, las bibliotecas. En Tombuctú
había bibliotecas mucho antes de que cualquier occidental atlántico pensara en
otra cosa que alimentar a sus cerdos o pegarse con su vecino por un palmo de
tierra- y protestamos airadamente desde la Unesco y nos fuimos a cenar.
Y con esa
intervención por desidia permitimos que una revuelta política y territorial
históricamente justificada y resuelta de una de las formas menos cruentas que
se recuerdan en África -y eso es decir mucho- se transformara en una yihad
furiosa e imparable que cargara contra todos y contra todo
Y ahora, en lo
que ya en realidad es la tercera intervención tuareg -o la tercera guerra maliense,
como quiera llamarse- enviamos nuestros aviones, nuestros soldados, nuestros
helicópteros de combate y todo lo que haga falta para parar a los salafistas, a
los terroristas. Para frenar no a los que establecieron el Estado de Azawad,
sino a los que se ha apoderado arteramente de él. Porque el Estado de Azawad ya
no existe. Desde el pasado mes de junio solamente existe el Estado Islámico de
Azawad.
Y a estas
alturas, hasta el más indolente de los occidentales sabe lo que eso significa.
Porque se dirá
que se interviene para parar el terrorismo, para frenar el yihadismo, para
devolverle la libertad a una población que no la había perdido con el MLNA pero
que sí la tiene suspendida sine die con el control de Ansar Dine y Al Qaeda del
Magreb.
Pero no es así.
No hemos intervenido cuando esa locura falsamente religiosa, arribista y
psicopática ha destrozado a las gentes y los edificios de Tombuctú, Goa o Ménaka.
Hemos intervenido cuando se ha puesto en movimiento y amenaza con hacerse con
todo el control de Mali porque los 7.000 soldados de su ejército -sin sueldo y
casi hambrientos- no se van a poder enfrentar a la flor y la nata de la
violencia intransigente yihadista bien armada y alimentada a costa de los
arsenales perdidos de Gadafi y de las cuentas bancarias de los jeques petroleros
de la península arábiga.
Y ahí si hay
algo que nos importa. Ahí, en el sur del país, cerca de la capital, está el tercer bastión de la producción de oro de
África, que es casi como decir del mundo. Y el oro sí nos importa.
Así que los
helicópteros y los aviones que podían haber bombardeado a los salafistas antes
de que le arrebataran el control al MLNA, que podrían haber acudido en su ayuda
si los hubieran reconocido como Estado, no acuden a salvaguardar Mali. Acuden a
salvaguardar nuestro oro.
Y como siempre
llegamos tarde. Como nos hemos acostumbrado desde que empezamos el decadente
rito continuado de mirarnos exclusivamente nuestro ombligo, llegamos tarde.
Puede que
podamos quitarle el oro que los salafistas necesitan para su eterna yihad
malentendida pero Mali es solamente el ejemplo de lo que hemos hecho y seguimos
haciendo con el mundo musulmán desde el final de la Primera Guerra Mundial.
Por no apoyar
las reivindicaciones territoriales al final nos encontramos en la disyuntiva
entre el apoyo a un dictador -o a un gobierno escasamente legítimo- en contra
de un grupo de furiosos fanáticos religiosos que no piensan más que en su
inventado dios aunque ese dios les escupiría en la car si se los encontrar de
frente en cualquier sitio.
Eso nos estalló
en Irán, en Iraq y en Libia, nos dejó fuera de juego en Afganistán y
Pakistán, nos produce dolores de cabeza en la palestina de Hamás, en la
Siria de El Asad, en Bahréin e incluso ya en Jordania. Y ahora lo reproducimos
en Mali.
El islamismo se
extiende y se implantará en el mundo musulmán. Es una evolución histórica
imparable fruto también en parte -solo en parte- de nuestra forma de organizar
la caída colonial.
La religión es
el único aglutinante social y el único catalítico revolucionario que tienen
esas poblaciones mantenidas en estadios medievales por dictadores en muchos
casos puestos por Occidente o consentidos por él.
Y nosotros en
lugar de intervenir a tiempo para ayudar a la construcción de una política
civil y nacional con un islamismo moderado y democrático -igual que nuestras
sociedades tienen una democracia cristiana moderada y democrática- intervenimos
tarde y lo único que logramos es que el yihadismo furioso -que ya ha eliminado
o cuando menos mermado y exiliado al moderado- se haga más agresivo y gane más
adeptos y más poder tirando de su ya famoso teatro del martirio.
Quizás por eso
ya no nos interese lo de Mali. Lo hemos vito hacer demasiadas veces.
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