sábado, enero 26, 2013

Y Rosell pidió otra reforma para evitar el cambio

Cuando las cosas están como están, cuando hasta los más ciegos, que por ideología o por incapacidad nunca miran en la dirección correcta, son capaces de ver que lo que se suponía que iba a ser el eterno garante económico de nuestra civilización occidental atlántica hace aguas, muy por debajo ya de su línea de flotación, todo el mundo habla de reformas.
Quizás sea porque la palabra cambio les parece excesiva, quizás sea por su mente no acepta la posibilidad del error, de la confusión y prefieren reformar lo que se está cayendo a pedazos que dejar que se derrumbe, allanar el solar y construir algo nuevo con una nueva cimentación completamente distinta. Quizás sea porque en realidad no quieren cambiar nada y prefieren pensar que el sistema -en este caso el económico- se ha corrompido con el uso a reconocer que tenía fallos insuperables de origen que ellos no quisieron o no supieron ver.
Sea por lo que sea, todos hablan de reformas. Hay que reformarlo todo. Y, curiosamente en este país los que más reformas piden, los que las exigen, los que prácticamente convierten su petición en una amenaza profética de desastres, son los empresarios.
Juan Rosell, presidente de CEOE y heredero del malhadado y ya carcelario Díaz Ferrán ha vuelto a pedirlas, ha vuelto a demandarlas como un mantra eterno que siempre tiene un capítulo más, como un vía crucis inacabable que siempre tiene una nueva caída. 
Le han dado todas las reformas que ha querido. Pero siempre hay una más.
Pido la reforma laboral y se la dieron. Dos veces. De un lado y del otro del arco ideológico se la dieron. Y Rosell dice que eso solamente servirá para "ralentizar la crisis en 2013". Pírrica victoria a cambio de tanto.
El presidente de los empresarios afirma que así "podrá competirse  a nivel europeo". Pero se equivoca, como siempre se equivoca porque no sabe o no quiere mirar a donde quiere mirar. La reforma laboral solamente es un abaratamiento brutal, hasta el límite mismo de la servidumbre, de los costes de mano de obra. Pueden decir que es cualquier otra cosa, pueden decorarla con lo que quieran. Pero solamente es eso.
Y eso no sirve. La realidad dice que no sirve.
Nuestros seis millones de parados no nos sirven a nosotros, nuestra destrucción de empresas no nos sirve a nosotros pero la Reforma Laboral no sirve para competir a nivel europeo.
 Porque Alemania, la siempre ejemplar -que no tanto- Alemania tiene ahora mismo unos costes laborales que doblan o triplican los nuestros. Su salario medio es más del doble del nuestro, Por no hablar del de Reino Unido o Luxemburgo y lo detraído en impuestos tan solo es cinco puntos porcentuales más alto.
Y con unos costes salariales infinitamente menores no podemos competir económicamente con Alemania en nada. Así que reducirlos aún más no nos va a permitir competir.
Lo que nos permite es competir con China, es decir, convertirnos en el patio trasero de Europa, donde pueden llevar la producción industrial -de la que nuestras empresas carecen- para que luego vendernos sus propios productos les salga más barato y rentable.
¿Por qué entonces los empresarios españoles creen que nos hará más competitivos? Porque, por hablar mal y pronto, confunden el culo con las témporas.
Creen que mantener su nivel de beneficios es el signo de la competitividad, creen que el hecho de que ellos ganen dinero es el epítome de que su empresa es competitiva. Pero, claro no lo es. Es precisamente su margen de beneficios -tres veces superior al de los empresarios de Reino Unido, Francia o la omnipresente Alemania- uno de los motivos que dificultan esa competitividad, es precisamente su nivel de inversión a largo plazo y reinversión productiva -cinco veces por debajo del alemán y ¿estamos sentados? ¡Once veces por debajo del estadounidense!- lo que impide la competitividad en otro alto porcentaje. 
El coste salarial no puede ser factor porque estando ya muy por debajo de esos países no podemos competir con ellos salvo en el fútbol, el baloncesto y ahora el balonmano ¡Albricias!
Así que, como a Rosell y su gente siguen sin salirles las cuentas piden, exigen otra reforma y claman por la reforma financiera.
Ese fiasco que nos está costando el alma como sociedad y el cuerpo como país se pone en marcha y Rosell mantiene que "es fundamental para que el crédito vuelva a impulsar a las empresas". Y de nuevo falla el blanco por kilómetros.
Porque el nivel de endeudamiento de las empresas de este país supera con creces la media europea hasta el punto de que es considerado uno de los mayores problemas a los que se enfrenta nuestra economía por estamentos e instituciones económicas nada sospechosas de ser quintacolumnistas del peligroso proletariado.
De modo que los cientos de miles de millones de euros sacados de recortes, rescates y destrucciones públicas varias tampoco sirven de nuevo por la misma causa.
Los créditos que piden las empresas no son créditos destinados a la inversión productiva, no son créditos que se fundamenten en una planificación a largo plazo. Sirven para cubrir o amortizar deudas anteriores, sirven para construir una nueva sede megalómana e innecesaria, sirven para conseguir con el nombre de la empresa préstamos personales encubiertos para una nueva casa que lucir o un nuevo coche que enseñar. Sirven para cubrir gastos suntuarios y mantener, sin cargo a los beneficios empresariales, un nivel de vida desmedido.
Y, claro, cuando ve que esa reforma exigida, esa nueva cuenta del rosario de reformas que se exigen para no tener que cambiar, tampoco parece funcionar, Rosell pasa a la siguiente y firma, casi a gritos, que es necesaria una tercera reforma: la del sector público.
Y eso ya no es fallar el tiro. Es equivocarse completamente a la hora de seleccionar el objetivo.
El sector público español es uno de los menos inflados de Europa, es uno de los que menos incidencia tiene en su PIB y aun así... ya sabemos estamos en la cola.
Rosell y los empresarios con el piden que el sector público se privatice no para hacerlo competitivo, no para que genere rendimientos, sino para poder participar en sus beneficios.
Pero eso, aunque les beneficie a ellos, no beneficia a la economía en su conjunto. 
Se privatiza Telemadrid o cualquier otra televisión pública para que empresarios privados puedan beneficiarse de los gastos de esas empresas como proveedores pero ¿eso mejora Telemadrid?, no ¿Eso hace que Telemadrid Canal 9 o Televisión Española pueda afrontar producción propia de calidad que pueda competir con la de la BBC o la de la televisión pública francesa?, no.
Y lo mismo con la Sanidad, con la Educación, con la energía, con todo lo que se ponga por delante. Vuelven a confundir los beneficios empresariales con la competitividad empresarial, vuelven a ignorar que son sus márgenes de beneficio sin modificar, con su nulo interés en la inversión productiva, con su incapacidad absoluta para detraer recursos de sus cuentas corrientes a favor de la siempre tristemente enterrada I+D, por más se privatice el sector público eso no supondrá un beneficio para la economía española.
Y, cuando este gobierno les ha permitido que desgranaran todas las reformas exigidas y pese a todo no han funcionado, cuando les ha dado una reforma laboral que nos deja en el límite mismo del feudalismo, una reforma financiera que les permite recuperar dinero fraudulento sin cargo y sin pena y una reforma del sector público que se lo sirve en bandeja a modo de concesión real de los tiempos del librecambismo colonial, se diría que demandarían una reforma en la investigación y el desarrollo, en la potenciación de la ciencia y el avance industrial, en la prospección de nuevos sectores, de nuevas técnicas.
Pero no. De la boca de Rosell no sale una palabra al respecto -o muy pocas y por cumplir- ¿por qué? Porque eso no son beneficios empresariales. Le da igual que el Gobierno cierre centros de investigación adiestro y siniestro, reduzca o elimine las asignaciones a más de 3.000 proyectos de investigación, reduzca la cuenta a cero de la investigación universitaria.
Porque eso no son beneficios para ellos. Porque, por más que descubran, por más que inventen la máquina perfecta, ellos tendrán que pagar para comprarla, pagar para enseñar a sus empleados a usarla, pagar para adaptar la producción a esa nueva herramienta. Y pagar no está en el diccionario de aquellos que quieren obtener más beneficios sin más gastos y no ver nunca disminuir sus cuentas de beneficios actuales en aras de aumentarlas en el futuro.
Y es aquí, justo donde Rosell se calla, donde deja de reclamar nada, donde no pide una nueva reforma. Porque solamente le queda una por pedir, solamente le queda una por exigir. Y ese camino no lo quiere o no lo puede seguir.
Tendría que demandar una reforma del empresariado español. Es decir un cambio. Un cambio radical. Y para ese viaje nadie le llenaría las alforjas.
Si se quiere reformar el sistema hay que empezar por reformar a los empresarios. Por hacerles partícipes de sus empresas, no solamente de los beneficios que les generan, por romper la cultura del fraude fiscal, del dinero helvético, de la inversión mínima, del pelotazo, de la personalización de las empresas, del caciquismo formal y material, del nepotismo empresarial, de la sacralización de los beneficios..., en un solo concepto: de la irresponsabilidad empresarial.
Y muy pocos de los empresarios españoles podrían pasar la prueba del algodón en esa materia, podrían soportar una reforma en esa línea. Podrían sobrevivir al cambio.
Así que Rosell y sus chicos piden, demandas y reclaman reformas en todo para no tener que reformarse ellos.
Disfrazan con la necesidad de reformas su incapacidad para darse cuenta de que no es la macroeconomía, no son los costes laborales, no es el sistema financiero, no es el sector público lo que está destruyendo o dificultando el correcto funcionamiento del tejido empresarial español.
Son ellos mismos y su insana incapacidad para cambiar.


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