Cuando las cosas están como están,
cuando hasta los más ciegos, que por ideología o por incapacidad nunca miran en
la dirección correcta, son capaces de ver que lo que se suponía que iba a ser
el eterno garante económico de nuestra civilización occidental atlántica hace
aguas, muy por debajo ya de su línea de flotación, todo el mundo habla de
reformas.
Quizás sea porque la palabra cambio
les parece excesiva, quizás sea por su mente no acepta la posibilidad del
error, de la confusión y prefieren reformar lo que se está cayendo a pedazos
que dejar que se derrumbe, allanar el solar y construir algo nuevo con una
nueva cimentación completamente distinta. Quizás sea porque en realidad no
quieren cambiar nada y prefieren pensar que el sistema -en este caso el
económico- se ha corrompido con el uso a reconocer que tenía fallos
insuperables de origen que ellos no quisieron o no supieron ver.
Sea por lo que sea, todos hablan de
reformas. Hay que reformarlo todo. Y, curiosamente en este país los que más reformas
piden, los que las exigen, los que prácticamente convierten su petición en una
amenaza profética de desastres, son los empresarios.
Juan Rosell, presidente de CEOE y
heredero del malhadado y ya carcelario Díaz Ferrán ha vuelto a pedirlas, ha
vuelto a demandarlas como un mantra eterno que siempre tiene un capítulo más,
como un vía crucis inacabable que
siempre tiene una nueva caída.
Le han dado todas las reformas que
ha querido. Pero siempre hay una más.
Pido la reforma laboral y se la dieron.
Dos veces. De un lado y del otro del arco ideológico se la dieron. Y Rosell
dice que eso solamente servirá para "ralentizar la crisis en 2013".
Pírrica victoria a cambio de tanto.
El presidente de los empresarios
afirma que así "podrá competirse a nivel europeo". Pero se
equivoca, como siempre se equivoca porque no sabe o no quiere mirar a donde
quiere mirar. La reforma laboral solamente es un abaratamiento brutal, hasta el
límite mismo de la servidumbre, de los costes de mano de obra. Pueden decir que
es cualquier otra cosa, pueden decorarla con lo que quieran. Pero solamente es
eso.
Y eso no sirve. La realidad dice
que no sirve.
Nuestros seis millones de parados
no nos sirven a nosotros, nuestra destrucción de empresas no nos sirve a
nosotros pero la Reforma Laboral no sirve para competir a nivel europeo.
Porque Alemania, la siempre ejemplar -que no tanto- Alemania tiene ahora mismo unos costes laborales que doblan o triplican los nuestros. Su salario medio es más del doble del nuestro, Por no hablar del de Reino Unido o Luxemburgo y lo detraído en impuestos tan solo es cinco puntos porcentuales más alto.
Porque Alemania, la siempre ejemplar -que no tanto- Alemania tiene ahora mismo unos costes laborales que doblan o triplican los nuestros. Su salario medio es más del doble del nuestro, Por no hablar del de Reino Unido o Luxemburgo y lo detraído en impuestos tan solo es cinco puntos porcentuales más alto.
Y con unos costes salariales
infinitamente menores no podemos competir económicamente con Alemania en nada.
Así que reducirlos aún más no nos va a permitir competir.
Lo que nos permite es competir con
China, es decir, convertirnos en el patio trasero de Europa, donde pueden
llevar la producción industrial -de la que nuestras empresas carecen- para que
luego vendernos sus propios productos les salga más barato y rentable.
¿Por qué entonces los empresarios
españoles creen que nos hará más competitivos? Porque, por hablar mal y pronto,
confunden el culo con las témporas.
Creen que mantener su nivel de
beneficios es el signo de la competitividad, creen que el hecho de que ellos ganen
dinero es el epítome de que su empresa es competitiva. Pero, claro no lo es. Es
precisamente su margen de beneficios -tres veces superior al de los empresarios
de Reino Unido, Francia o la omnipresente Alemania- uno de los motivos que
dificultan esa competitividad, es precisamente su nivel de inversión a largo
plazo y reinversión productiva -cinco veces por debajo del alemán y ¿estamos
sentados? ¡Once veces por debajo del estadounidense!- lo que impide la
competitividad en otro alto porcentaje.
El coste salarial no puede ser
factor porque estando ya muy por debajo de esos países no podemos competir con
ellos salvo en el fútbol, el baloncesto y ahora el balonmano ¡Albricias!
Así que, como a Rosell y su gente
siguen sin salirles las cuentas piden, exigen otra reforma y claman por la
reforma financiera.
Ese fiasco que nos está costando el
alma como sociedad y el cuerpo como país se pone en marcha y Rosell mantiene
que "es fundamental para que el crédito vuelva a impulsar a las
empresas". Y de nuevo falla el blanco por kilómetros.
Porque el nivel de endeudamiento de
las empresas de este país supera con creces la media europea hasta el punto de
que es considerado uno de los mayores problemas a los que se enfrenta nuestra
economía por estamentos e instituciones económicas nada sospechosas de ser
quintacolumnistas del peligroso proletariado.
De modo que los cientos de miles de
millones de euros sacados de recortes, rescates y destrucciones públicas varias
tampoco sirven de nuevo por la misma causa.
Los créditos que piden las empresas
no son créditos destinados a la inversión productiva, no son créditos que se
fundamenten en una planificación a largo plazo. Sirven para cubrir o amortizar
deudas anteriores, sirven para construir una nueva sede megalómana e innecesaria,
sirven para conseguir con el nombre de la empresa préstamos personales
encubiertos para una nueva casa que lucir o un nuevo coche que enseñar. Sirven
para cubrir gastos suntuarios y mantener, sin cargo a los beneficios
empresariales, un nivel de vida desmedido.
Y, claro, cuando ve que esa reforma
exigida, esa nueva cuenta del rosario de reformas que se exigen para no tener
que cambiar, tampoco parece funcionar, Rosell pasa a la siguiente y firma, casi
a gritos, que es necesaria una tercera reforma: la del sector público.
Y eso ya no es fallar el tiro. Es
equivocarse completamente a la hora de seleccionar el objetivo.
El sector público español es uno de
los menos inflados de Europa, es uno de los que menos incidencia tiene en su
PIB y aun así... ya sabemos estamos en la cola.
Rosell y los empresarios con el
piden que el sector público se privatice no para hacerlo competitivo, no para
que genere rendimientos, sino para poder participar en sus beneficios.
Pero eso, aunque les beneficie a
ellos, no beneficia a la economía en su conjunto.
Se privatiza Telemadrid o cualquier
otra televisión pública para que empresarios privados puedan beneficiarse de
los gastos de esas empresas como proveedores pero ¿eso mejora Telemadrid?, no
¿Eso hace que Telemadrid Canal 9 o Televisión Española pueda afrontar
producción propia de calidad que pueda competir con la de la BBC o la de la
televisión pública francesa?, no.
Y lo mismo con la Sanidad, con la
Educación, con la energía, con todo lo que se ponga por delante. Vuelven a confundir
los beneficios empresariales con la competitividad empresarial, vuelven a
ignorar que son sus márgenes de beneficio sin modificar, con su nulo interés en
la inversión productiva, con su incapacidad absoluta para detraer recursos de
sus cuentas corrientes a favor de la siempre tristemente enterrada I+D, por más
se privatice el sector público eso no supondrá un beneficio para la economía
española.
Y, cuando este gobierno les ha
permitido que desgranaran todas las reformas exigidas y pese a todo no han funcionado,
cuando les ha dado una reforma laboral que nos deja en el límite mismo del
feudalismo, una reforma financiera que les permite recuperar dinero fraudulento
sin cargo y sin pena y una reforma del sector público que se lo sirve en
bandeja a modo de concesión real de los tiempos del librecambismo colonial, se
diría que demandarían una reforma en la investigación y el desarrollo, en la
potenciación de la ciencia y el avance industrial, en la prospección de nuevos
sectores, de nuevas técnicas.
Pero no. De la boca de Rosell no
sale una palabra al respecto -o muy pocas y por cumplir- ¿por qué? Porque eso
no son beneficios empresariales. Le da igual que el Gobierno cierre centros de
investigación adiestro y siniestro, reduzca o elimine las asignaciones a más de
3.000 proyectos de investigación, reduzca la cuenta a cero de la investigación
universitaria.
Porque eso no son beneficios para
ellos. Porque, por más que descubran, por más que inventen la máquina perfecta,
ellos tendrán que pagar para comprarla, pagar para enseñar a sus empleados a
usarla, pagar para adaptar la producción a esa nueva herramienta. Y pagar no
está en el diccionario de aquellos que quieren obtener más beneficios sin más
gastos y no ver nunca disminuir sus cuentas de beneficios actuales en aras de
aumentarlas en el futuro.
Y es aquí, justo donde Rosell se calla,
donde deja de reclamar nada, donde no pide una nueva reforma. Porque solamente
le queda una por pedir, solamente le queda una por exigir. Y ese camino no lo
quiere o no lo puede seguir.
Tendría que demandar una reforma
del empresariado español. Es decir un cambio. Un cambio radical. Y para ese
viaje nadie le llenaría las alforjas.
Si se quiere reformar el sistema
hay que empezar por reformar a los empresarios. Por hacerles partícipes de sus
empresas, no solamente de los beneficios que les generan, por romper la cultura
del fraude fiscal, del dinero helvético, de la inversión mínima, del pelotazo,
de la personalización de las empresas, del caciquismo formal y material, del
nepotismo empresarial, de la sacralización de los beneficios..., en un solo
concepto: de la irresponsabilidad empresarial.
Y muy pocos de los empresarios
españoles podrían pasar la prueba del algodón en esa materia, podrían soportar
una reforma en esa línea. Podrían sobrevivir al cambio.
Así que Rosell y sus chicos piden,
demandas y reclaman reformas en todo para no tener que reformarse ellos.
Disfrazan con la necesidad de
reformas su incapacidad para darse cuenta de que no es la macroeconomía, no son
los costes laborales, no es el sistema financiero, no es el sector público lo
que está destruyendo o dificultando el correcto funcionamiento del tejido
empresarial español.
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