Tantas
han sido las políticas de imagen y comunicación que el actual gobierno ha
puesto en marcha en el escaso tiempo que lleva ocupando La Moncloa que ya
parece que cada Consejo de Ministros es más una bienal de marketing fallido que
una convención de rebajas y saldos como eran hasta hace unas semanas.
Y
la última de las estrategias comunicativas del Gobierno, después de las clásicas
del silencio, la negativa y la fotografía estática con próceres del mundo
reunidos, es aquella que solamente podría definirse como la del tráiler
cinematográfico condensado.
Todos
tenemos en mente alguna que otra película -según gustos- que se condensa en su tráiler.
El producto parece espectacular, emotivo, intenso, de calidad y luego, tras
pagar la entrada te das cuenta que todo lo que merece la pena del film ha sido
condensado en el tráiler y que el resto del metraje no solamente no hace honor
a lo reflejado en su anuncio sino que apenas lo contiene disperso y perdido a
lo largo de todo el metraje.
Pues
bien, eso es lo que está haciendo ahora el gobierno de Mariano Rajoy. Esa es su
nueva política comunicativa. Y el principal ejemplo de la misma es su gran
estreno, su anunciada y siempre postergada por problemas en la producción, Ley
de Trasparencia.
Al
principio de la legislatura se lanzó el tráiler y tuvo bastante impacto. Cuando
todavía algunos -muchos, todo hay que decirlo- creían que habíamos cambiado de
gobierno y no solamente de gobernantes el tráiler de la Ley de Trasparencia
llenó de impacto nuestras pantallas políticas.
Controlar
a los políticos parecía algo novedoso. Y Soraya y Cospedal nos enviaron perlas
sobre el contenido, sobre la responsabilidad penal de aquellos que gestionan
mal, de aquellos que metieran la mano en la caja pública.
Parecía
un producto digno de óscar, de premio de la academia.
Pero
como pasa siempre con las grandes superproducciones el diseño de la producción
se les salió de madre y el tráiler empezó a dejarse de parecer a la película.
La
salieron las reapertura de caso Gürtel en diversas audiencias y aquello de la
penalización por meter mano en la caja comenzó a ser algo de lo que no se hablaba
demasiado, les aparecieron los déficit encubiertos con impagos y demoras de las
comunidades autónomas del PP y lo de la condena penal a los malos gestores que
exceden a sabiendas y sin motivo alguno sus límites presupuestarios se borró
del guión porque los extras necesarios para llenar las celdas se parecían
demasiado a sus actores principales en Madrid, Valencia o Castilla León.
La
película, que había sido anunciada como El Señor de los Anillos se trasformó en
algo serie B, de andar por casa, con saltos argumentales insufribles, diálogos
inconsistentes y más propio de tercera opción de antiguo videoclub.
Y
la Ley de Trasparencia a medida que nos han llegado escenas de la misma ha
seguido perdiendo compostura. Pero lo peor no es que el contenido sea algo
vacío, sea algo que se ha previsto desde el principio.
Lo
peor no es que la Ley de Trasparencia sea una exageración, un producto de
marketing. Lo que más molesta es que parece una rendición.
Lo
más triste, lo más desesperante es que se ha convertido en un culebrón en el
que productores y guionistas responden inmediatamente a cada cambio del público
introduciendo o matando personajes.
En
este caso más bien en contra de los gastos del público.
Que
se nos escapa el rey a Bostwana a cazar paquidermos no se tiene muy claro a
costa de quien, pues sacamos a la Casa Real de la Ley de Transparencia; que
Esperanza Aguirre, Camps, Fabra, y demás se ven obligados a reconocer gestiones
nefandas y deudas por sobregasto en sus presupuestos, pues quitamos la
responsabilidad penal por la mala gestión; que se nos traslada Divar a sus
noches y puentes caribeños marbellís a costas del erario público pues no
incluimos al poder judicial en la Ley de Trasparencia; que de repente alguien cuenta
algo de lo que nuestro ministro de Asuntos Exteriores hace por el mundo y le
deja a la altura del betún de judá, pues permitimos declarar secretos todos los
documentos de Exteriores, independientemente de contengan los movimientos
tácticos del despliegue rápido de nuestras tropas de élite en Perejil o la
factura de unas Rai Ban cargadas a gastos de representación por el ministro en
Senegal.
Y
así con todo.
Cada
vez que surge una situación en la que la Ley de Trasparencia podía servir para
lo que se supone que tiene que servir una ley de transparencia, esa situación
se saca del texto, se protege, se deja en la más absoluta opacidad. Se elimina
del montaje definitivo del director para que no pueda aparecer en la película
cuyo tráiler parecía otra cosa, anunciaba otra cosa. Era, de hecho, otra cosa.
Y
para rematar la faena, por si hay alguna situación que pudiera clarificarse que
se nos escape que no se nos haya ocurrido incluimos el párrafo definitivo, la
escena grabada a última hora que transforma en tráiler no en una exageración,
sino directamente en una mentira:
“…Siempre
y cuando estos no perjudiquen a la seguridad nacional, la defensa, las
relaciones exteriores, la seguridad pública o la prevención, investigación y
sanción de ilícitos penales, administrativos o disciplinarios”.
Y
¿quién decide eso? Pues claro El Gobierno.
O
sea que si el Gobierno considera que cualquier información puede alterar el
orden público pues la deniega. Si el Ministerio considera que tener acceso a
los registros de nacimientos de niños robados a sus madres puede originar una
ola de indignación y una manifestación que -por puro concepto del PP ya es una
alteración del orden público en sí misma- pues la puede denegar.
Se
puede llevar en secreto un proceso contra cualquier funcionario público. Vamos,
que podrían repetir, paso por paso, el juicio a Dreyffus y nadie tendría
posibilidad de reclamar información sobre él.
O
sea que al final la Ley de Trasparencia se convierte en una suerte de juramento
de caballero medieval en el cual el gobierno se compromete a facilitar todo lo
que haga falta cuando él considere que haga falta.
A
decir y mostrar la verdad cuando eso no pueda causarle ningún problema.
Es
tan típico de nuestra sociedad que no debería resultar sorprendente. Es tan
común en este mundo occidental atlántico que ya ni siquiera llama a sorpresa.
Porque
para nosotros decir la verdad supone decirla cuando nos viene bien, esa es la
sinceridad a la que nos comprometemos -los que lo hacen-.
Si
sabemos que algo nos va a venir mal pues sencillamente lo ocultamos, lo
callamos, no lo hacemos público, le negamos el acceso a aquellos que deben
saberlo y seguimos diciendo que somos sinceros, transparentes porque no hemos
dicho ninguna mentira.
Y
nuestro gobierno hace lo mismo.
Nosotros
íbamos para seres humanos adultos y nos quedamos en el camino infantil de que
la mentira es solamente lo que se dice que es falso –y a veces ni eso, que sí
está justificada para nosotros o nuestros fines, la consideramos casi una
verdad-, de que lo que se oculta que es cierto no es una mentira.
Y
el Gobierno de Rajoy iba para paladín del buen gobierno y se quedó en la parada
de lograr una administración sin sobresaltos y sin demasiadas cosas claras.
La
película iba para Battlestar Galactica y se quedó en Battleship.
Pero
el tráiler era bueno. El tráiler era cojonudo. Salía hasta Rhanna.
2 comentarios:
Hombre, ya que criticas los métodos de transparencia del gobierno (críticas que comparto totalmente) podrías haber aprovechado para hacer tú también un ejercicio de total transparencia tomándote la molestia de citar la fuente de la extraordinaria y maravillosa ilustración que acompaña tu artículo.
Máxime teniendo en cuenta que en ningún momento me consultaste ni me informaste al respecto.
Bueno no te molestes, ya lo hago yo:
Alejandro Santos, autor de la ilustración que acompaña este artículo.
http://www.alejandrosantos.es/2009/06/transparencia/
Un abrazo.
Transparencia y coherencia.
No te preocupes, la ilustración desaparecerá del mismo
Así no habrá problemas.
Dejo el comentario por si alguien quiere verla en su página de origen.
Un abrazo.
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