Hay frases que tienen el decoro de
servir como contracciones sucintas y resumidas de todo lo que algo
significa.
No son los lemas políticos ni los eslóganes
propagandísticos, no son los versos poéticos ni las citas ajenas, escritas o
dichas para una circunstancia y que se desafueran siendo usadas en un contexto
distinto. Son frases, simplemente eso. Frases originales que resumen lo que
ocurre o está ocurriendo en este presente continuo en el que vivimos y que
nunca llega a conjugar el futuro, aunque sea uno simple e imperfecto.
"Le
he dado una oportunidad a la revolución y no ha servido para nada". Es una frase simple, es una frase privada, dicha sin ánimo de trascender, por alguien que es bueno, en el sentido machadiano
de la palabra bueno -y sé que es bueno por lo que sé. Y punto-.
Es una frase que no sólo resume
lo que está siendo y como nos sentimos. Sino que dice todo lo que somos.
El fiasco pseudo revolucionario de esa
toma, ocupación, asedio, sitio o como se quiera llamar al Congreso de los
Diputados que se escenificó el pasado 25 de septiembre ha dejado a muchos,
quizás a demasiados, con un sentimiento que parece que nos aletarga, que simula
una profunda decepción, que nos inunda cuerpo y mente -y alma, al menos para
los que aún la conserven entera- de un sentimiento de desilusión, de
frustración. Nos ha dejado en un estado demasiado parecido a la derrota.
Nos ha dejado justo donde deberíamos haber
empezado.
Porque estamos derrotados. Hace mucho
que lo estamos.
Y esta buena persona, además de
plantearse cuantas oportunidades le dio la revolución a él y que desaprovechó
antes de que él le concediera únicamente una y esta le defraudara, podría
preguntarse si, en realidad, no tiene que ser así.
Toda revolución empieza cuando se está
derrotado. Cuando no se puede llegar más allá de esa derrota. Cuando el
concepto de resistencia -tan míticamente utilizado- ya no da para más y solo
queda la lucha.
Porque no se puede hacer una
revolución si no se parte del conocimiento de que estamos derrotados y de que es
más que posible que sigamos estándolo pese a ella. Por eso son necesarias
Y no me levanten la voz antes de
tiempo los adalides del buen orden público, la correcta evolución de las cosas
y la calma social constante que no me refiero a los estallidos violentos -exitosos
o no- así llamados a lo largo de la historia, sino al concepto puro y duro en su
semántica de revolución, al que parte del latín, al que significa simplemente “re-volvere”.
Porque solamente se puede volver a la
lucha cuando ya se ha perdido. O, en el mejor de los casos, cuando no se ha
ganado.
Los occidentales atlánticos, cometas itinerantes hijos de
la fugacidad y del aquí te pillo aquí te mato, desde en lo íntimo hasta en lo
social, desde en el polvo sabatino de garito etílico, hasta el mensaje de falanges
de pulgares reducido a las mínimas consonantes posibles, hemos contraído el concepto del
tiempo. Y esa contracción nos ha obligado a cerrar los ojos a una realidad que
debería asaltarnos desde las páginas de los libros de historia.
Nadie que ha comenzado una revolución
ha salido victorioso en ella. Nadie que no estuviera derrotado previamente ha conseguido
llevar adelante una revolución.
La Revolución Francesa que acabó con
la servidumbre feudal y la monarquía había sido aplastada en año 1300 por las
tropas del papado de Aviñón y la estupidez antijudía de Los Pastorcillos, que
la protagonizaron, había sido derrotada en 1630 por el purpurado Richelieu y su
guardia pese a contar con el concurso de los Mosqueteros de Francia, hastiados
de guerras inútiles en las que morir, y luego épicamente transformados por Alejandro
Dumas en defensores del rey, había sido demolida hasta los cimientos 30 años
antes de 1789, con la mayoría de sus ideólogos arrojados al exilio.
La revolución Bolchevique había sido vencida
por Catalina, la Grande, en 1795, por los generales que depusieron a su hijo,
veinte años después y conducida a la derrota por los tres zares Alejandro y por
el primer Nicolás, antes de que el segundo zar de ese nombre sucumbiera ante
ella, después de derrotarla una primera vez una década antes, deportando tras su victoria a la mayor parte de sus defensores.
Y así con todas.
La revolución americana había sido
derrotada por el padre del rey Jorge con sangre y fuego en la frontera de las
colonias durante la guerra contra Francia por los territorios indios; la revolución
sindical fue vencida en la Francia de Víctor Hugo tres veces antes de lograr
sus primeros triunfos, en la Inglaterra de la máquina de vapor media docena de
veces antes de que las Trade Unions se hicieran fuertes; la revolución mexicana
fue aplastada por el emperador Maximiliano y sus dragones al tiempo que daban
buena cuenta de El Álamo, mucho antes de que Zapata y Juarez lograran su objetivo.
La emancipación de los esclavos sufrió
derrota tras derrota durante tres siglos en la Cuba de los cimarrones, en la
Luisiana de los esclavos fugados y en la costa argelina de los mercaderes
bereberes de carne humana, antes de que la Armada de Su Graciosa Majestad, la Reina
Victoria de Inglaterra, liberara y arrasara hasta los cimientos la última
fortaleza esclavista de Sierra Leona y de que otra majestad, de nombre Isabel, reina de España -no tan graciosa, por cierto-, fuera la última monarca europea en estampar
su firma en un decreto de abolición de la esclavitud.
Incluso los tiempos contemporáneos,
más acelerados, más proclives a esa velocidad temporal y vital que tanto nos gusta, nos hablan de lo mismo, nos muestran
que las revoluciones solamente parten de la derrota.
Checoslovaquia logró su revolución
silenciosa treinta años después de que los tanques soviéticos pasaran por
encima de su juventud y de su intelectualidad en la Primavera de Praga, las
revoluciones balcánicas fueron vencidas por el Mariscal Tito cada vez que se
pusieron en pie y así hasta el hastío histórico en la ejemplificación.
Pero nosotros no. Nosotros, aquejados
del rampante virus de la inmediatez que nos impone nuestro IPhone, nuestro Tablet
pc portátil y nuestra constante conexión a un mundo que no existe porque
seleccionamos de él solamente lo que queremos ver, creemos que cuando la
revolución llega debe triunfar y que no sirve de nada si no nos sirve ya.
Queremos ignorar que la revolución -en
cualquier ámbito, sea político, cultural, científico o social- es una lucha por
el futuro, no por el presente
Por eso tenemos que estar derrotados
para luchar. Porque sin un presente de derrota no puede haber un futuro de
lucha por la victoria.
Nuestro fracaso no es nuestra derrota
presente. Nuestro fracaso será nuestra rendición futura. Porque no luchamos por
nosotros. Luchamos por los que han de venir.
Y si no partimos de esa base, no es
que estemos siendo derrotados de antemano. Es que, simplemente, ni siquiera
estamos haciendo una revolución.
Puede que tengamos suerte y ahora, que
los tiempos corren más deprisa, podamos ver algo o incluso mucho de los logros
de esa revolución que emprendamos. Pero ese no es el objetivo. No puede serlo.
Ya no.
Nosotros partimos de la derrota. Ya
estamos derrotados. Centurias completas de elusiones sociales nos han vencido, años enteros de excusas y egoismos personales nos han conducido a la derrota.
Aunque vaya en contra nuestros
atavismos de egoísmo egocéntrico, forjados en generaciones de individualismo
mal entendido, de personalismo a ultranza, de intimidad mal referenciada,
tenemos que partir de la base de que, aunque puede que veamos la victoria, ese
no es nuestro principal objetivo.
De que somos una mezcla entre la
Guardia Colonial Británica y la Nación Oglada. De que morimos pero no nos
rendimos y de que peleamos para poder seguir luchando al día siguiente.
Nuestro objetivo no es para nosotros,
aunque nos parezca inasumible. Eso se puede perseguir y desear, pero es secundario. El
objetivo primario es dar a los que vengan la oportunidad de seguir "re volviendo"
a la lucha. Hasta ganarla.
Y aquellos a los que la épica del
discurso de estas endemoniadas líneas les coloque los vellos como escarpias y
les dibuje visiones de barricadas, de palacios ardiendo y de sangre a raudales
que cierren un momento los ojos y piensen en Galileo, Copérnico, El Capitán
Scott, San Gregorio Magno, Fernando de Magallanes, Stephen Bantú Biko, Simone
de Beauvoir, Yongle, John Napier, Wólfram Amadeus Mozart... Y luego que los
abran y se pregunten si ellos no hicieron lo mismo en sus luchas y objetivos. Aunque la
historia no las haya bautizado como revoluciones.
Que no nos valga a nosotros, que no
disfrutemos de la victoria, no es sinónimo de que no le valga a nadie para
nada. Aunque ese alguien aún no pueda luchar. Aunque ese alguien aún no haya
nacido y nunca lleve ni un solo gen de nuestra sangre.
Claro que estamos derrotados ¿qué
sentido tendría sino seguir luchando?
1 comentario:
No estoy seguro de que esté de acuerdo en lo de que las revoluciones se ganen después de las derrotas. Está claro que ha habido que haber una crisis antes, pero si es una derrota es una derrota mínima porque una derrota en toda la línea se carga los planes 40 años y eso no me cuadra con hacer una revolucion.
Y si no, se lo preguntas al tio Paco, que nos inhibió de revoluciones 40 años.
En lo que sí estoy de acuerdo es en que, aún así, "jo ta ke, irabazi arte", porque quien cree en la Justicia ha de luchar por ella, se gane o se pierda. Es la forma de vivir que se elige.
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