Estaba recién llegado a casa, empezando
a dedicarme a las tareas propias de mi sexo y condición -es decir poner una
colada de calzoncillos- cuando el timbre me ha sacado de ello y un paquete ha
sido puesto en mis manos por un mensajero tan anodino y neutro como lo es
cualquiera que trabaje para una empresa que basa su prestigio en ser anodina y
neutra.
Tras firmar y recogerlo, he comprobado
que el paquete, un sobre acolchado abultado y redondeado desde dentro, no
llevaba remite. No he sentido nada por esa circunstancia. Nada salvo todo.
Esa sola realidad ha servido para desperezarme, para borrar
de mi rostro la sonrisa templada que había puesto en él de buena mañana una conversación
intrascendente con la sonrisa imborrable de una mujer inalcanzable.
A lo largo de mi vida sólo he recibido
envíos sin remite desde dos orígenes. Rechazado el primero de estos orígenes
anónimos, puesto que quien se encuentra tras él no ha de tener los datos de mi recién
estrenada dirección y no le presupongo, en estos momentos, interés alguno por
esforzarse en encontrarlos, tan sólo me quedaba el segundo. Demorado en el
tiempo el origen que en ocasiones aún deseo sin permitirme ya el lujo de
esperarlo tan solo me quedaba aquel que nunca he esperado y nunca he deseado.
Y al abrirlo lo he visto. Lo he
reconocido. El inservible objetivo desmontable de una cámara Solgor Sr 300. Tan
inservible en su óptica destrozada como el cuerpo de la cámara fotográfica en
la que encajaba, una cámara de esas de antes de la era digital, de esas de película
y sin tarjeta de memoria, de esas que, cuando ibas a la guerra con ellas,
tardaban más en cargarse que las armas.
Y lo he sabido. Ese paquete, ese
objetivo, ese mensaje sólo significaba una cosa. Mi amigo, mi hermano, había
muerto.
Eso es lo que pretendía significar desde siempre. Eso es lo que
acordamos hace dos décadas que significaría.
Y tan solo una nota. 12/09. Suran.
El lugar y el día. No hace falta mucho
más para referenciar un obituario.
El doce de septiembre, curiosamente el
doce de septiembre.
El mismo día en que en otra tierra, no lejana de esa de su
muerte, un hombre estaba hablando de algo que desconocía, estaba conmemorando,
con pompa y circunstancia, un hecho al que no quería aludir.
El mismo día en el que en tierras de Líbano
alguien hablaba de religión, de su religión, sin repudiar a aquellos que en su
nombre o en el de su dios habían perpetrado la matanza más horrible en la
tierra de los tres dioses desde los tiempos de las cruzadas. Y en honor del
mismo dios.
Solo tres ornamentos pude ver en el
único lugar oficial en que logré observar alguna vez a mi amigo, a mi hermano. Un
despacho falso, para un cargo falso en una legación diplomática falsa.
Tres fotografías, ninguna de ellas
obtenidas con la cámara o el objetivo que ahora tengo ante mí.
Y una de ellas,
una que muestra los cuerpos sin vida de mujeres atadas a tocones del camino con
las faldas alzadas y la sangre resbalando por sus inertes piernas, era
precisamente de ese día. No de las que recorrieron el mundo, no las que ganaron
premios periodísticos y fotográficos. Las más atroces y quirúrgicas que
obtienen especialistas en algo que no es informar, en algo que no es
escandalizar. Una fotografía del 12 de septiembre de 1982. Era una fotografía
de Shabra y Shatila.
Era una fotografía que referenciaba
2.000 civiles muertos a manos de las falanges cristianas libanesas el día
después de que Israel consumara su invasión efectiva de Líbano. Que hablaba de mujeres
violadas, de niños asesinados ante la horrorizada mirada de las tropas israelíes
de la Legión de Hebrón, a las que un tal Ariel Sharon ordenó expresamente
mantenerse al margen de la matanza pese a las reiteradas e incluso dramáticas comunicaciones
de algunos de sus mandos para intentar evitarla.
Y mi amigo, que tenía esa foto de ese
día en su falso despacho, murió precisamente un doce de septiembre.
Mi amigo, mi hermano no era un santo.
Aquello que decidió hacer le impidió serlo, aquello que quiso ser le impidió ni
siquiera intentarlo. Pero de él aprendí una lealtad irreductible que no me ha
causado rendimiento alguno en este Occidente nuestro que ni la aprecia, ni la
entiende, ni mucho menos la práctica.
De él, de sus actos, de sus palabras y
de sus tres fotografías, aprendí que la justicia antecede a la solidaridad, que
la paz se antepone a la victoria, que las luchas se combaten aunque se sepan
perdidas.
Porque junto a la fotografía de ese
doce de septiembre de Shabra y Shatila, que ahora también es el doce de
septiembre de su muerte, había otras dos.
Una de un autobús en Tel Aviv, con Haredim recogiendo restos por el suelo,
con un niño en brazos de un soldado, un niño muerto. Con hombres y mujeres
colgados inertes, sin vida de los astillados cristales de las ventanillas.
Y
completaba esa macabra trilogía una fotografía más antigua, de cuando Israel
era Palestina, de cuando su gobierno era inglés, de cuando los cadáveres de
campesinos y artesanos se acumulaban colgados por el cuello en las sendas
rurales por las que transitaban los carros de combate del Irgun, la milicia que
limpió el camino de Israel.
Mi amigo nunca miraba esas
fotografías, estaban vueltas de espaldas a su silla. No estaban colocadas para
recordarle nada. Él nunca lo olvidaba. Él siempre estaba allí.
Estaban ahí para anunciarle a quien se pusiera
ante el quién era el enemigo de mi amigo.
Una fecha y un emplazamiento. En la
nota nadie tiene que decirme como murió mi amigo. Eso lo sé. Porque sé lo que
hacía.
Y decir que lo sé, es decir que tengo
una vaga noción de sus acciones por el mundo pero una clara idea de sus
motivaciones. MI amigo, mi hermano, ha muerto peleando, peleando por lo que peleó
siempre, peleando por lo que sabía acabaría por matarle.
Peleando contra aquello que aunque los
pueblos, las razas, las gentes, las historias y las vidas se mezclen nunca
consiente en mezclarse con ellos, nunca transige en dejarse influir.
Ha muerto intentando apartar el
fanatismo del futuro de esa tierra en la que si los hados pasados o el karma
futuro me hubieran permitido o me dejaran decidir habría elegido nacer o
elegiría reencarnarme.
Porque por él y por la lucha en la que
me metió sé que la religión es para la persona, para el individuo, no para el
pueblo, no para la sociedad. Porque mi amigo luchaba y ha muerto haciéndolo
contra la hidra de tres cabezas del fanatismo religioso en su tierra.
La hidra que devoró Shabra y Shatila,
la hidra que desgajó autobuses de civiles en Tel Aviv, la hidra que se alimentó
de los cuerpos expuestos de los campesinos con la escolta de los tanques del
Irgun.
El monstruo que destrozó ese objetivo
y esa cámara fotográfica.
Que persiguió como perros rabiosos a un puñado de civiles
atravesando tres países, que tiroteó a fotógrafos de su propia raza armados tan solo
con una cámara sin película, que fue capaz de disparar contra los muros de un templo
erigido en aras de su dios, contra las rodillas de monjes tonsurados y ungidos
en nombre de su dios, contra periodistas desarmados, contra escoltas colocados
por el gobierno del país que les llamaba aliados, contra todos ellos y contra
el vientre de una mujer de su propia raza y fe solo para cubrir el vergonzoso
oprobio que para sus mentes rabiosas suponía que ese hijo fuera fruto del amor
de un musulmán.
Y sé que mi amigo, mi hermano, aquel
que me enseño que no se pueden poner barreras ideológicas o religiosas al amor
porque es el amor y solamente él la única herramienta capaz de modelar y
humanizar cualquier religión y cualquier ideología, ha muerto luchando contra
ellos.
Contra esos hombres aclamados otrora como mártires en muchas ocasiones
por muchos de los que han asistido el día de su muerte a una misa en Beirut
oficiada por uno de los hombres que se negó a dar asilo a los que huían sólo para favorecer un rito navidaño y que no ha tenido ni una palabra de rechazo para
esos locos furiosos en esta celebración.
Sé que mi amigo ha muerto peleando
contra ellos y contra las otras dos cabezas de esa hidra furiosa, llámense
Hamas, las milicias de las colonias o como quieran llamarse.
Ha muerto
intentando alejar al mesías de unos, a los patriarcas de otros y a su propio
profeta de sus tierras y de sus gentes para que no sean excusa de más sangre.
Y el objetivo recibido que monta con
el cuerpo de cámara que tenía desde hace cuatro lustros cuando abandone la lucha
a la que mi amigo, mi hermano, me llamaba casi continuamente a volver no ha llegado hasta
mi para obligarme a nada, para obligarme a tomar su puesto.
Ha llegado hasta mi para que haga lo
que él quería que hiciera cuando me decía que utilizara el mejor arma que tengo
para nuestra lucha. Ha llegado hasta mí para que no olvide, para que tenga claro
que no tengo derecho a olvidar como él no olvidó. Para decirme que él se quedó allí,
que él siempre estuvo allí.
Para exigirme que cumpla mi promesa,
quizás la única que le hice, de lo que iba hacer si este neutro paquete llegaba
hasta mis manos. Ha llegado hasta mí para que me siente frente a un ordenador y
escriba su epitafio
Mi amigo ya descansa. Descansa en paz
porque siempre lo estuvo. Desde que empezó a combatir por ella, estuvo en
paz.
Y no me hacen falta zarzas, cruces, ni
ángeles desérticos para saber donde descansa.
Descansa en el mismo lugar que
sobrevolé junto a él tras contemplar el peor bombardeo sistemático desde la
Segunda Guerra Mundial.
En el mismo lugar donde me recogió
después de sobrevivir al absurdo de las órdenes furiosas de los falangistas
drusos.
En el mismo lugar en el que, con todo
descaró, se sentó frente a mí mientras mi entonces esposa, sin enterarse de
nada, se deshacía de calor y de desesperación intentando regatear por una
alfombra.
En el mismo lugar en el que se acodó
en una balconada para compartir conmigo un gaolouises y un amanecer en el
desierto mientras el amor de mi vida dormía en la habitación de al lado ajena a
su presencia.
En el mismo lugar en el que engañó
para salvarles la vida a dos mujeres, que se creían aventureras, sólo por ser
amigas de aquella que ya ni siquiera por entonces amaba a aquel que él había elegido como hermano.
En el mismo lugar en el que una
tarjeta con su nombre en una cesta de frutas me saludó al llegar a la
habitación que compartía con la amiga y amante del momento.
En el mismo lugar donde, hace
escasamente un mes, me abrasó los oídos con sus chanzas en inglés macarrónico y
castellano casi perfecto, entre cabras y niños refugiados, antes de darme el
que a la postre sería su último abrazo.
Descansa en el mismo lugar en el que
le vi por primera vez cuando, con la arrogancia del poder y la tranquilidad del
control, invadió mansamente mi mesa en un cenador.
Descansa en un lugar indeterminado de
un país de Oriente Medio.
Allah Yafaslha, hermano. Por siempre,
Allah Yafaslha.
4 comentarios:
Mis condolencias, amigo. Un abrazo y mucho ánimo.
IMpresionante. RIP.
ME quedo con ganas de saber mas. aunque sea por email, si no se puede publicar.
Lo siento.
Si algún día nos conocemos en persona es más que posible que te cuente la historia de un gran hombre desconocido que hizo durante treinta años muchas de las cosas que nosotros siempre quisimos hacer pero nunca atrevimos.
Su historia se merece un brindis y una copa junto a la palabra.
Un Abrazo y gracias
Ok, hasta ese día. Por mi parte esoy abierto a ello, me agradaría ponerte cara.
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