martes, septiembre 18, 2012

En un lugar indeterminado de un país de Oriente Medio -In loving memory-


Estaba recién llegado a casa, empezando a dedicarme a las tareas propias de mi sexo y condición -es decir poner una colada de calzoncillos- cuando el timbre me ha sacado de ello y un paquete ha sido puesto en mis manos por un mensajero tan anodino y neutro como lo es cualquiera que trabaje para una empresa que basa su prestigio en ser anodina y neutra.
Tras firmar y recogerlo, he comprobado que el paquete, un sobre acolchado abultado y redondeado desde dentro, no llevaba remite. No he sentido nada por esa circunstancia. Nada salvo todo.
Esa sola realidad ha servido para desperezarme, para borrar de mi rostro la sonrisa templada que había puesto en él de buena mañana una conversación intrascendente con la sonrisa imborrable de una mujer inalcanzable.
A lo largo de mi vida sólo he recibido envíos sin remite desde dos orígenes. Rechazado el primero de estos orígenes anónimos, puesto que quien se encuentra tras él no ha de tener los datos de mi recién estrenada dirección y no le presupongo, en estos momentos, interés alguno por esforzarse en encontrarlos, tan sólo me quedaba el segundo. Demorado en el tiempo el origen que en ocasiones aún deseo sin permitirme ya el lujo de esperarlo tan solo me quedaba aquel que nunca he esperado y nunca he deseado.
Y al abrirlo lo he visto. Lo he reconocido. El inservible objetivo desmontable de una cámara Solgor Sr 300. Tan inservible en su óptica destrozada como el cuerpo de la cámara fotográfica en la que encajaba, una cámara de esas de antes de la era digital, de esas de película y sin tarjeta de memoria, de esas que, cuando ibas a la guerra con ellas, tardaban más en cargarse que las armas.
Y lo he sabido. Ese paquete, ese objetivo, ese mensaje sólo significaba una cosa. Mi amigo, mi hermano, había muerto. 
Eso es lo que pretendía significar desde siempre. Eso es lo que acordamos hace dos décadas que significaría.
Y tan solo una nota. 12/09. Suran.
El lugar y el día. No hace falta mucho más para referenciar un obituario.
El doce de septiembre, curiosamente el doce de septiembre. 
El mismo día en que en otra tierra, no lejana de esa de su muerte, un hombre estaba hablando de algo que desconocía, estaba conmemorando, con pompa y circunstancia, un hecho al que no quería aludir.
El mismo día en el que en tierras de Líbano alguien hablaba de religión, de su religión, sin repudiar a aquellos que en su nombre o en el de su dios habían perpetrado la matanza más horrible en la tierra de los tres dioses desde los tiempos de las cruzadas. Y en honor del mismo dios.
Solo tres ornamentos pude ver en el único lugar oficial en que logré observar alguna vez a mi amigo, a mi hermano. Un despacho falso, para un cargo falso en una legación diplomática falsa.
Tres fotografías, ninguna de ellas obtenidas con la cámara o el objetivo que ahora tengo ante mí. 
Y una de ellas, una que muestra los cuerpos sin vida de mujeres atadas a tocones del camino con las faldas alzadas y la sangre resbalando por sus inertes piernas, era precisamente de ese día. No de las que recorrieron el mundo, no las que ganaron premios periodísticos y fotográficos. Las más atroces y quirúrgicas que obtienen especialistas en algo que no es informar, en algo que no es escandalizar. Una fotografía del 12 de septiembre de 1982. Era una fotografía de Shabra y Shatila.
Era una fotografía que referenciaba 2.000 civiles muertos a manos de las falanges cristianas libanesas el día después de que Israel consumara su invasión efectiva de Líbano. Que hablaba de mujeres violadas, de niños asesinados ante la horrorizada mirada de las tropas israelíes de la Legión de Hebrón, a las que un tal Ariel Sharon ordenó expresamente mantenerse al margen de la matanza pese a las reiteradas e incluso dramáticas comunicaciones de algunos de sus mandos para intentar evitarla.
Y mi amigo, que tenía esa foto de ese día en su falso despacho, murió precisamente un doce de septiembre.
Mi amigo, mi hermano no era un santo. Aquello que decidió hacer le impidió serlo, aquello que quiso ser le impidió ni siquiera intentarlo. Pero de él aprendí una lealtad irreductible que no me ha causado rendimiento alguno en este Occidente nuestro que ni la aprecia, ni la entiende, ni mucho menos la práctica.
De él, de sus actos, de sus palabras y de sus tres fotografías, aprendí que la justicia antecede a la solidaridad, que la paz se antepone a la victoria, que las luchas se combaten aunque se sepan perdidas.
Porque junto a la fotografía de ese doce de septiembre de Shabra y Shatila, que ahora también es el doce de septiembre de su muerte, había otras dos. 
Una de un autobús en Tel Aviv, con Haredim recogiendo restos por el suelo, con un niño en brazos de un soldado, un niño muerto. Con hombres y mujeres colgados inertes, sin vida de los astillados cristales de las ventanillas. 
Y completaba esa macabra trilogía una fotografía más antigua, de cuando Israel era Palestina, de cuando su gobierno era inglés, de cuando los cadáveres de campesinos y artesanos se acumulaban colgados por el cuello en las sendas rurales por las que transitaban los carros de combate del Irgun, la milicia que limpió el camino de Israel.
Mi amigo nunca miraba esas fotografías, estaban vueltas de espaldas a su silla. No estaban colocadas para recordarle nada. Él nunca lo olvidaba. Él siempre estaba allí.
 Estaban ahí para anunciarle a quien se pusiera ante el quién era el enemigo de mi amigo.
Una fecha y un emplazamiento. En la nota nadie tiene que decirme como murió mi amigo. Eso lo sé. Porque sé lo que hacía.
Y decir que lo sé, es decir que tengo una vaga noción de sus acciones por el mundo pero una clara idea de sus motivaciones. MI amigo, mi hermano, ha muerto peleando, peleando por lo que peleó siempre, peleando por lo que sabía acabaría por matarle.
Peleando contra aquello que aunque los pueblos, las razas, las gentes, las historias y las vidas se mezclen nunca consiente en mezclarse con ellos, nunca transige en dejarse influir. 
Ha muerto intentando apartar el fanatismo del futuro de esa tierra en la que si los hados pasados o el karma futuro me hubieran permitido o me dejaran decidir habría elegido nacer o elegiría reencarnarme. 
Porque por él y por la lucha en la que me metió sé que la religión es para la persona, para el individuo, no para el pueblo, no para la sociedad. Porque mi amigo luchaba y ha muerto haciéndolo contra la hidra de tres cabezas del fanatismo religioso en su tierra.
La hidra que devoró Shabra y Shatila, la hidra que desgajó autobuses de civiles en Tel Aviv, la hidra que se alimentó de los cuerpos expuestos de los campesinos con la escolta de los tanques del Irgun.
El monstruo que destrozó ese objetivo y esa cámara fotográfica.
Que persiguió como perros rabiosos a un puñado de civiles atravesando tres países, que tiroteó a fotógrafos de su propia raza armados tan solo con una cámara sin película, que fue capaz de disparar contra los muros de un templo erigido en aras de su dios, contra las rodillas de monjes tonsurados y ungidos en nombre de su dios, contra periodistas desarmados, contra escoltas colocados por el gobierno del país que les llamaba aliados, contra todos ellos y contra el vientre de una mujer de su propia raza y fe solo para cubrir el vergonzoso oprobio que para sus mentes rabiosas suponía que ese hijo fuera fruto del amor de un musulmán.
Y sé que mi amigo, mi hermano, aquel que me enseño que no se pueden poner barreras ideológicas o religiosas al amor porque es el amor y solamente él la única herramienta capaz de modelar y humanizar cualquier religión y cualquier ideología, ha muerto luchando contra ellos. 
Contra esos hombres aclamados otrora como mártires en muchas ocasiones por muchos de los que han asistido el día de su muerte a una misa en Beirut oficiada por uno de los hombres que se negó a dar asilo a los que huían sólo para favorecer un rito navidaño y que no ha tenido ni una palabra de rechazo para esos locos furiosos en esta celebración.
Sé que mi amigo ha muerto peleando contra ellos y contra las otras dos cabezas de esa hidra furiosa, llámense Hamas, las milicias de las colonias o como quieran llamarse. 
Ha muerto intentando alejar al mesías de unos, a los patriarcas de otros y a su propio profeta de sus tierras y de sus gentes para que no sean excusa de más sangre.
Y el objetivo recibido que monta con el cuerpo de cámara que tenía desde hace cuatro lustros cuando abandone la lucha a la que mi amigo, mi hermano, me llamaba casi continuamente a volver no ha llegado hasta mi para obligarme a nada, para obligarme a tomar su puesto.
Ha llegado hasta mi para que haga lo que él quería que hiciera cuando me decía que utilizara el mejor arma que tengo para nuestra lucha. Ha llegado hasta mí para que no olvide, para que tenga claro que no tengo derecho a olvidar como él no olvidó. Para decirme que él se quedó allí, que él siempre estuvo allí.
Para exigirme que cumpla mi promesa, quizás la única que le hice, de lo que iba hacer si este neutro paquete llegaba hasta mis manos. Ha llegado hasta mí para que me siente frente a un ordenador y escriba su epitafio
Mi amigo ya descansa. Descansa en paz porque siempre lo estuvo. Desde que empezó a combatir por ella, estuvo en paz. 
Y no me hacen falta zarzas, cruces, ni ángeles desérticos para saber donde descansa.
Descansa en el mismo lugar que sobrevolé junto a él tras contemplar el peor bombardeo sistemático desde la Segunda Guerra Mundial.
En el mismo lugar donde me recogió después de sobrevivir al absurdo de las órdenes furiosas de los falangistas drusos.
En el mismo lugar en el que, con todo descaró, se sentó frente a mí mientras mi entonces esposa, sin enterarse de nada, se deshacía de calor y de desesperación intentando regatear por una alfombra.
En el mismo lugar en el que se acodó en una balconada para compartir conmigo un gaolouises y un amanecer en el desierto mientras el amor de mi vida dormía en la habitación de al lado ajena a su presencia.
En el mismo lugar en el que engañó para salvarles la vida a dos mujeres, que se creían aventureras, sólo por ser amigas de aquella que ya ni siquiera por entonces amaba a aquel que él había elegido como hermano.
En el mismo lugar en el que una tarjeta con su nombre en una cesta de frutas me saludó al llegar a la habitación que compartía con la amiga y amante del momento.
En el mismo lugar donde, hace escasamente un mes, me abrasó los oídos con sus chanzas en inglés macarrónico y castellano casi perfecto, entre cabras y niños refugiados, antes de darme el que a la postre sería su último abrazo.
Descansa en el mismo lugar en el que le vi por primera vez cuando, con la arrogancia del poder y la tranquilidad del control, invadió mansamente mi mesa en un cenador.
Descansa en un lugar indeterminado de un país de Oriente Medio.
Allah Yafaslha, hermano. Por siempre, Allah Yafaslha.

4 comentarios:

Rafarunner dijo...

Mis condolencias, amigo. Un abrazo y mucho ánimo.

Tu economista de cabecera dijo...

IMpresionante. RIP.

ME quedo con ganas de saber mas. aunque sea por email, si no se puede publicar.

devilwritter dijo...

Lo siento.
Si algún día nos conocemos en persona es más que posible que te cuente la historia de un gran hombre desconocido que hizo durante treinta años muchas de las cosas que nosotros siempre quisimos hacer pero nunca atrevimos.
Su historia se merece un brindis y una copa junto a la palabra.
Un Abrazo y gracias

Tu economista de cabecera dijo...

Ok, hasta ese día. Por mi parte esoy abierto a ello, me agradaría ponerte cara.

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