Mientras los sindicatos se preparan para una jornada de huelga general de dudoso éxito en España, mientras Hugo Chavez se refocila en su interpretación victoriosa de la pérdida parcial de su poder en Venezuela, mientras los isrelies vuelven a las andadas con los asentamientos y los bombardeos selectivos en Palestina, pese a las palabras dichas en las conversaciones de paz, mientras el Tea Party asedia los pasillos del poder en Washington, hay otros que preparan una cosa mas simple, un elemento más rudimentario, un invento más arcaico y ancestral.
Los mulahs iraníes preparan en Teherán, en el tiempo que les deja libre su programa nuclear, su propaganda incendiaria y sus discursos conspirativos en la Asamblea de Naciones Unidas, algo tan sencillo y demoledor como una soga, como un cadalso, como una horca.
Y no lo hacen porque quieran -ellos son más de hacer puntería con cantos afilados-; no lo hacen porque hayan metido el tiempo en una botella y la hayan agitado hasta conseguir que el transcurso de los siglos se vuelva del revés; no lo hacen porque alguien haya releido una sumna perdida para reinterpretar por enésima vez un texto sagrado como base de un ordenamiento jurídico.
Todas esas explicaciones pueden ser los comos, los dondes y los cuandos. Pero el porqué es otro muy diferente. Los Ayatolahs preparan una horca porque nosotros les hemos dejado que lo hicieran. De hecho, les hemos dado la excusa perfecta para que lo hicieran.
La soberbia, que se nos está haciendo innata, endémica, recurrente, nos ha impedido hacer lo que deberiamos hacer; la estrechez de miras, que se nos está haciendo insuperable, nos ha hecho fallar el objetivo una vez más, la falta de visión general, global, universal de las cosas, que se nos está transformando en ineludible, nos ha convertido en complices y hacedores de la muerte de Sakineh Ashtianí, ¿se acuerdan? esa mujer iraní a la que la presión occidental salvó de ser enterrada en un agujero y brutalmente apedreada hasta su último aliento.
Pues bien, esa misma campaña va a acabar matándola, los que protestaron la han terminado llevando hasta los peldaños del cadalso, los que presionaron la han conducido hasta su ejecución. La van a matar por soberbia, la van a matar por ignorancia, la van a matar por incoherencia, la van a matar por todos los vicios occidentales que vuelven una y otra vez en estas cosas.
Teheran es la capital del integrismo yihadista y ayatolaico -si es que existe esa palabra-, pero desde luego no es la capital mundial de la estupidez. Y nosotros creímos que sí.
Los teocratas furiosos de la expiación y la guerra al infiel suspendieron la condena a lapidación por adulterio y nosotros, los occidentales, brindamos por el éxito, por la victoria, por la vida de Ashtianí. Ellos simplemente esperaron. Como hacen siempre, como aprendieron a hacer hace siglos cuando sus propios correligionarios, protegidos por Califas más cultos que los gobernantes de ahora, intentaban librarse de la lacra que para su gobierno y su fe suponían esas gentes de cerebro baldío y fe enfermiza.
Esperaron un error y nosostros los cometimos todos.
Cometimos el error de basar la campaña en el hecho de que la condenada era mujer. Como si no fuera importante que se lapidara a un hombre, como si los 130 varones muertos a pedradas por idéntico motivo en Irán y Afganistan en los últimos dos años no contarán. Les acusamos de machistas en lugar de acusarles de asesinos.
Tropezamos en el solecismo de poner el grito en el cielo porque el delito era adulterio. Como si las lapidadas por sodomía en Irán o prácticas impías en Afganistán no hubieran muerto, no importaran. Dijimos que no era un delito y ellos lo sabían y aún así condenaban a una mujer a muerte. Les acusamos de prevaricadores en lugar de acusarles de asesinos.
Caimos en la trampa de verter nuestras encendidas críticas porque el método era la lapidación, algo bárbaro y arcaico, cruel y doloroso. Como si morir colgado de una grúa en una plaza pública de Teherán por ser homosexual fuera más humano, como si morir acuchillado por hereje en una calle de Kabul fuera más permisible. Les acusamos de bárbaros en lugar de acusarles de asesinos.
Tuvimos el desacierto de recurrir para parar la lapidación de Ashtianí a la crítica de los motivos religiosos de la condena, a la intransigencia dogmática de aquellos que imponen su religión con la sangre. Como si ser fusilado contra la pared de una celda por espía en la prisión de Evin no fuera relevante, como si ser decapitado ante una cámara de vídeo doméstica en una cueva de las montañas de Afganistan por ser un cambatiente enemigo no fuera algo que era necesario evitar. Les acusamos de fanáticos religiosos en lugar de acusarles de asesinos.
Y así evitamos la lapidación de una mujer. Evitamos su lapidación, pero contribuimos sobremanera a su muerte. En realidad, iniciamos el camino definitivo hacia su ejecución.
Los mulahs negros del chiismo iraní, los ayatolahs oscuros del yihadismo de Teheran esperaron y nosotros caímos en el error más grande de todos. Permitimos que vieran como no deciamos palabra cuando supimos que los nuestros son capaces de hacer lo mismo que ellos, como nuestro sistema judicial lo hace y a nadie le importa o a nadie parece importarle.
Teresa Lewis es ejecutada en silencio en Greensville y los mulahs se frotan las manos porque ya nadie podrá impedirles matar a Ashtianí. Porque la incoherencia de Occidente, la arrogancia de reservarnos lo que les negamos a otros y la incapacidad de cuestionar nuestras propias acciones y los fallos de nuestro sistema ahora nos obliga a callar.
Teheran anuncia que ahorcará a la mujer a la que no llegó a lapidar y nos vemos obligados a callar. Ya no hay campañas internacionales, ya no hay banners en Internet, ya no hay declaraciones de los líderes occidentales en apoyo a la condenada.
No las hay porque un tribunal estadounidense condenó y permitió la ejecución de una mujer por participar en la muerte de su marido, basándose en una confesión de la encausada, que apenas supera el límite de inteligencia autorizado para considerarla consciente de sus actos, lograda en oscuras circunstancias en una comisaría estadounidense ¿Como vamos a criticar que se ajusticie por idéntico motivo a una mujer que apenas entiende el idioma en el que se la enjuicia y que se ha declarado culpable ente las cámaras de televisión, aunque sospechemos que dicha confesión ha sido obtenida con torturas? No podemos, nosotros hacemos lo mismo.
Las campañas callan porque Lewis fue ejecutada después de que se desestimaran diez recursos y de que el gobernador de su estado y el presidente de su país le negaran el indulto y la clemencia ¿como vamos a criticar que el alto tribunal islámico se empecine en la ejecución de una sentencia de muerte, negándose a buscar un castigo alternativo ? No podemos, nosotros hacemos lo mismo.
Los activistas ya no exigen porque Teresa ha sido condenada por complicidad en un crimen del que no han sido encontrados ni detenidos sus supuestos principales responsables ¿como criticar que se ejecute a la complice y no al culpable de la muerte del marido de Ashtianí en un juzgado iraní? No podemos, nosotros hacemos lo mismo.
Todo el mundo permanece callado porque también estuvo callado durante el proceso, la condena y la ejecución de Teresa Lewis. Porque nuestra soberbia y nuestra cerrazón nos llevó a clamar en los medios y las redes ¡machismo!, ¡barbarie!, ¡crueldad! pero nos impidió gritar simplemente ¡asesinato organizado! Porque, en nuestra arrobada defensa de Ashtianí y en nuestro furibundo -y bien merecido, por cierto- ataque al régimen iraní se nos olvidó cuestionar el concepto mismo de la pena de muerte.
Pero claro, eso no podíamos hacerlo porque en eso estamos empatados. China ejecuta y les damos la mano cuando se habla de economía; Estados Unidos ejecuta y se les considera uno de los pilares de Occidente. Así que ahora callan. Ya no hay adulterio, ya no hay lapidación, ya no hay religión. Ahora hay asesinato, complicidad, ahorcamiento y crimen. Sakineh Ashtianí no es diferente de Teresa lewis. Y Teresa Lewis está muerta. Nosotros la matamos.
Y con su ejecución ajustamos la soga al cuello de una mujer iraní a la que, con la arrogancia infantil de aquellos que creen que las normas rigen para otros y no para ellos, intentamos salvar de la misma muerte que permitimos en muchos de nuestros estados y naciones. De una mujer cuya ejecución quisimos hacer diferente para evitarla en lugar de tratarla exactamente igual que cualquier otra, por cualquier otro motivo en cualquier parte del mundo para impedirlas todas.
Piedras y jeringuillas son lo mismo. No hay formas civilizadas de matar. Ashtianí y Lewis han muerto porque aún no hemos aprendido eso. Porque aún no estamos dispuestos a aceptarlo.
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