viernes, septiembre 03, 2010

La homosexualidad arrepentida de Fidel Castro -o la otra mitad de Roma-.

Las gentes que creen tener razón no suelen dar razones. Es una constante tan unviersal como el hecho de que nadie suele tener razón, al menos nadie puede tener la razón absoluta.
Desde que antaño, cuando aún era alguien que quería hacer algo, bajara de Sierra Madre y lo hiciera, nadie vivo o muerto, afín o disedente, en Camaguey o en Miami habia escuchado una sola razón por parte de Fidel Castro. Explicaciones a cientos, excusas a millares, pero razón, lo que se dicen razón, ninguna.
Y ahora, en plena senectud, cuando la muerte esta más cerca que el triunfo imposible de una revolución hecha por la libertad pero que se olvidó de ella, cuando la vida se hace más peresente que el poder porque se encuentra más cerca de su fin, comienza a darlas. Nadie las cree, nadie las necesita y es muy probable que nadie las escuche. Pero él las da.
Dar razones es lo más cerca que puede estar alguien que ha creído tener toda la razón de pedir perdón. Aunque, a estas alturas, pocos puedan perdonarle.
Fidel pide perdón a los homosexuales por la persecución a la que les sometió un régimen que se suponía que había nacido para garantizar la libertad de todos. Pide perdón por no haberse planteado el problema -si es que era un problema-, aunque les dedicara discursos de diez horas en los que los consideraba lo peor que podía dar su amada isla; por haberse dedicado a asuntos que el consideraba más importantes, como los atentados contra su persona -siempre nuestro ómbligo es mas importante que la anatomía completa de los demás-, en lugar de dedicar un espacio en su pensamiento y su revolución a garantizar el derecho de todo cubano y cubana a amar de la forma en la que quisiera y a quien le viniera en gana.
Fidel pide perdón o da razones de porque aquellos que se arriesgaban por su libertad, su opción y su elección -como lo hicieron él y los suyos cuando aún creían que todo el mundo tenía derecho a elegir- fueron perseguidos, reprimidos, escondidos y borrados de la faz de las calles y de las casas de La Habana, Santiago, Holguín o Cienfuegos.
Ahora que las cárceles y las rejas cubanas gotean disidentes de la mano de una apertura tardía, una arrepentimiento senil y una iglesia cubana comprometida -algo no muy común- que hacen posible lo que un triunfo hostil, una ideología enquistada y arcaica y un poder indiscutible e indiscutido hicieron imposible durante decadas, otros, que siguen los mismos esquemas de razón, victoria y poder,  podrían darse cuenta de que la tendencia o el impulso sexual de los seres humanos no puede regirse por esos parámetros, no puede considerarse políticamente correcto o incorrecto, no puede estimarse éticamente moral o inmoral. Podrían hacerlo pero no la hacen.
Castro no será exonerado de sus responsbilidades ante la historia y ante Cuba por un puñado de disedentes excarcelados y un rosario de peticiones de perdón a modo de solicitud de extremaución en su lecho de muerte, como no iba a ser alejado de sus logros sociales y sus victorias si no hubiera protagonizado este acto de contricción marxista. Pero al menos tendrá algo con lo que presentarse ante los libros que hablarán de él cuando haya muerto, cuando la historia convierta su cuerpo en una estatua, su nombre en una calle y su revolución en un recuerdo.
Otros, o bien creen que  no van a morir nunca, o bien dan por sentado que la historia no hablará mal de ellos por coartar  e intentar que otros coarten la libertad de aquellos que sienten y aman de una manera diferente a la que ellos consideran acorde con las creencias únicas y correctas.
A lo mejor es que, pese a su intransigencia formal y material -sobre todo material-, el caduco leninismo de Castro era menos rígido y más maleable que una doctrina que supuestamente se basa solamente en un puñado de principios expuestos a toda prisa en una montaña por el hijo de un carpintero.
A lo mejor es que el sangriento y represor régimen basado en una dictadura -aunque fuera del proletariado-  es más capaz de ver sus fallos y mostrar sus vergüenzas que una organización que, aparentemente, tiene en el perdón y el arrpentimiento dos de sus pilares ideológicos fundamentales.
 A lo mejor que Castro sea mortal y por tanto finito ha ayudado a que los homosexuales de la isla de La Española puedan vivir, respirar, caminar y amar tranquilos mucho más que el hecho de que Roma sea inmortal y se crea eterna.
A lo mejor El Estado y La Revolución, de Valdimir Ilich Ulianov es más fácil de releer y de reinterpretar que El Levítico.
Castro y su revolución, cuando ya a nadie le importa y el mal está hecho, han renunciado a aquello en lo que el poder, la lucha y la intolerancia les habían convertido y, al menos de palabra y pensamiento, han vuelto a abrazar la libertad. Fidel, el gallego incombustible pero mortal, ha vuelto, por lo menos en esto, a ser un hombre y no un dirigente, ha vuelto a ser un revolucionario y no un dictador.
A Cuba y al resto del planeta ya sólo le va quedando el peso y el problema de la otra mitad de la campana de Gauss ideológica que diseña el pensamiento humano en nuestros días. Por lo menos en lo que a la homosexualidad se refiere.

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