Dice mi hija mayor -que en estas fechas parece debatirse entre el deseo adolescente de ignorarme y la necesidad, también adolescente, de aborrecerme- que tengo el vicio de la tragedia y la presciencia -ella no lo dice así, por supuesto-, es decir, que me empeño en fijar mi mirada y mi reflexión en aquello que puede pasar dentro de mucho tiempo si lo que ocurre ahora evoluciona de la peor manera posible. Pues va a ser que tiene razón -que a su edad también está necesitada de tenerla-.
Y el último de esos accesos de presciencia trágica me llega al hacer una lectura cruzada -diagonal se llama ahora, creo- de las noticias y los datos que, más allá de sus signos ideológicos y sus sellos políticos, publican diarios y periódicos nuestros y de allende nuestras fronteras -si lo sé, leer nunca ha sido una actividad recomendable-.
Leo que el Tea Party estadounidense -hasta hace poco un conjunto de intransigentes político religiosos más o menos peleones y llamativos- convoca a un millón de personas en Washington al grito de más dios y menos estado y gana las primarias en Delaware; que una asociación en defensa del islam -de su islam, claro está- pide la eliminación de la libertad de expresión en un país en el que incluso está permitido insultar a su monarca -siempre y cuando se haga educadamente, eso sí-; que la Francia de Sarkozy se enroca en la dinámica de la prohibición de todo -empezando por el velo integral de 2.000 mujeres- y en la expulsión de todo -comenzando por los gitanos-; que la Alemania de Merkel acepta con desinterés y apatía que la mano derecha de su canciller eche la culpa de la Segunda Guerra Mundial a las movilizaciones del ejército polaco en febrero de 1939 dimita y se quede tan ancha; que el vicario blanco de la iglesia católica acusa a los medios de comunicación de una conspiración por no callarse y ocultar los crímenes y abusos de los miembros de su jerarquía...
Y leo que en España un 57 por ciento de la población está en contra del Islam, el 68 por ciento contra los gitanos, el 35 por ciento contra los judíos -aunque este último dato debería darse contra los sionistas, me temo- y así sucesivamente; que los socialistas están preocupados del caso Matsá y los populares del caso Gurtel; que los catalanistas siguen intentando eludir el caso Liceo; que los nacionalistas vascos se ajustan y desajustan las corbatas intentando que no se les atraganten las relaciones de su consejero de Sanidad, Rafael Bengoa, con diversas empresas sanitarias...
Mis ojos se fijan total o parcialmente en todo eso y tiendo a unificarlo, a buscarle una referencia conjunta, a contextualizarlo como parte de un todo. Debe ser otro vicio. Pero ya ni siquiera me repito angustiado la pregunta que se hiciera el monarca tolkiniano de Rohan. ¿como hemos llegado a esto? Mi pregunta es mas digamos presciente ¿como vamos a salir de todo esto?
Y mi respuesta es -y aquí llega de nuevo el análisis de la mayor de mis vástagos- más trágica. No vamos salir de esto.
Todo está relacionado, todo es producto del mismo sentimiento, de la misma imposibilidad y, hoy por hoy, estamos incapacitados para abandonarla. Los Tea Party estadounidenses ascienden como la espuma porque el estadounidense medio de antaño -o sea, blanco, anglosajón y protestante- ha dejado de ser el héroe y el ejemplo nacional para convertirse en aquel que carga con el peso de todo lo malo que genera su país.
El medievalismo yihadista y fanático se engrandece porque la condición de creyente ha pasado a ser lo único que para ellos dignifica la existencia de muchos que ven que el resto de las facetas de su vida están al borde de la aniquilación o del absurdo.
El "expulsionismo" y el "prohibicionismo" de Sarkozy se asienta sobre los pilares de una sociedad que ve que sus opciones se agotan, que sus caminos se cierran por intentar llevar a cabo los ideales utópicos que aquellos que pensaron la nación les dejaron en herencia.
La apatía alemana se fundamenta en el cansancio de décadas de tener que demostrar su identidad ética y de pedir disculpas por algo de lo que solamente fueron responsables parcialmente y a lo que contribuyeron muchos otros.
La ofendida rabia pontificia está justificada -al menos para él- en décadas de la aceptación de que la pervivencia y la buena imagen de una institución que se niega a cambiar eran más importantes que la vida y la dignidad de aquellos que se suponía que integraban esa institución.
Y lo de España. Lo de España es tan viejo como las sanjuanadas, como la picaresca, como el mito y el rito del sálvese quien pueda y barramos para casa. Como el refrán aquel que dice el que parte y reparte se queda con la mejor parte.
Y no vamos a escapar de esto. Nos vamos a enterrar hasta los hombros en ello, nos vamos a rebozar en ese lodo hasta que seamos incapaces de oler, de respirar otra cosa. Lo vamos a hacer porque hay un factor que somos cada vez más incapaces de reconocer, de aceptar, de asumir: el error.
Los Tea Party se hacen ultrareligiosos y ultranacionalistas porque sus integrantes y sus seguidores son incapaces de asumir sus errores. El americano medio está es la situación en la que está, no porque los negros les quitaran nada, no porque los musulmanes hayan creado un lobby -imitando a los judíos, por supuesto- para colocar a todos los suyos en buenas posiciones con el fin último de islamizar Estados Unidos, no porque los ateos de izquierda para ellos sospechosos de agentes de comunistas -como si el comunismo estuviera en posición de pagar agentes a diestra y siniestra- estén minando los valores de los padres fundadores de la nación, no porque hayan sido explotados por lo que han dado en llamar "la oligarquía de Washington".
El americano medio está como está porque durante generaciones ha ignorado la necesidad de educación, ha menospreciado la necesidad de evolución social y personal, ha creído que el hecho de ser americano era un pasaporte inagotable hacia el bienestar, ha dado la espalda a la necesidad de mirar más allá de sus necesidades para comprometerse con las de su vecino, ha creído que agitar su bandera y cantar su himno eran actos suficientes para mantener su país por el buen camino. Los errores son suyos, pero no los reconocerán, ahondarán en ellos.
Los grupos yihadistas, las organizaciones terroristas fanáticas del Islam mal entendido, los grupos y congregaciones más integristas de esa religión se hacen numerosas, fuertes y cada vez más sangrientas por el simple motivo de que sus reclutas no pueden asumir sus errores. El islam está como está, sometido a la presión constante del fanatismo religioso más radical, no porque occidente haya iniciado una nueva cruzada contra ellos, no porque no se les respete y se les persiga, no porque los infieles pretendan imponer sus criterios, no porque Israel pretenda arrebatarles sus tierras, no porque un insignificante pastor se empeñe en quemar cuarenta coranes en los campos de Florida.
El mundo musulmán está como está porque durante décadas han permitido que sus gobernantes dilapiden el dinero que proviene de sus recursos en fiestas, viajes y lujos en lugar de utilizarlo para sacar a sus poblaciones del estado medieval en el que se encontraban; porque han permitido que sus mulahs y sus imanes les convencieran para acudir a las madrassas y no a las universidades, porque han apoyado sus revoluciones y sus reclamaciones en la religión y no en la justicia, porque ha creído que el rezo y la peregrinación les iban a conceder algo que tenían a mano gracias a los ingresos energéticos de muchas de sus naciones y les era negado por alguien diferente a su dios, porque han mirado al jeque y a su serrallo con envidia, no con indignación. Los errores son suyos, pero no serán capaces de verlos, se perpetuarán en ellos.
Sarkozy y la Francia que lidera se convierten en adalides de las deportaciones masivas de gitanos, defensores de la retirada de la nacionalidad a los delincuentes de origen no galo, obsesos de la prohibición del burka porque la población que defiende esas medidas no puede reflexionar sobre sus errores. Francia está como está, no porque los extranjeros desafíen las leyes de inmigración, no porque los musulmanes se empeñen en llevar lo que los franceses consideran un símbolo religioso en su sociedad laica; no porque los gitanos delincan y no paguen impuestos, no porque la inmigración les quite el trabajo, no porque los que llegan de fuera se dediquen a realizar acciones criminales además de quitarles el empleo.
Francia está como está porque sus gobiernos y sus habitantes han sido incapaces de escapar de si mismos, han insistido en el error napoleónico de integrar individuos ignorando sus peculiaridades y sus grupos de referencia, porque sus sindicatos -muchas veces admirados en estas líneas- han negado concesiones que debían hacer, porque se han olvidado de su fraternité, porque no han mirado a la sociedad y han observado en exceso al individuo, porque no han querido hacer lo que otros están dispuestos a hacer por menos sueldo que ellos. Los errores son suyos, pero no quieren saberlo, se revolcarán en ellos.
Y lo mismo la Alemania que no ha sabido decir basta ya y salir de su complejo ético, que no ha sabido compartir la unificación en lugar de dividirla, que no ha sabido dejar de pedir perdón. Y lo mismo la iglesia católica que no ha sabido purgar a sus ovejas negras, actualizar sus normas o modificar sus dogmas para evitar que eso y otras cosas ocurrieran.
Y por supuesto España. España no está como está porque la clase política sea especialmente perversa o porque los extranjeros nos utilicen de punto de entrada en Europa. España está como está, con sus partidos -todos sus partidos- mirando de reojo a los tribunales y los casos de corrupción, porque hemos hecho de eso una forma de vivir, porque quisimos convertirnos todos en especuladores inmobiliarios, porque no hemos sabido denunciar nuestros salarios en negro, nuestras facturas sin IVA, nuestras falsas tasaciones de viviendas y nuestros fraudes a Hacienda.
Estamos así porque les hemos mandado a aquellos que tienen la posibilidad de llevar esa orgullosa picaresca a un más alto nivel el mensaje de que podían hacerlo, de que no nos importaba. Que les envidiábamos pero no les rechazábamos, que nosotros haríamos lo mismo si pudiéramos. Estamos como estamos por nuestros errores, pero nunca lo reconoceremos, profundizaremos en ello.
Así las cosas, toda esta lectura diagonal me lleva a una conclusión. No saldremos de esto. Si no nos concentramos en un cambio radical de ver la vida y el error, acabaremos enterrados en ellos.
Acabaremos atomizados en sociedades en las que cada grupo verá el problema -desde la escasez hasta la falta de oportunidades- en la acción del otro no en la inacción o el error propio; divididos en tribus en las que cada contratiempo -desde la sequía hasta la enfermedad- se percibirá como producto de la impiedad del otro y no de la falta de previsión propias; secesionados en clanes en los que cada fallo será ignorado para mantener la pureza de la idea o la norma que nos sustenta y será cargado sobre los hombros del vecino -y por entonces ya enemigo- más cercano.
Si seguimos así, negando el error y por tanto la posibilidad de enmendarlo, acabaremos en la barbarie. Pero, en contra de los bárbaros originales, habremos perdido el impulso, la fuerza y la humildad necesarias para salir de ella. Y este debe ser el momento de presciencia trágica al que se refiere la mayor de mis hijas. ¡Que se le va a hacer!
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