domingo, junio 30, 2013

Asimov y Narciso hablan de política y de lo nuestro

Existe un viejo relato de ciencia ficción del maestro Asimov llamado "Cordura" en el que un pobre hombre, un ciudadano de a pie, encuentra, casi por casualidad, el motivo por el que su futurista sociedad funciona de mala manera. 
Así, llegando a alguna información clasificada, el tipo descubre que la economía funciona a ciclos porque hay una ministra ciclotímica pilotándola, que el ejercito es furiosamente represivo porque lo encabeza un comandante en jefe profundamente sociopático o que los servicios secretos ven enemigos del Estado en todas partes porque tienen al frente a un paranoide con manía persecutoria.
El buen hombre lo dice en alto y, como no podía ser de otra manera, es detenido y llevado ante el poder. Cuando demuestra sus afirmaciones con datos, el presidente mundial sonríe y le hace una pregunta
- ¿No se le ha ocurrido pensar que ha confundido causa y efecto?
Y ante la estupefacción del pobre ciudadano le explica que no es que la economía funcione a ciclos por culpa de la ciclotimia de la ministra es que se busca ministras ciclotímicas para que la economía siempre funcione a ciclos y se buscan paranoides para que los servicios secretos encuentren constantemente enemigos del Estado.
- La humanidad ya no puede vivir sin la locura. Se ha acostumbrado a los ritmos que esta impone. Se ha desarrollado sobre ella -le dice el presidente al hombre que, derrotado completamente, se deja arrastrar hacia su encierro- No se sienta mal. Usted no está loco. Lo estamos nosotros. Por eso ahora encerramos a los cuerdos.
Así acaba el relato que en realidad más que de ciencia ficción es de anticipación. Porque algo muy parecido nos está pasando a nosotros.
Dicen que uno de cada cien orgullosos miembros de  nuestra sociedad es narcisista psiquiátricamente hablando. Y cuando digo nuestra me refiero a ese Occidente Atlántico que consideramos civilizado más allá de toda duda razonable, no solamente a nuestras fronteras, que ahora padecen tantos acosos sociales que nos resulta muy difícil centrar nuestra atención más allá de ellas.
Pues bien, ¿qué es un narcisista?
Los expertos dicen que alguien que experimenta “muestras ubicuas de grandiosidad, necesidad de admiración y falta de empatía”. Y da miedo, realmente da miedo, porque en esa descripción nos entran todos los políticos occidentales atlánticos.
Personajes que defienden que van a trasformar la Educación Española en un año llevándola al nivel que no ha tenido en 20 años, individuos que hablan de conducir a su nación sojuzgada por el españolismo a la grandeza y la independencia, portavoces que hablas de lograr con una sola ley el nivel de igualdad que los siglos han negado a ambos sexos, ministros que consideran un agravio insoportable que les abucheen, parlamentarios que creen que manifestarse contra ellos es atacar la esencia del Estado, que recordarles sus vergüenzas en público y en privado es ser un totalitario nazi fascista.  
Toda suerte de seres y estares que precisan de la grandiosidad para hacerse respetar, para darse a conocer, para justificar su existencia y posición.
Partidos políticos que gastan lo que el país no tiene en congresos faraónicos en Galicia o Valencia, en reuniones ejecutivas en hoteles de cinco estrellas en Cascais. Alcaldes que dilapidan caudales municipales en fastos papales o en despliegues de candidaturas cuando el Comité Olímpico ya les ha dicho dos veces que su ciudad no está preparada para unos Juegos Olímpicos.
Candidatos que en lugar de intentar convencer a la población se rodean de afines para darse un baño de admiración y multitudes; presidentas autonómicas que encumbran a aduladores, familiares y amigos solamente para escuchar el sonido de sus voces diciéndoles lo bien que lo hacen en lugar de buscar asesores preparados que detecten y corrijan los fallos de su política. 
Ministros de Hacienda que preparan una sola frase acusatoria sarcástica como contestación arrojadiza a los que les acusan de haber hacho mal las cosas y luego esperan impertérritos el aplauso y los vítores de su bancada con una sonrisa de soberbia torciéndoles el gesto.
Y de la falta de empatía ya ni hablamos.
Ministras de Sanidad que ignoran la desesperación de los ilegales, los dependientes, los enfermos crónicos, en aras de mantener sus propias decisiones; ministros de Educación que anteponen sus criterio al de toda la comunidad educativa, los expertos en sociología de la educación y quien sea para lograr tener razón; presidentes del gobierno que ignoran el sufrimiento de los parados y les retiran los subsidios, que son incapaces de imaginar como se siente una familia desahuciada y se niegan a modificar la legislación hipotecaria; diputadas que mandan a joderse a todos los parados del país; líderes empresariales que exigen aceptar el servilismo por menos dinero mientras se llenan los bolsillos con quiebras fraudulentas.
Da miedo. Realmente, da miedo y repugnancia pensar que ese uno por ciento de narcisistas se haya acumulado en las filas de la función política de esa manera.


Es entonces cuando, recordando el relato del bueno de Isaac, el corazón se te encoge de terror.

¿Y si hemos confundido la causa con el efecto?
Porque nuestra sociedad occidental atlántica lleva siglos viviendo de la grandiosidad. Haciendo declaraciones grandilocuentes en la que se nombra a sí misma la más evolucionada, la más desarrollada; firmando documentos en los que estipula que el ideal para todos los demás es lo que nosotros somos. Papeles en los que mostramos una chirriante condescendía con todos aquellos que no son como nosotros hemos decidido ser, considerándoles subdesarrollados, en vías de desarrollo o emergentes.
Porque mantenemos instituciones que pretenden obligar a todos a seguir los parámetros económicos que hemos seguido nosotros aunque nos hayan llevado al desastre; porque rechazamos toda organización, toda cultura y toda ideología que no coloque nuestros puntos de vista en un altar y se arrodille a adorarlos como si fueran la palabra revelada de un dios menor.
Y no solamente en los niveles oficiales. Centenares de organizaciones y estructuras sociales hacen lo mismo. 
Pretenden analizar a las mujeres de allende nuestra cultura a través de los prejuicios que ni siquiera han logrado imponer dentro del espacio del imperio; intentan estudiar la situación de los niños de otros continentes utilizando parámetros que solamente son aplicables en nuestra sociedad e ignorando las circunstancias en las que ellos viven, quieren resolver situaciones que no comprenden utilizando soluciones que parten de nuestros constructos occidentales y que no tienen en cuenta lo que piensa el resto del mundo.
Y dentro es mucho peor. Estructuras religiosas que intentan colar como universal una moral que solo es suya, organizaciones que pretenden representar a quien no representan y dan por sentados derechos que no existen o la necesidad de anteponer sus derechos a los de otros que ni siquiera tienen la posibilidad de defenderse.
Ideólogos de barra de bar e ideólogas de mesa de café que se declaran superiores culturalmente a civilizaciones que tienen seiscientos años de existencia cuando no son capaces ni siquiera de escribir con "v" la cerveza que se toman ni de poner la tilde en el café que beben.
Políticos que tienen la osadía de calificar de mediocre a un universitario capaz de resolver en un cuarto de hora una ecuación diferencial no balanceada mientras ellos son incapaces de redactar de forma legible sus páginas web.
Organizaciones que carecen de la empatía suficiente como para darse cuenta de la situación de conjunto como para ceder ni un ápice en sus reivindicaciones parciales en aras del bien general, como para reconocer los errores que comenten y los que están cometiendo dentro de la sociedad aquellos y aquellas a las que dicen representar. 
Puede que los objetivos y las motivaciones sean diferentes. Puede que unos busquen el propio beneficio y otros crean que trabajan por la justicia. Pero el vicio y la locura son los mismos. Solamente son capaces de mirarse a sí mismos.
Y todavía te sientes más como el personaje de Asimov cuando te das cuenta de que a nivel personal funciona así.
Dicen los psiquiatras que un narcisista es "una persona absorta en sí misma, convencida de su propia importancia más allá de toda duda razonable y con una necesidad patológica de recibir muestras de admiración y toda clase de atenciones de los demás".
La definición debería hacernos temblar las carnes.
Nuestra vida es así. Cualquier problema nuestro nos absorbe, nos resulta mucho más importante que el sufrimiento general que nos rodea. 
Nuestra necesidad de una nómina nos hace ignorar que miles y millones de personas la están perdiendo a nuestro alrededor por la injusticia, vivimos con la mirada centrada en nuestros ombligos ignorando todo lo demás.
Ignorando el problema de la educación pública si llevamos a los niños a un colegio privado, ignorando el problema de las becas si no nos afecta, de la dependencia si no somos dependientes, del paro si tenemos trabajo, de las pensiones si no tenemos 65 años, de la sanidad si no somos inmigrantes o tenemos un seguro privado.
Para nosotros lo único importante es lo nuestro, lo que nos afecta y todo lo demás es irrelevante. Puede que teóricamente reconozcamos que es injusto, pero nos resulta irrelevante a la hora de marcar nuestras decisiones y nuestras actuaciones, llevándolo incluso a los niveles más íntimos y personales.
Nuestra necesidad de reconocimiento es tan patéticamente patológica que si no la recibimos nos agarramos a ese constructo inventado por la autoayuda llamado autoafirmación.
Tras cada "estoy estupenda", cada "soy la leche", cada "soy la caña" o cada "yo me lo merezco", "él o ella se lo pierde" hay una neurona que nos impide analizar nuestras carencias, una sinapsis que nos bloquea el camino a reconocer nuestros posibles errores, una conexión neuronal que nos arroja al narcisismo. Nos impide pensar en contra nuestra y a favor de todos los demás.
Vivimos exclusivamente pendientes de nuestras necesidades. Creemos saber perfectamente lo que queremos de nuestros padres, de nuestros hijos, de nuestros amores y nos enfadamos y frustramos sino lo recibimos continuamente y por completo. Pero no dedicamos ni un segundo a analizar lo que necesitan de nosotros y si les estamos correspondiendo para equilibrar nuestras exigencias. Queremos que nos amen, que nos quieran, pero no nos preocupamos de amar, de querer.
Vamos a nuestros trabajos deseando el reconocimiento que no nos dan pero no nos preocupamos de dárselo a los compañeros que también se lo merecen. Nos arrojamos a la caza los viernes por la noche para buscar el placer que precisamos y luego nos quejamos si no lo obtenemos plenamente en el coito elegido, sin pararnos a pensar que nosotros no hemos hecho tampoco nada por dárselo al otro o la otra, asumiendo que en los polvos fugaces esa no es nuestra tarea.
Afortunadamente, no hemos llegado al nivel del relato de Asimov. Todavía hay gentes que, en lo social y lo personal, no han desarrollado la locura, esa obsesión de regodearse en su propia imagen o al menos la mantienen bajo control y no la anteponen a todo lo demás.
Las mareas de todo color reivindicativo, los que luchan por las casas y la dignidad de otros, los estudiantes que se enfrentan al poder por los derechos de todos aunque sus notas les den de sobra para una beca, los que se arriesgan a perder el trabajo por defender a los que ya lo han perdido, aquellos y aquellas que tratan de parar y no vencer en la lucha de sexos y lograr el entendimiento entre ambos, los que intentan ver con sus propios ojos y su propia cultura a aquellos que no entendemos y buscan hallar un punto de encuentro con ellos. Todos son la esperanza para romper esa tendencia narcisista que nos está matando de complacencia y de miedo. 
Aún son demasiados como para encerrarlos en un olvidadero y seguir a lo nuestro, extasiados en la contemplación de nuestro propio reflejo hasta que nos arrojemos a él y nos ahoguemos como el mito clásico.
Aún tenemos la posibilidad de elegir su camino: de dejar de pensar "qué haría yo si fuera el otro" y pesar simplemente "por qué hace él otro lo que hace siendo él". O sea la más pura y simple de las empatías.
Si no lo hacemos, daremos la razón al porcentaje de narcisismo patológico que usan los expertos. Será completamente cierto que el narcisismo afecta de forma irreversible al menos a un uno por ciento. Al menos a un uno por ciento de las sociedades de La Tierra . A la nuestra. 
Aún podemos evitar que el relato del maestro de la anticipación cambie de género, se convertirá en novela realista pura y dura y no veamos obligados a encerrar a los cuerdos para que nos recuerden nuestra propia locura.

sábado, junio 29, 2013

Universidad mediocre o idiotez de bar y de despacho

"Yo pago impuestos, tengo derecho a decidir qué hacen con ellos y no quiero que mis impuestos paguen los estudios a alguien que sea mediocre y quien saca un 5 es mediocre".
Esto es algo que se lee y escucha continuamente entre aquellos que se han autonombrado adalides de la Cultura del Esfuerzo y la Excelencia y apoyan en foros, artículos y discusiones de bar la elitista y aciaga reforma de las becas universitarias que capitanea el Ministro Wert en contra de toda la comunidad educativa y que él mismo defiende con argumentos muy parecidos.
Se puede decir de otra forma, se puede recurrir a la diplomacia y las correctas formas de redacción, se puede tirar de sarcasmo o de ironía, de lírica o de épica, de palabras o de números. Pero la respuesta a esa aseveración solamente puede ser una:
Los que realizan esa afirmación como un absoluto son simplemente idiotas. Y mandado el mensaje básico, decorémoslo convenientemente y expliquémoslo adecuadamente.
Son idiotas porque demuestran ignorar los fundamentos más básicos que organizan una sociedad libre y democrática, son idiotas porque caen en las aberraciones más básicas a la hora de explicar su postura y de justificarla.
Empecemos con los impuestos.
La respuesta si estuviéramos acodados en la barra de bar tomando una caña -suponiendo que aún nos quede dinero para ello- sobre eso sería más o menos: "Los impuestos no son tuyos, lerdo, son de todos"Los impuestos pertenecen a toda la sociedad y es ella en su conjunto es la única capacitada para decidir a que usos se destinan.
Puede que nuestro vicio occidental atlántico del individualismo egoísta a ultranza no nos deje digerir esa realidad pero afirmar que el ciudadano tiene derecho a decidir como individuo a quien van destinados los aportes de los impuestos que pagan es un absurdo de proporciones faraónicas.
Sería como decir que el individuo que paga impuestos tiene derecho a decidir que su parte de la carga impositiva no se destine a la atención sanitaria de su vecino porque le cae mal, que no se utilice en la construcción de una carretera o de una estación de tren de la localidad de al lado porque mantiene una rivalidad secular y enfermiza con una familia que reside en ese municipio, que no se destine al sueldo de un político en concreto porque él no le votó.
Estos orgullosos ciudadanos confunden las cosas y transforman un derecho colectivo y social que se expresa en las leyes fundamentales -si se vota un estado a confesional se está diciendo que no se quiere que el dinero público se dedique a fines religiosos o si se apoya una constitución en la que no hay ejército se afirma implícitamente que no se quiere que se gaste el dinero de los impuestos en gastos militares y de defensa- en una suerte de elección a la carta de qué puede y no puede hacer la sociedad, el Gobierno y el Estado con los impuestos.
La inconsistencia de ese argumento de refuerzo y autoridad ya es el primer síntoma de estulticia de los que expanden esa argumentación sobre la becas.
Y luego esta el meollo del asunto. El concepto mismo de mediocridad.
Para explicar la estupidez que se esconde en esa aseveración hay que recurrir a los números. Varios números que en principio parecen carentes de relación.
1.786.754 -  672.213  - 302.444 -  289.100 - 198.438.
No, no es una versión perversa de la cinematográficamente famosa serie Fibonacci. Es una serie estadística que demuestra que el concepto de mediocridad que pretenden implantar los que hacen esa afirmación no solo es falso sino que además es producto de la más pura y completa ignorancia.
En el año 2011 -último del que están completas todas las cifras- hubo un total de 1.786.754 estudiantes de la ESO, de los que solamente 672.213 estudiaron bachillerato, de los que solamente 302.444 se presentaron a las selectividad, de los que aprobaron e iniciaron estudios de Grado Superior 289.100, de los cuales 198.438 concluyeron sus estudios y obtuvieron su licenciatura universitaria.
Vaya por delante que es obvio que no son las mismas personas. Pero la desviación anual es ínfima de un año a otro por lo que se pueden utilizar los datos del mismo año como ejemplo argumentativo.
¿De verdad nos quieren hacer creer que sacar un cinco en un examen universitario es ser mediocre?, ¿de verdad creen que una nota que te permite pasar un corte en el que se queda el 89 por ciento de los que inician la enseñanza obligatoria en nuestro país te convierte en mediocre?, ¿de verdad intentan convencernos de que formar parte del 11 por ciento que consigue acabar todo ese proceso, aunque sea con un cinco supone ser mediocre?
Podremos discutir si el porcentaje de licenciados universitarios, que asciende al 29% incluyendo además los títulos de grado medio, es demasiado elevado para un mercado laboral que todavía se niega a remunerar adecuadamente esas licenciaturas, podremos quejarnos de que debería haber más titulaciones de grado medio y menos de Grado Superior pero afirmar como argumento que un aprobado universitario es síntoma de mediocridad no puede catalogarse, a la vista de esa brutal selección intelectual que supone -otra cosa sería si se aprueba el actual sistema de becas, que ya incluiría una selección económica-, de otra forma que no sea como una rotunda idiotez.
Llamarles mediocres es como decir que el menos cualificado de los ingenieros, físicos y demás que han colocado la Estación Espacial en órbita es un científico mediocre. Ser el menos capacitado de los muy capacitados no te convierte ni puede convertirte en mediocre. La mediocridad debe aplicarse sobre el colectivo general no sobre un colectivo específico que ya ha traspasado el umbral de una selección intelectual en la que se han quedado otros muchos.
Pareciera que queremos que todos los médicos arquitectos, abogados, historiadores, economistas y demás tuvieran que sacar un 10 o una matrícula de honor para poder ser profesionales confiables. Aseguran que eso es lo ideal, que eso es lo que hay que buscar con esa "excelencia" suya que se han sacado de la manga.
Otra estulticia de dimensiones bíblicas.
En Suiza y el Reino Unido -los países reconocidos como con los mejores sistemas universitarios del Occidente Atlántico- el porcentaje de alumnos que concluye sus estudios universitarios con sobresaliente o matricula de honor apenas llega al 3% y en la adorada Alemania -que parece últimamente servir de ejemplo para todo- apenas llega al 1,5 por ciento.
¿Qué haríamos entonces cuando no tuviéramos licenciados suficientes para cubrir las plazas en la sanidad pública? ¿como solucionaríamos que no tuviéramos profesores y catedráticos suficientes para la Educación pública?, ¿cómo nos las arreglaríamos cuando no hubiera abogados suficientes para garantizar la posibilidad de defenderte en un juicio o bastantes ingenieros para asegurarnos el diseño y ejecución de las obras públicas?
¿Los importaríamos de otros países como hace la proverbial Alemania?, ¿pondríamos esas áreas en manos de gentes que no tienen la preparación académica? ¿contrataríamos chamanes y curanderos para la sanidad y experimentados abuelos, educados en "la universidad de la vida" para la enseñanza?
Y además es de suponer que si un doctor en medicina acaba sus estudios con matricula de honor con una beca y se dedica a abrir una clínica privada en la que gana una fortuna por aumentar y modelar a golpe de implante silicona las zonas erógenas de adineradas clientas tendríamos que pedirle que devolviera la beca, porque nosotros no pagamos los impuestos para eso. 
O que si una abogada cum laude es fichada por una empresa y se dedica a encontrar los agujeros y resquicios legales para lograr que sus empleadores eludan la mayoría de sus obligaciones fiscales, estaríamos en el derecho de exigirle que pagara las tasas universitarias a posteriori y con intereses de demora porque la sociedad no le ha pagado los estudios para que luego la perjudique, ¿o no?
En fin, que cualquier desarrollo argumental que se siga partiendo de esa afirmación absurda de que "Yo pago impuestos, tengo derecho a decidir qué hacen con ellos y no quiero que mis impuestos paguen los estudios a alguien que sea mediocre y el que saca un 5 es mediocre" solamente nos conduce a un lugar: a la idiotez.
Aquellos que están en la universidad, que la siguen con aprovechamiento y que concluyen sus estudios universitarios ya han demostrado suficientemente su condición intelectual y estar en la media de su colectivo concreto -que eso también significa mediocridad- no supone menoscabo alguno a sus capacidades y por tanto a su derecho a una beca universitaria si no tienen los recursos económicos para sufragarse los estudios por sí mismos.
Y si todavía hay alguien que, ya sea acodado en la barra del bar o retrepado en su sillón ministerial que piensa que todo lo dicho no es aplicable porque "en la universidad española es muy fácil sacar un aprobado y porque hay carreras que son muy sencillas le propongo lo siguiente

Que resuelva

Que responda
Analizar el comportamiento de Mohamed T.A. de acuerdo con los hechos probados que seguidamente se describen. Procédase a su calificación jurídica y a la determinación de la responsabilidad penal de Mohamed T.A. De apreciarse la concurrencia de ésta, procédase a la determinación e individualización de la pena a imponer, así como de la responsabilidad civil.
 Hechos probados: “Sobre las 22.20 horas del 22 de agosto de 2007, se encontraban Munir A. junto con Karim A. y otros amigos en la puerta del bar “El Sardinero”, de Ceuta, tomando unas cervezas, y en un momento dado, al reírse aquél, se dio por aludido el acusado Mohamed T.A., que estaba también allí, y tras preguntarle a Munir de qué se reía, se entabló una discusión entre ambos en la que se insultaron e incluso llegaron a empujarse, procediendo en un momento dado Mohamed a retroceder dos o tres pasos y sacando una pistola semiautomática, marca parabellum 9mm, que llevaba dentro del pantalón, y que no ha sido localizada, le disparó una sola vez a las piernas, tras lo cual se dio a la fuga en una motocicleta. Munir sufrió lesiones por arma de fuego tanto en el miembro inferior derecho como en el izquierdo, tardando en curar 105 días, sufriendo, entre otras secuelas, cojera del miembro inferior derecho y atrofia de la musculatura del miembro inferior izquierdo”.

Que Solucione
Implementar una función en Matlab que ordene un vector de menor a mayor mediante el algoritmo de la burbuja expresado de la siguiente manera:
dado un vector x de n componentes
◦ hacer i=1,2,3...n
▪ hacer j=1,2,3...n-i
• si elemento j del vector x es  mayor que elemento j+1,
◦ intercambiar elemento j del vector por j+1
• fin del si
▪ fin del hacer
◦ fin del hacer
Ej: x=[4 2 1 5] va generando los subvectores [4 2 1 5], [2 1 4 5] y [1 2 4] 

Y cuando, después de días o incluso meses de buscar en Wikipedia, el Rincón del Vago o cualquier otro espacio de "excelencia educativa", sea incapaz de contestar, que piense que cualquier alumno de primero de esas carreras universitarias tiene menos de un cuarto de hora para contestar a esas preguntas y que, por difíciles que le parezcan, no le dan más de un punto y medio en un examen parcial de su asignatura.
Y luego que vuelva al bar o al ministerio para hablar de esa mediocridad que no está dispuesto a pagar con "sus" impuestos que supone un aprobado universitario.
Si logra no sentirse como un completo imbécil, le retiro el insulto.

jueves, junio 27, 2013

El PP tiene razón: hace falta una reforma educativa


Ya estaban tardando. El Partido que sustenta al Gobierno ha lanzado su campaña para defender la necesidad de la LOCME, para aclararnos la cristalina realidad que nuestro radicalismo antisocial y antidemocrático nos oculta.
Han inaugurado un espacio llamado La verdad de las reformas y han dado en el clavo: es necesaria una reforma educativa urgente.

"No hay un ataque al sistema educativo público. Lo que se quiere garantizar es que las futuras generaciones cuenten con una educación de calidad, publica, competitiva y universal".
¿Quién lo publica?, ¿lo publica la calidad?, ¿lo publica la competitiva? ¡Ah no! ¡Que es pública -con acento- y se han comido la tilde!

"La LOMCE no segrega ni aumenta la inequidad del sistema educativo. La LOMCE intenta conseguir retener a los alumnos en el sistema educativo flexibilizando trayectorias y adaptando los estudios a sus posibilidades. Para ello en tercero curso de la ESO establece una opcionalidad y en 4º establece dos itinerarios, uno hacia la enseñanza académica y otra hacia la Formación Profesional".
¿En qué forma puede aumentarse algo que no existe? ¿se refieren a la iniquidad del sistema -o sea a su maldad- y se han confundido en la letra "e"?, ¿o acaso se inventan un antónimo de equidad que no figura en el diccionario de la Real Academia de la Lengua en lugar de utilizar los ya existentes como parcialidad o injusticia? Y rematan con "opcionalidad". Dos términos inexistentes en un solo párrafo. Un auténtico récord.
¡Quien sabe! A lo mejor lo aprendieron en "tercero curso" de la ESO en lugar de aprender el correcto uso de los ordinales. O quizás es que eligieron el itinerario que lleva hacia la Formación Profesional.
¿O será la itineraria? ya que "uno lleva a la enseñanza académica y otra - la itineraria, se supone-hacia la Formación Profesional". 
¿Será esta una nueva forma de paridad?, ¿será la nueva concordancia cremallera -como las listas electorales propuestas por su rival político- una masculina, una femenina, alternativamente para mantener la igualdad de género?

"La LOMCE contiene una memoria económica, contiene un estudio serio y riguroso de los efectos de la Ley clasificados por las diferentes medidas y estimadas por años de implantación, no contiene gastos consolidados. Todos los gastos que figuran son gastos que han de realizarse para la implantación de la ley, y que han de mantenerse permanentemente. Contienen un mecanismo de financiación".
¿Qué es lo que está estimado por años de implantación?, ¿Los efectos de la Ley -así con mayúscula- y se les ha cambiado de nuevo el género del adjetivo?, ¿las medidas y se les ha colado una conjunción copulativa antisistema y radical que no viene a cuento?
Debe ser lo segundo porque también se les ha infiltrado una coma arrojada a su suerte en mitad de una coordinada copulativa.
Y de la cuestión de la redundancia ya ni hablamos. Cuatro "contiene" en un mismo párrafo. Debe ser que el día que explicaron el uso de incorpora, comprende, introduce, añade, presenta o desarrolla como sinónimos contextuales de contiene los redactores de este texto estaban demasiado ocupados pegando carteles de Mariano Rajoy como para ir a clase.

"La educación es una materia cuya competencia ejecutiva se encuentra transferida a las CC.AA. Son ellas quienes, en función de la realidad sociológica con al que se encuentran realizan su programación educativa y asignan sus recursos bien a la enseñanza pública, bien a la enseñanza concertada".
Solo para que conste: Son ellas quienes, en función de la realidad sociológica con la -no "con al"- que se encuentran, realizan su programación educativa y asignan sus recursos, bien a la enseñanza pública, bien a la enseñanza concertada.
Las comas -esos curiosos simpáticos rabitos que funcionan como signos de puntuación- son como los Dry Martini de James Bond: mezcladas, no agitadas. Colocadas, no esparcidas.

Y esto es la joya de la corona
"Se han recibido a través de correos electrónicos informaciones donde indican que la reforma educativa hará que el catalán sea la cuarta lengua en la escolarización de los niños, por detrás del castellano y las dos lenguas extranjeras. Añaden que esta reforma haría que el alumnado pudiera obtener las titulaciones de ESO y Bachillerato sin examinarse de la asignatura de catalán y que se replantee la decisión, puesto que el catalán también forma parte de la enorme riqueza cultural española y es un tesoro que hay que conservar".
¿Están de acuerdo con eso?, ¿argumentan en contra, a favor o permanecen neutrales?, ¿el hecho de que las informaciones lleguen por correo electrónico es lo que demuestra que están equivocadas?, ¿habrá una argumentación del Partido Popular a favor o en contra de este listado de acusaciones en un futuro próximo?,¿han olvidado el uso de los entrecomillados?, ¿nunca llegaron a aprenderlo?

De principio a fin, el texto en cuestión da la razón de forma rotunda y contundente al Partido Popular y al ministro Wert: hace falta de forma urgente una reforma educativa.
Una reforma educativa que impida al colegio privado del becario que redactó el texto aprobarle por el mero hecho de que su padre hace generosas aportaciones al fondo del centro; una reforma educativa que prohíba al claustro del instituto privado en el que estudió  el destacado militante que corrigió este texto aprobarle el bachillerato por más que su papá tenga grandes planes para él y haya apalabrado ya un puesto en el organigrama del partido.
Y sobre todo una reforma educativa que envíe de una patada en el trasero a un aula de primaria -en un colegio público,  por cierto y con tilde- a cualquier político, portavoz o ministro que haya dado el placet a este desaguisado lingüístico y ortográfico por más títulos que le hayan regalado las universidades privadas a las que su dinero, su alcurnia y su apellido le dieron acceso.
Hace falta esa reforma educativa. El PP lo demuestra. 


Niños a la carta y la inmadurez como derecho.

Acuciados como estamos por los constantes frentes que nos imponen aquellos que han decidido cambiar todo lo que somos en su propio beneficio, corremos el riesgo de dejar de prestar atención al verdadero motivo que nos ha llevado a la situación que padecemos.
No estamos como estamos -y barruntamos que vamos a estar peor- por causa de la corrupción política, la indolencia gubernamental, la avaricia financiera, la incoherencia en la administración del Estado, la irresponsabilidad en el ejercicio del poder y la intransigencia ideológica. Esos no son los motivos que nos están matando por dentro y por fuera como individuos y como sociedad. 
Sin duda, son los síntomas más preocupantes, virulentos y onerosos de la enfermedad que nos aqueja y nos destruye, pero no son las causas.
La principal causa de nuestros dolores y pesares somos nosotros mismos y aún no lo hemos comprendido. Sé que esto no gusta oírlo pero es así. Llamar a la lucha contra lo que nos imponen no tiene sentido si no se llama también a la lucha contra lo que nosotros nos hemos impuesto a nosotros mismos. No se puede ganar la batalla en el primer frente si no se hace la guerra en el segundo. Aunque no nos guste reconocer nuestros errores.
Si hubiéramos hecho la travesía del desierto ético al que nos han arrojado generaciones de civilización occidental atlántica anclada y enrocada en su individualismo egoísta, en su voluntaria y malhadada confusión entre deseos y derechos, en su constante y completa elusión de la responsabilidad hacia los demás, tanto los presentes como los futuros, no nos arrojaríamos ahora a un nuevo debate, a una nueva exigencia que ahonda más en todos esos elementos.
Parece que ahora hay que debatir sobre la posibilidad de elegir a la carta el sexo de nuestros hijos. Parece que alguien ha decidido que esa es nuestra última frontera, el último obstáculo de nuestra libertad, de nuestro derecho a decidir.
Y aparte de ignorar el hecho de que ese debate lo alimentan y lo promueven las clínicas de fertilidad -la técnica genera una factura por la nada despreciable cifra de 200.000 euros-, ignoramos la parte más esencial de ese debate.
Argumentamos que tiene que ver con la libertad pero no, no tiene nada que ver con la libertad. Tiene que ver con el control. Aquellos y aquellas que defienden la necesidad de legalizar esa libre elección del sexo -o, a posteriori, de cualquier otra característica física de sus hijos e hijas- no están exigiendo que se les conceda libertad, están reclamando que se les garantice el control.
Ninguna necesidad de nuestros hijos, ninguna necesidad social, ninguna necesidad ética, queda cubierta por la elección de sexo de un vástago. Todas las necesidades que cubre ese supuesto derecho están en la mente y solo en la mente de los padres y las madres.
Y como ahora parece muy de moda escudarse en las excepciones para argumentar en los debates éticos, vaya por delante que de toda esta reflexión están excluidas de antemano las elecciones de sexo que tienen como objetivo evitar una enfermedad o un defecto congénito al niño que nace.
Hecha la salvedad, sigamos. Todo esto no tiene nada que ver libertad. Tiene que ver con la imposibilidad de aceptar la existencia del azar en nuestras vidas, es decir con el control; con la incapacidad para tolerar las frustraciones a nuestros deseos, con la creencia de que tenemos derecho a que nuestros cuentos de la lechera soñados sin tener en cuenta el azar se cumplan como oráculos necesarios del destino, es decir con la inmadurez.
Tiene que ver con ese derecho que nos hemos inventado de que los demás cubran nuestras necesidades, de usar al resto de la humanidad como peones sacrificables y utilizables en una partida de ajedrez de la que solo nosotros somos reinas y reyes y que solamente está encaminada a satisfacer nuestras necesidades por absurdas y enfermizas que estas sean. Es decir con nuestro más ancestral egoísmo.
Si defendemos esa elección del sexo como un derecho estamos defendiendo que nuestro egoísmo, nuestra inmadurez y nuestra necesidad de control son un derecho inalienable, que nuestros defectos son una marca de fábrica humana de la que no tenemos que desprendernos y que no tenemos que hacer nada para librarnos de ellos. Estamos diciendo que tenemos el derecho a ser egoístas y anteponernos a cualquier otra cosa. Justo el error que nos hacho quebrar como sociedad y como sistema y que ahora estamos padeciendo.
Y, aunque lo rechacemos de boca para afuera, sabemos que eso no es verdad. Que esa forma de pensar nos ha llevado a donde estamos. Que ese es el origen primigenio de nuestros problemas.
La defensa de esa elección nos coloca en la misma posición -menos cruenta, pero la misma al fin y a la postre- que aquellos que abandonan a las niñas en orfanatos en la lejana China porque quieren hijos varones, que aquellas matriarcas que, en los albores de la edad de hierro, sacrificaban al excedente de bebés varones, regando con su sangre las raíces de los árboles druídicos de la vida, para mantener el equilibrio, según ellas; que los nobles y reyes medievales, que se desentendían de sus hijas y las encerraban en conventos o las vendían en matrimonio para centrarse en la consecución de un heredero varón para su título y sus posesiones.
Elegir el sexo de nuestros hijos es solamente un derecho inventado para cubrir unas necesidades que son solamente nuestras y que no tienen justificación alguna en lo social, en lo ético ni en lo esencialmente humano.
Si una madre no es capaz de ser feliz con sus cinco hijos porque son todos varones y centra su felicidad en poder acunar en sus brazos una niña sencillamente tiene un problema. Un problema que se solucionará con terapia, un problema que podrá solucionarse enseñándola a aceptar el azar en su vida y demostrándole que sus cinco hijos le pueden aportar -y de hecho le estarán aportando ya, probablemente- lo mismo que la mítica niña que ha creado en su imaginación.
Si un padre es incapaz de ser feliz porque no tiene un niño al que llevar al fútbol, al que llevar al cine para ver películas de acción, lo que hay que hacer es intentar curarle de su incapacidad para soportar la frustración y enseñarle que madurar es integrar el azar en su existencia.
Si una mujer quiere tener una niña porque su androfobia no soporta la vista en su bañera de unas gónadas externas o un hombre quiere un varón porque su misoginia le hace imposible tratar con una niña, la sociedad no puede permitirse el lujo autodestructivo de reconocerle el derecho a mantenerse en sus defectos, permitiéndoles ocultarse a si mismos sus problemas de relación seleccionando el sexo de su retoños para sentirse cómodos y realizados.
¿Nos parecería lógico que no fuesen felices si su hijo no es una belleza al estilo Calvin Klein?, ¿nos parecería comprensible que fueran infelices si su hija no es un genio de la física cuántica? 
La incapacidad para aceptar a tus hijos tal y como son y lo que la genética y el azar han hecho de  ellos es un problema psicológico de los padres, no una imposición social. No se soluciona convirtiendo en derecho algo que no puede serlo. Se solventa con terapia, tratamiento y unas altas dosis de madurez.
¿Hemos luchado durante generaciones para sacar a los hijos de las garras del poder sus padres para esto?
¿Para esto hemos derogado los matrimonios acordados, la patria potestad absoluta que permitía golpear, violar, maltratar o humillar a los hijos sin castigo alguno, las leyes de clan que fijaban al individuo a las necesidades de sus progenitores, la sociedad estamental que te obligaba a seguir los pasos de tu familia, la obligatoriedad de obediencia a la autoridad paterna por encima de las leyes y las preferencias de los individuos?
¿Para esto hemos redactado los derechos de la infancia en oposición a los deseos ilegales de sus propios progenitores?
¿Como hemos llegado a esto, a la exigencia del control del sexo de nuestros hijos y su elección en virtud exclusiva de nuestros propios gustos y necesidades, después de recorrer todo este camino?
La respuesta es triste y sencilla. Tan triste que hace llorar, tan sencilla que enfurece cuando se comprende que siempre ha estado ahí, que siempre la hemos tenido delante de nuestras narices.
Hemos olvidado que los vástagos no pertenecen a sus progenitores, que no vienen al mundo para cumplir las expectativas y deseos de sus padres, para rellenar los espacios vacíos que su afectividad o sus carencias vitales han dejado. 
Hemos olvidado que nuestros hijos no nos pertenecen, se pertenecen a sí mismos y al futuro de esa especie animal y social llamada humanidad.
Hemos olvidado de nuevo que nuestro egoísmo y nuestras necesidades no son la medida de todas las cosas, no están garantizados por Constitución alguna.
Podemos soñar y fantasear con tener una niña y ponerla un nombre sonoro y cintas y lazos, podemos soñar con tener un niño y ponerle de nombre el apellido de nuestro astro favorito del deporte y vestirle con los colores de nuestro equipo de fútbol en la cuna. A eso tenemos derecho.
Pero lo que no tenemos derecho es a ser tan inmaduros, tan infantiles, como para colocar todos los huevos de nuestra felicidad en esa cesta, como para obviar todo el resto de nuestra felicidad y no sentirnos plenamente realizados si el azar hace que el sexo de nuestro bebé frustre esas expectativas. A lo que no tenemos derecho es a exigirle, incluso antes de nacer ,que cumpla nuestras esperanzas y ensoñaciones irreales para quererle y mucho menos para tenerle. Empezando por el sexo.
Tenemos que obligarnos a crecer antes de ser padres en lugar de exigirle a la sociedad y a la ciencia que nos permitan seguir siendo niños malcriados que no están contentos si no se cumplen todos sus sueños que, en realidad, dependen de un azar que ni siquiera deberíamos plantearnos controlar porque no es necesario que lo hagamos.
No es una cuestión de ética medica, no es una cuestión de moral religiosa -de la que siempre se tira a favor y en contra en estos casos-. Es una cuestión de pura y simple madurez. Y si no lo vemos quizás seamos nosotros los que tengamos que llevar chupete.
Ningún padre y ninguna madre debería precisar controlar el sexo de sus hijos para quererles y responsabilizarse de ellos. Y aquellos que lo necesitan no es que no sean padres o madres, es que ni siquiera se comportan como adultos. 
Puede que no nos guste escucharlo pero, tampoco en esto, tenemos derecho al egoísmo.

miércoles, junio 26, 2013

El 6,5 y la caridad arbitraria de la variable de Wert

Va un tiempo que en estas lineas la educación y las becas nos tapan todo lo demás. Y no es de extrañar. Resultaría aquiescente y absurdo preocuparse más de estos presentes nuestros que del futuro de todos, aunque nosotros no vayamos a sufrirlo y compartirlo. 
Y además sería reincidencia en el delito porque es lo que llevamos haciendo los occidentales atlánticos durante casi tres generaciones.
En fin, que tanto hay que cuestionar y pelear contra el presente ministro Wert por la becas universitarias que igualen el rasero del futuro de todos que hay ocasiones en las que algunas cosas se nos pasan de largo, se nos esconden en la letra que parece pequeña pero no lo es. 
Y una de esas cosas que se nos está pasando por alto entre tanto 6,5 de nota media y tanta injusta segregación académica de los que no tienen dinero, exigiendo que la brillantez cubra la ausencia de cifras en los saldos de las cuentas corrientes, es la parte variable del nuevo modelo de becas que un ministro arrogante y elitista ha diseñado para garantizar a sus socios un futuro de mano de obra barata y sin preparación.
Las partes variables de las cuantías de las becas son una herramienta peligrosa, son un arma de doble filo que pueden ser mucho más nocivas en su uso que incluso la aciaga nota media que se pretende imponer.
Nada que decir sobre que haya una variable por las condiciones económicas. 
Aunque no está acostumbrado a anteponer la lógica a su criterio, Wert parece que en este caso lo ha hecho. No es lo mismo ingresar 38.000 euros anuales que 14.000, no es lo mismo ser una familia de cuatro miembros que de siete; no es lo mismo tener a tu cargo una persona dependiente o ser una familia monoparental que no serlo.
Así que nada que objetar.
Luego está la parte que el hombrecillo del comentario sarcástico y la sonrisa torcida, en su intento de ahorrar dinero para regalárselo a los bancos que lo han dilapidado, hace depender del rendimiento académico, Esa es cuestionable pero aceptable.
Teniendo en cuenta el criterio que parece aplicar este individuo de que a los estudiantes se "les paga por estudiar" parece lógico pensar que el que más estudia tenga más beneficios. Lo parece pero no lo es.
Porque la recompensa por el esfuerzo en la universidad la dan los resultados académicos no el dinero que se necesita para estudiar. 
Un estudiante que tenga un aprobado no necesita menos dinero para estudiar que uno que obtenga un notable; un universitario que logre con todo su esfuerzo un aprobado raspado en ese coco eterno de las ingenierías llamado Álgebra I no necesita menos recursos para continuar sus estudios que aquel que por configuración genética o por capacidad no precisa levantarse de la pradera complutense para sacar un notable en la eterna maría de Ciencias de La Información conocida como Teoría de la Comunicación I -con mis disculpas a Miguel Sobrino, si sigue dando clases de esa asignatura-.
Pero si se mantienen los mínimos necesarios -que al parecer para Wert son 1.500 euros- para que uno y otro habiendo aprobado puedan continuar los estudios hasta se puede aceptar que exista una variable por notas. Es una visión un tanto monetarista de la tan traída y llevada Cultura del Esfuerzo, pero no se puede esperar de un liberal capitalista que no sea también monetarista.
Resumiendo, que si la parte fija cubre los mínimos esenciales para continuar los estudios es asumible que haya otra parte que dependa de los resultados académicos. Y puede ser hasta positiva como incentivo y recompensa a los que se esmeran en avanzar en sus estudios universitarios.
Pero llegamos a la piedra contra la que de nuevo vuelve a estrellarse la lógica en esta incongruencia continua y constante que José Ignacio Wert ha pretendido colarnos como un nuevo sistema de becas universitarias.
Hay una parte que depende exclusivamente de las disposiciones financieras del Estado. 
Y esto supone simplemente que hay una parte que depende exclusivamente de la arbitrariedad del Gobierno de turno, que Wert cree que sera siempre el del Partido Popular pero que puede ser el de cualquiera.
Ese concepto, esa variable, es más peligrosa, más antidemocrática, más elitista y más totalitaria que cualquier 6,5 que quiera poner de nota media para conceder una beca.
Lo es porque muta un derecho ganado por una sociedad en una dádiva gubernamental, porque subvierte una herramienta -las becas- que buscan la justicia y la igualdad trasformándolas en un elemento arbitrario en manos del poder. Porque convierte una obligación de los gobiernos para con sus ciudadanos en simple caridad.
Y antes de que griten los liberales, antes de que se mesen los cabellos aquellos que claman por el control del gasto, antes de que se rasguen las vestiduras los adalides y profetas del déficit cero, hay una cosa que decir.
Es cierto que el dinero del Estado no es ilimitado, es cierto que las idas y venidas de la recaudación y de las finanzas públicas en este sistema económico nuestro, que sigue agonizando porque no nos atrevemos a dejarlo morir para crear algo nuevo, hacen que los ingresos del Estado fluctúen y que las disponibilidades financieras de los gobiernos varíen.
Pero ni toda la inestabilidad del mundo, ni todas las arcanas fluctuaciones de los mercados pueden apartar la vista de los gobiernos de que su prioridad es el futuro de la sociedad que les ha puesto al mando de la nave y les ha entregado parcialmente su soberanía para que los dirija.
Así que la parte variable de las becas que dependa de las disponibilidades de dinero del Estado solamente es asumible si el Gobierno se compromete a que la Educación sea un elemento prioritario en la elaboración de los Presupuestos Generales del Estado. No porque un gobierno u otro lo decida sino porque la ley lo imponga. Les guste o no a los que ejercen el gobierno en cada momento.
Si no es así siempre se podrá dar el caso de que como Defensa se tiene que gastar 800 millones en un submarino de combate que no necesitamos nos quedemos sin dinero para becas; que como el rey se muere y tenemos que pagar los gastos de la coronación del principito nos quedemos sin una parte de las becas, que como el Gobierno decide gastar lo que no tiene en cubrir los agujeros financieros de las entidades bancarias que lo sustentan nos quedemos sin un tercio de las becas.
Y para evitarlo no nos vale la palabra del Gobierno -ni de este ni de ningún otro- Tenemos motivos más que suficientes para dudar de esa palabra. 
Tenemos motivos más que suficientes cuando se dedica a gastar dinero en campañas de promoción de la imagen de su LOCME mientras se deja caer en deudas enormes a los colegios con las empresas que les dan el servicio de comedor; cuando se gasta dinero en remodelar edificios que luego se entregan gratuitamente a instituciones privadas de enseñanza mientras se permite que que corte la calefacción en los institutos públicos por falta de pago o que el agua y el barro inunden los barracones en los que hace estudiar a alumnos de la Educación Publica.
En cuestión de prioridad educativa la palabra de Gobierno y la del ministro Wert tiene exactamente el mismo valor que la que el aciago Adolfo le dio al bueno de Churchill de que jamás un soldado alemán pondría un pie más allá de la frontera polaca del río Vístula.
Y no podemos dejarlo pasar porque si lo hacemos le estaremos dando una herramienta de control de nuestro futuro a los gobiernos que nos resultará muy difícil recuperar.
Si Wert y Montoro -vaya duo de soberbios, por cierto- se sientan y elaboran una ley no de estabilidad sino de prioridad presupuestaria que establezca que la Educación -y de paso la Sanidad, por pedir- son los elementos prioritarios de la elaboración presupuestaria y que no se puede recortar en esos conceptos hasta que se haya recortado en todo lo demás entonces se podrá asumir esa variable
Si se establece que, en caso de descenso en los ingresos, se recortara de todo, desde la asignación de la Casa Real hasta Defensa, desde los gastos de las Instituciones públicas estatales y autonómicas hasta los sueldos de los políticos, desde las campañas de imagen y publicidad hasta las obras públicas, antes de tocar la Educación -y la Sanidad, insisto-, entonces nos creemos que cuando la parte variable de las becas que depende de la disponibilidad financiera de la Administración descienda será porque no hay otro remedio.
Porque no tendremos que poner nuestra fe en la palabra de Wert, de Montoro o de cualquier otro que ocupe su puesto o su cargo. Podremos poner nuestro conocimiento en una ley que nos ampare. 
Podríamos haber elegido confiar en ellos pero, sin duda, no se lo han ganado.
No dejemos que la injusticia del 6,5 nos esconda el totalitarismo arbitrario de esa parte variable de las becas. No dejemos que la pelea por impedir que se cambie igualdad por elitismo nos impida luchar por que nos cambien derechos por caridad.
Con Wert y su concepto educativo la pelea por el futuro de todos tiene múltiples trincheras y tenemos que estar presentes en todas. Es lo que nos ha tocado luchar.

martes, junio 25, 2013

Wert y los que deberían haber dejado la universidad


Incoherencia liberal españolista en la sanidad del PP

Hay que reconocer que este gobierno nuestro que nos arrojamos encima en la última visita que realizamos a las urnas ha conseguido algo que parecía imposible. Tras siglos de progreso en el pensamiento occidental atlántico, la corte genovesa que habita en Moncloa ha logrado un cambio de tendencia.
La incoherencia ya no es un vicio como decían los antiguos manuales de buenos comportamientos, no es un defecto del carácter como defendían los expertos en análisis de otros y divanes, ni siquiera es un escudo defensivo aceptable como justifican los múltiples libros de auto ayuda que pueblan las estanterías de nuestras librerías. 
El Gobierno de Mariano Rajoy Bey ha transformado la incoherencia en un arte, un arte efímero y circense, pero un arte a la postre. La ha convertido en una suerte de funambulismo de altos vuelos que le permite hacer equilibrios sobre el abismo al que quiere arrojarnos.
Y el mejor ejemplo es como intenta aunar dos términos completamente imposibles de unificar, como son el españolismo y el liberalismo, en un ámbito que es su principal caballo de batalla: la sanidad pública o, para ser más exactos, el desmantelamiento de la sanidad pública.
Tira de españolismo de charango y pandereta para privar a los inmigrantes de la atención sanitaria básica con el argumento de impedir el turismo sanitario. Tremola la bandera roja y gualda contra ellos, como si los que vienen aquí a recoger la fresa, a vender DVDs en una manta o a cobrar en negro en cualquier trabajo que nosotros no queremos hacer -o no queríamos hasta hace unos años- vinieran a hacer turismo.
Pero luego no tiene problemas para aceptar a concurso a su privatización -externalización la llaman ellos- de la sanidad pública a una empresa puertorriqueña que prácticamente está en búsqueda y captura por el Departamento del Tesoro estadounidense y a cuyo máximo representante no le duele en prendas afirmar que "quiere entrar en este negocio porque le interesa el campo del turismo sanitario".
Se agarra la españolismo de rado y sacristía -por seguir con el poema de Machado- para justificar el mantenimiento de los capellanes hospitalarios en plenos recortes, argumentando la necesidad para todo español "del apoyo y la dignidad de aquellos que se encuentran en momentos de sufrimiento", pero se le olvida la condición de orgullosos españoles de aquellos enfermos crónicos a los que niega o reduce la medicación para ahorrar, de aquellos dependientes a los que priva de ayudas o de aquellos pensionistas a los que hace pagar por las recetas. Esos no deben necesitar apoyo y dignidad en su sufrimiento o bien no deben ser españoles.
Se mantiene en un ejercicio de equilibrio sobre el alambre de su incoherente españolismo que le sirve para justificar algunas decisiones, pero que oculta convenientemente cuando no le resulta útil sacarlo a colación. Es entonces cuando la larga vara que equilibra su caminar por el alambre de su propia falta de criterio recurre al otro concepto: al liberalismo.
Pero en eso también tropieza.
Tira de liberalismo para justificar la demolición del sistema público de salud pero luego permite apaños para evitar la concurrencia en un concurso público en el que misteriosamente cada empresa opta a la gestión de unos hospitales diferentes, algo que atenta contra los fundamentos más básicos del liberalismo económico.
Tira de viejo manual de ese liberalismo, de los beneficios de la libre competencia y de las bondades de la iniciativa privada en todo campo y sector para justificar sus privatizaciones, desde Valencia a Castilla La Mancha, desde Madrid a Galicia, pero luego utiliza cantidades ingentes de dinero público para reflotar hospitales como el del Proyecto Alzira, al que la gestión privada ha transformado en un erial, utiliza presupuestos públicos para realizar hospitales inmensos como el de Lugo -ahora paralizado- que luego serán cedidos a empresas privadas para su gestión; gasta el dinero que no tiene en remodelar centros universitarios -como el de Valencia- ahorrándole así la inversión a la Universidad Católica que luego lo gestionará como hospital psiquiátrico si es que decide hacerlo y no transformarlo en un seminario o cualquier otra cosa.
En fin que se pasa el liberalismo cuando le viene en gana por el arco de su gubernamental y genovesa entrepierna mientras lo utiliza para justificar otro tipo de acciones.
Tira del liberalismo más arcaico, superado hace casi un siglo cuando desembocó en el famoso crack del 29 en Estados Unidos y del 31 en Europa, para explicar porqué deja sin prestaciones -o las reduce drásticamente- a colectivos "no productivos" como los dependientes o los reclusos, pero lo olvida cuando se trata de crear pliegos de condiciones ad hoc para sus empresas afines, controladas por sus antiguos consejeros o sus maridos, ignorando el sacrosanto principio liberal capitalista de libre competencia y libre concurrencia y escupiendo con ello sobre las tumbas de Mill, Keynes, Friedman o cualquier liberal que se precie.
Políticos que llevan trajes de moda francesa, lucen zapatos de diseño italiano fabricados en Tailandia, viajan en coches alemanes, utilizan móviles con tecnología estadounidense fabricados en China, proyectan su imagen en pantallas de plasma coreanas, veranean en yates de fibra de vidrio fabricados en Gran Bretaña, compran a sus vástagos ropa y deportivas  de marcas extrajeras confeccionadas en Bangladesh o Taiwan, se excitan con prostitutas de lujo brasileñas y rusas que lucen ropa interior diseñada en Holanda, fabricada en la India y sembrada y recogida en los algodonales  africanos -esto es solamente un suponer-  y guardan sus capitales de seguridad en cuentas en Suiza -esto está camino de ser mucho más que un suponer- se atreven a utilizar el rancio españolismo del imperio perdido y los tercios gloriosos para negar la condición de universal de la sanidad pública española.
Desde luego han convertido la incoherencia en un arte. Un arte que nos está costando la vida y el futuro y que les permite mantenerse en el alambre del poder como funambulistas circenses. Por lo menos hasta que decidamos por fin empujarles al abismo para evitar que ellos nos arrastren a él con su incoherencia.

El sofisma del 6,5 de Wert se desmiente a sí mismo.

Volvemos a las andadas. Bueno, en realidad, no volvemos porque nunca nos fuimos de las andadas de ese ministro que hace de la soberbia cultura y de la sinrazón educación.
El pobre hombre, o sea José Ignacio Wert, prometió "estudiar" ese sistema suyo de becas que obliga a sacar un 6,5 para tener acceso a una ayuda estatal para cursar estudios en la universidad. 
Y fruto de ese profundo estudio, de esa mesurada reflexión sobre la posibilidad de su equivocación o quizás enardecido por esa corte de quejosos mezquinos que le aplauden con las orejas confundiendo elitismo con meritocracia, el resultado de su estudio ha sido el siguiente:
“Yo no niego que pueda existir la posibilidad de que un estudiante de pocos recursos se esfuerce, y no llegue a ese 6,5. En ese caso, la pregunta que hay que hacerse es: ¿está bien encaminado ese estudiante que no puede conseguir un 6,5 o debería estar estudiando otra cosa”.
Nuestro instinto nos dice que el argumento es baladí, que es uno de esos sofismas éticos a los que Wert nos tiene acostumbrados para defender lo indefendible, para intentar ampararse en su falsa preparación y colarnos sus ideas.
Pero, aunque tres generaciones de civilización occidental y nuestros instintos no nos han preparado para ello, hagamos un esfuerzo. Aunque a un ser humano le resulta tremendamente difícil pensar y actuar como si no lo fuera, intentémoslo. Pensemos como Wert. Luego ya nos ducharemos para quitarnos la mugre que se nos quede adherida al cerebro. Pero, por un momento, pensemos como Wert.
Si se da por bueno que un estudiante universitario que no saca un 6,5 debe replantearse sus estudios, lo tendrá que hacer uno sin recursos que dependa de las becas y uno que tire de cuenta corriente parental para pagarse los estudios, lo tendrá que hacer aquel que se dedica de forma exclusiva a su carrera universitaria y aquel que trabaja cuando no está en clase para pagarse esos estudios.
Así que subamos la nota para acceder a las becas a un 6,5, pero subamos también la nota media para acceder a la universidad a un 6,5. Es más, subamos la nota de aprobado de todos los años universitarios a 6,5 para asegurarnos que nadie que no alcance ese baremo pueda seguir estudiando una carrera universitaria y desperdiciando su tiempo, el de los catedráticos, los profesores y los rectores con unos estudios para los que no está capacitado.
Mas seamos coherentes -se que es difícil porque estamos en Modo Wert, pero hagamos un esfuerzo-. No nos limitemos a la universidad pública. Exijamos ese mismo nivel en las universidades privadas. Que nadie que no tenga un 6,5 de media en el bachillerato o la FP pueda acceder a ellas ni pagando. 
Y no me refiero solo a esas universidades privadas que llevan años e incluso siglos demostrando su nivel docente -C.E.U, Salamanca, Navarra, entre otras- sino a todas esas de nuevo cuño que se inventan licenciaturas combinadas reconocidas por los pelos en España e ignoradas en el extranjero. Esas en la que el recibo mensual asegura un título -o incluso dos- con menos asignaturas, menos nivel y menos exigencias que la tristemente denostada universidad pública española.
Y aquí salgamos del Modo Wert para contestar a las incipientes quejas de sus acólitos ideológicos y los falsos defensores de la cultura del esfuerzo y el liberalismo que dirán "a mi me da igual lo que haga un niño rico y su padre con su dinero. Si le quiere comprar un título que lo haga, pero con mis impuestos no".
Como diría el mítico anuncio de la tienda de electrónica: ¡Error!
Porque si no sacar un 6,5 supone que no estás capacitado para estudiar esa carrera, significa, por definición, que si no sacas un 6,5 de nota media al final de la carrera no serás un buen profesional. Si el médico que te atiende, el arquitecto que construye el edificio o el abogado que defiende tu causa no ha sacado esa nota es que no vale para ello y entonces solamente el dinero habrá conseguido que obtenga su título con calificaciones de cincos raspados y por tanto pondrá en peligro tu vida en la consulta, tu casa en la edificación o tu derecho a la justicia en el juzgado.
Así que si los que no tienen dinero no pueden estudiar una carrera con menos de 6,5, los que se la pueden pagar tampoco. Ya ni siquiera es una cuestión de justicia social o de cultura del esfuerzo. Es la lógica formal y material más demoledora. Por mucho que nuestra mezquindad y nuestra envidia, disfrazada de defensa de la cultura del esfuerzo, nos haga rechinar los dientes.
Hecha la salvedad, volvamos a meternos en la prepotente mente del ministro y busquemos en su ley todos esos elementos. Busquemos el artículo en el que aumenta la media de acceso a la universidad a 6,5; excavemos en la letra pequeña del reglamento de desarrollo para encontrar el párrafo en el que eleva el aprobado universitario a 6,5 y no nos sorprendamos cuando no encontremos nada de eso.
Es entonces cuando nos daremos cuenta de que estamos verdaderamente en la mente de Wert y cuando entenderemos sus argumentos y sus objetivos.
No veremos entre sus sinapsis ministeriales nada que tenga que ver con la cultura del esfuerzo sino con una concepción elitista de la Universidad que nos revierte a ese renacimiento cervantino en el que unos pocos bachilleres se exhibían como una rara avis por ciudades y villas mientras el resto de la población les hacía reverencias y genuflexiones y les reservaba la mejor mesa y aposento en la posada con hija de los posaderos incluida para calentarle el lecho si así lo demandaba.
No encontraremos entre las conexiones neuronales de Wert nada que no tenga que ver con apartar al mayor número posible de estudiantes de los estudios universitarios para ahorrarse el dinero que precisa para su educación.
Y sobre todo para disponer de un número creciente de ciudadanos que, sin las expectativas de futuro que generan los estudios superiores, tengan que conformarse con los 800 euros que los patronos -en España, por regla general, aún no hay empresarios, solamente hay patronos- les ofrezcan por su trabajo, garantizando así los beneficios de unos y la incapacidad para escapar de la miseria de los otros.
No hallaremos en los neurotransmisores del ministro nada relacionado con la dignificación de la Universidad ni con la meritocracia como elemento estructurador de la sociedad, sino solamente referencias cruzadas al intento de que el dinero pueda asegurar un título con un aprobado raspado mientras que los que no tienen dinero precisen ser brillantes para poder acceder a ese elitista núcleo reducido que el dinero hace mucho más fácil y factible.
Encontraremos el deseo de que las universidades privadas prosperen con todos los alumnos a los que él niega el acceso a las becas, de que sus íntimos socios bancarios encuentren un nuevo negocio en los créditos universitarios que hipotecan de por vida a los estudiantes y sus familias -como ya ocurre en Estados Unidos- a cambio de un dinero que debería facilitar el Estado y que, casualmente, recorta de las becas para arrojarlo en los agujeros negros financieros que los gestores de esas entidades han creado en este país.
Eso es lo que veremos si permanecemos el tiempo necesario en la mente del ministro Wert.
Y si somos lo suficientemente cretinos, egoístas o envidiosos para creer que eso tiene algo que ver con la cultura del esfuerzo y la meritocracia es que quizás seamos nosotros los que no nos merecemos haber obtenido un título universitario porque con ello simplemente demostramos que somos incapaces de pensar con claridad, de reflexionar en contra nuestra y de controlar nuestra víscera en pos del beneficio común.
Vamos, que somos como José Ignacio Wert.

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