Las palabras cambian. No es que se
las lleve el viento, como antaño, pero cambian. Y cuanto más carga
significativa se les quiere dar más cambian. Mas se terminan intentando ajustar
a lo que nosotros queremos que signifiquen
Y si hay una palabra que ha mudado
su valor expresivo a lo largo de la construcción de este cúmulo nuestro de endebles
andamios temblorosos que llamamos civilización occidental atlántica, esa expresión sin lugar a ninguna duda es
la de solidaridad.
Empezó por no existir; luego
encontró acomodo en la nomenclatura legal -aunque nunca hemos llegado a saber
del todo lo que significa eso de ser administrador solidario de algo- y luego
alcanzó su cenit significativo cuando la transformamos en el remedo laico y
moderno de la teologal caridad, exigiendo inversiones del 0,7 por ciento de
nuestro PIB en los países a los que habíamos expoliado el 70 por ciento de ese
mismo concepto. Caridad católica romana en toda regla, vamos.
Pero ahora, en estos tiempos
difíciles, parece que la siempre nombrada y esgrimida solidaridad está
sufriendo otra mutación.
Entre comentario y comentario en
estas endemoniadas líneas, entre declaración televisiva y queja planteada en
cartas virtuales al director, parece que se detecta un nuevo significado de la
solidaridad, un nuevo modo de verla y de plantearla.
Algo que solamente podría
denominarse como solidaridad inversa.
Somos una sociedad a la que le
cuesta moverse, el Occidente Atlántico no está ya para trotes y le cuesta
renunciar a la supervivencia por la dignidad, le cuesta ponerse en marcha.
Vamos perdiendo cosas y nos conformamos, vamos firmando rendiciones y creemos
que cada capitulación será la última, que con eso podremos llegar hasta el
final del día.
Pero hay algunos que lo pierden
todo o casi todo en el camino, los hay que miran a su alrededor y se dan cuenta
de que ya su único camino es el movimiento, el cambio, porque el estatismo les
condena a la muerte.
Y aquí es donde llega el concepto
mutado de la solidaridad inversa. Los que creen tener aún algo que mantener,
algo que defender, algo con lo que poder sobrevivir sin que el temporal arroje
su barcaza contra los arrecifes cortantes del paro, la miseria y la falta de
futuro, les piden, de hecho les exigen, a los que ya lo han perdido todo que
sean solidarios con ellos.
Así los que no están incluidos en
un ERE les exigen a los despedidos que se callen, que tomen sus exiguas
indemnizaciones y desfilen por la puerta para no poner en peligro el resto de
los puestos de trabajo -es decir, los suyos- demandando a la empresa.
No vaya a ser que como los
criterios son arbitrarios y oscuros al final ocurra que en lugar de no incluir
en el ERE a los que demandan, la empresa termine incluyendo a todos aquellos
que están en idéntica situación que los despedidos pero que se habían salvado.
Y así con todo.
Los que han conseguido mantener una
ayuda exigen a los que la han perdido injustamente que no reclamen, que no
recurran, que no digan en voz alta que hay personas o grupos en su misma
situación que siguen percibiéndola no vaya a ser que se la quiten también a
ellos, los que se han librado de un impuesto, de una carga demandan solidaridad
a los que sí cargan sobre sus hombros y sus economías con ella para que la
soporten en silencio y no despierten a la fiera impositiva que puede al final
incluirlos a ellos en la lista.
Y lo hacen en nombre de la
solidaridad.
La nueva solidaridad invertida
convierte en enemigos de lo común a aquellos que reclaman justicia, que
reclaman equilibrio, que buscan solucionar la injusticia que se ha convertido
con ellos. Y, curiosamente, los defensores de esta solidaridad suelen ser los
que no han aplicado en ningún momento la otra, la de defender lo que le quitan
a los demás, la de involucrarse en las justas reclamaciones de otros, de
participar con su esfuerzo y su riesgo en aquello que es justo.
Aquellos que ya no tienen para
comer han de callar para que ellos puedan seguir haciéndolo, aquellos que ya no
tienen empleo ni sueldo, deben ser solidarios y resignarse para que otros no
corran el riesgo de llegar a su misma situación, aquellos que ya no tienen
acceso a un servicio no pueden protestar y ejemplarizar esa injusticia con los
que sí lo tienen y han de ser solidarios -solidarios a la inversa- con los que
han podido mantenerlo estando en idéntica situación que ellos.
Y ¿a qué viene esa reconversión de
la resignación para aplicarla en sentido contrario al que, por pura lógica,
sería exigible o, al menos recomendable?
Pues a lo de siempre: el miedo y la
pérdida de memoria.
Ese miedo nuestro a perder lo que
creemos que siempre hemos tenido derecho a tener, es pánico que ya no es el comprensible
y superable miedo a la incertidumbre, que ya no es aquello que nos hace
pensarnos las cosas dos veces o tres sino el miedo que parte de la incapacidad
de anteponer nada a lo nuestro, de pensar más allá de las fronteras de nuestro
propio individualismo egoísta. Ese miedo que, si viéramos en otras épocas y fuéramos
personajes de otro tipo de historias, tan solamente sería llamado cobardía.
Pero ni siquiera es una cobardía
como la del que se refugia en la adulación y la lisonja para sobrevivir -que de
eso también hay algo- es la cobardía del que señala con el dedo al que no lo
hace, del que acusa con el índice extendido en el aire al que se rebela, del
que acusa de traición al que arrojado a la injusticia demanda que esta no se
produzca.
Es la cobardía de aquellos que,
cuando ven que aunque el hecho de que hayan permanecido en silencio les haya
hecho escapar de la injusticia, hay otros que no lo han logrado y la piden
a gritos, temen que esta injusticia se vuelva contra ellos pese a que con su
aquiescencia y su silencio han colaborado con ella.
La cobardía del que ha cambiado la
necesidad de justicia por el recurso a la suerte.
Porque la solidaridad inversa es
solamente eso. Elevar a rango de derecho inalienable -ya hemos perdido la
cuenta de cuantas cosas creemos que son nuestros derechos inalienables- la
suerte de que no me haya tocado sufrir una injusticia.
Por eso el enemigo no es nunca el
empresario que presenta el ERE, la Administración que otorga las ayudas de
forma arbitraria o el recaudador que llama a capricho a unas puertas y a
otras no. El enemigo no es el que distribuye la injusticia, es el que tiene la
mala suerte de padecerla. Porque yo he tenido la suerte de librarme y quien no
la ha tenido puede hacerme perder no lo que he ganado -porque no he hecho nada
para ganarlo- sino lo que he tenido la suerte de encontrarme.
Y los demás deben ser solidarios
con esa suerte. Da igual que todos sepamos que es injusta, da igual que mi
pretendida suerte al librarme no sea merecida, da igual todo. Solo miro mi
ombligo, solo busco soluciones para mi y los demás deben ser comprensivos
con eso y respetarlo incluso por encima de sus necesidades, sus reclamaciones y
el bien común. Si no lo hacen son unos insolidarios.
Pero claro el miedo nubla la
memoria y esta exigencia de solidaridad invertida es posible solo por esa
repentina pérdida del acceso a sus recuerdos más básicos.
Porque encerrados en sus pánicos y
sus acusaciones egoístas han olvidado el comienzo de todo, el comienzo de la
solidaridad e incluso el comienzo de su atávica predecesora la caridad.
Han olvidado, como olvidamos antes,
que si se pagaran sueldos justos no haría falta la limosna, que si no se
expoliaría África no haría falta la campaña del 0,7 por ciento, la máxima que
rige la existencia o no existencia de la caridad y su hermana gemela la
solidaridad.
Que si hubiera justicia no haría
falta solidaridad.
Afortunadamente, aún quedan muchos
que sí lo recuerdan. Y eso sí es una suerte.
1 comentario:
Muy buen trabajo filosófico al crear ese concepto "solidaridad inversa".
Yo he visto ejemplos de ella, y la gente realmente cree que mantiene una posición ética cuando efectivamente lo que hace es culpar a victimas mas hundidas que ellos de lo que les hace el vedugo.
En mi empresa, hay un ambiente de que los que se puedan prejubilar (perdiendo dinero y reduciendo sus futuras pensiones) han de hacerlo porque si no, los otros pueden perder su trabajo con un ERE y hay que ser solidarios.
O decir que hay que callar la situación de España porque si no, se "da mala imagen". La mala imagen se corresponde a una mala realidad, que hay que cambiar, y para eso hay que denunciar.Tanta hipocresía...
O lo que decía ayer un comentario a tu blog, que las que piden un autobus (tus amorcitos :P ) son insolidarias porque reclamando lo de todos a lo peor perjudican a lo de los que han sido agraciados con transporte... O que algunas de ellas utilizan esos mismos autobuses. ¿Que pasa que si me parece caro el Metro, por ejemplo, ya no tengo derecho a criticarlo y a pedir que sea barato y amplie cobertura? Ah, no, que tengo que dejar de usarlo primero. ¡Ay, madre!
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