Y puede que sea cierto en algunos casos, en esas vidas que carecen de dominio sobre sí mismas, sobre lo que quieren y lo que buscan. Pero en la mayoría de los casos no es así.
El poder no corrompe, se limita a ejercer de espejo y escaparate de la naturaleza humana.
Si hay que hablar de poder en este último día del año, hagamos una excepción y pongámonos filosóficos y metafóricos. Al fin y al cabo, con la LOCME de Wert, pocas oportunidades tendremos de hacerlo de ahora en adelante.
Mariano Rajoy, ese presidente del Gobierno que nos echamos a la espalda en las últimas elecciones, ha sufrido este año un mal. En realidad, la sufre desde que accedió a la Moncloa pero en este año se ha agravado hasta límites clínicos. Es algo que solamente podría definirse como el Síndrome de la Amada Envanecida -Léase Amado Envanecido para que se sienta más cómoda o cómodo con ello, que uno, como hombre heterosexual que es, tira al monte-.
Don Mariano es esa persona que desplegó sus encantos -sus pocos encantos, es cierto-, que se hizo querer con promesas, con sonrisas, con gestos, con ósculos y abrazos y con todo lo que pudo concentrar durante la treintena preelectoral para hacerse con el amor en forma de sufragio que quería conseguir de un parthenaire, de un compañero de baile, al que en realidad no quería, que no despertaba su deseo, pero que le era absolutamente necesario: la sociedad española.
Y, ya sea por hastío, por equivocación, por cansancio, por comparación o por pura y simple convicción, ese enamorado indeseado le aceptó, se rindió a él, le creyó. Quizás porque necesitaba creer a alguien, quizás porque estaba harto de sentirse solo y abandonado.
Y así le concedió el poder sobre su vida, sobre su corazón, sobre su futuro. Le transformó en su amada.
Y fue entonces, tras recibir el beso con lengua de los españoles en la oscuridad de la noche electoral en un coche aparcado frente a Génova, 13, después de lograr el poder sobre el corazón del amante en forma de mayoría absoluta, cuando empezó a desarrollar su síndrome. Cuando comenzó a actuar como la Amada Envanecida.
Creyó y se convenció de que podía hacer lo que quisiera con sus enamorados que, como le amaban, le tolerarían cualquier cosa.
Comenzó a cambiar las promesas sugeridas y sugerentes por desprecios, las sonrisas por puñales, las mentiras piadosas por las verdades que siempre había guardado para sí y que nunca había dicho para que nadie notara su miedo, su ansia de poder, su cobardía, su necesidad patológica de sentirse poderoso sobre alguien.
Endosiada en su posición de poder, la amada que eran Don Mariano y su Gobierno, empezó a necesitar alejarse de aquel a quien había convertido en su enamorado sin quererlo pero necesitándolo, pusieron distancia con él.
Se mantuvo alejado en las conversaciones, espació los encuentros, se limitó al mínimo necesario de contacto que le permitiera no mirar a los ojos ni a la cara a aquellos que por aquel entonces ya habían empezado a darse cuenta de que algo fallaba, de que su amor no era correspondido, de que Don Mariano no había retirado la boca de su beso en la noche electoral por vergüenza o por miedo sino simplemente por desidia y por asco.
Encerrada en su torre de Cristal de Moncloa, la amada vanidosa se concentró sobre todo en no quedarse a solas con el enamorado indeseado, en no hablarle de frente, en no encontrase con él cara a cara y en privado.
Buscó la compañía de terceros y de cuartos. Daba igual que fuera un alto cargo de la Unión Europea o un periodista polaco, daba igual que tuviera que dirigirse a él desde Fidlandia o desde Estados Unidos.
La cuestión era no presentarse ante él en condiciones en que pudiera contestarla, en que fuera posible la réplica, en las que le pudiera echar en cara lo que ya comenzaba a ser una acción artera en toda regla.
Como quien se refugia tras un whatsapp acelerado o un SMS lacónico para justificar una ausencia o presentar una excusa descreída e increíble, Don Mariano tiraba de nota de prensa, de comunicado oficial, de videomensaje grabado y emitido para eludir el contacto, para evitar enfrentarse a quien ya tenía más que claro que su presidente no era igual que su candidato, que el que gobernaba era radicalmente distinto de aquel que les había pedido gobernar.
Y cuando por fin el enamorado -que ya no lo era tanto, de hecho ya no lo era nada- le exigió atención, le conminó a hacer lo que tenía que hacer, a cumplir sus promesas, a ser como había dicho que era, entonces recurrió a la furia, a la fingida indignación.
En su endiosamiento, en su soberbia egoísta, les recordó que él era la amada porque tenía el poder, porque la mayoría absoluta había puesto en sus manos el corazón de la sociedad española.
Les acusó de ser malos enamorados, de intentar machacarle, de ser antidemocratas, de ser radicales. Les azuzó a los perros, les castigó con el látigo de su indiferencia y su silencio. Utilizó el catálogo completo de desprecios y reproches mohínos que se aprenden en la adolescencia en los patios de instituto.
Les acusó de la misma traición que estaba ejecutando él pero a la que, como Amada Envanecida, creía tener derecho mientras que los demás, los dóciles enamorados, solo tenían derecho a adorarla, consentirla y obedecerla.
Pero como aún les necesitaba para algo, no para nada que a ellos les importara o les interesara, pero para algo intentó apaciguarles. Como les quería para sus resistencias al soberanismo o para sus fatuos intentos de recuperar un peñón, como la amada envanecida necesita enamorados para hacer lucir su ego ante el espejo, tiró de excusas, de explicaciones, de motivos que nada tenían que ver con él, que en nada implicaban la voluntad de la amada.
Como si no fuera responsabilidad de la Amada de Moncloa haber dejado a un país entero sentado aterido en un banco del parque esperando a que se presentara a un encuentro que ella misma había propuesto y organizado y a la que no llegó nunca, sin tener ni siquiera el valor ni el respeto suficiente para llamar para excusarse y enviando un triste mensaje, en forma de Decreto Ley, intentando explicar los "imponderables" que forzaban su ausencia.
Intentó que el enamorado cumpliera el papel de Lemony Sniket, agobiado por una serie interminable de catastróficas desdichas que no eran culpa de nadie y mucho menos suya cuando en realidad empezaba a parecerse cada día mas al Dr. Cal Lightman, especialista en descubrir mentiras en la celebrada serie televisiva.
La amada que era el Presidente del Gobierno no quería hacerlo, no quería dejar en la estacada a quien le había creído pero era "una mala época", él no quería menospreciarlos, faltarles al respeto, menoscabar su dignidad pero "había circunstancias heredadas que habían de arreglarse".
Como el mítico Vizconde de Valmont recurriera a la letanía del "no puedo evitarlo" ante las críticas y los reproches de la dama a la que había enamorado por una simple apuesta, la Amada Envanecida de Moncloa tiraba de lo inevitable para justificar sus desaires, sus humillaciones, sus ataque a la dignidad más básica de aquellos que le reclamaban que fuera como había fingido ser antes de tener su vida y su futuro en sus manos.
Quizás, como el aristócrata protagonista de las Amistades Peligrosas o como quienes utilizan las reuniones de amistades para mostrar los mensajes guardados en la memoria del móvil de los airados pretendientes o las recriminaciones de las incomprendidas enamoradas, lo único que hacía la Amada Envanecida de Moncloa era echarse unas risas sobre esas quejas con aquellos que son sus auténticos amores y aliados.
Y así ha pasado el año y la legislatura Don Mariano Rajoy, la Amada Envanecida del Palacio de La Moncloa...
Convencida de que podía hacer lo que quisiera con aquellos que le habían entregado el poder sobre su vida en unas elecciones. Convencida de que puede engañarles, mentirles, humillarles y utilizarles a su antojo y para sus intereses porque es más lista que ellos, más poderosa que ellos. Porque tiene su corazón en una caja. O en una urna, que tanto da.
Y es posible que esta rocambolesca metáfora se parezca a la vida y las obras de alguien en cualquier otro ámbito. No es de extrañar. Al fin y al cabo nuestros políticos y gobernantes salen de nosotros mismos.
De modo que nuestro presidente del Gobierno y su síndrome de la Amada Envanecida han demostrado que no. El poder no corrompe.
El poder puede mostrar la corrupción, la crueldad y los mentira, pero no corrompe. Si le das poder a alguien, hará lo que quiere hacer y siempre ha querido hacer porque sentirá que no tiene cortapisas para hacerlo.
Y da igual que sea en política, en el mundo empresarial o en lo intimo de lo afectivo; da igual que ese poder sea el Gobierno de la nación, la presidencia de un Consejo de Administración o el dominio sobre un simple corazón individual.
Da igual que sea Mariano Rajoy, un empresario cualquiera o el Sursum Corda.
Cuando tienes poder o crees que lo tienes demuestras simplemente lo que eres.
Ojala 2014 traiga a cada cual toda la felicidad, verdad, respeto y dignidad que se esforzó por dar a los demás durante 2013.
Aunque para algunos y algunas suene más a amenaza o a maldición que a felicitación de Año Nuevo.
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