Voy a tener que hacérmelo mirar.
Creo haber descubierto un punto de masoquismo en mi personalidad porque cuando me he enterado de que 28 empresas madrileñas se han embolsado del gobierno de la Comunidad de Madrid cuatro millones de euros en cursos de formación fraudulentos he abierto corriendo la edición digital del ABC.
Y claro no he encontrado nada.
Luego he acudido a la de La Razón esperando encontrar una portada en la que en una foto de familia de la patronal madrileña -que hay muchas. Ya se sabe que hay que salir siempre en la foto o no eres nadie- se les marcara con un círculo rojo sobre un titular que dijera "Dos años obteniendo dinero fraudulentamente a costa de la formación de sus trabajadores" o "Estos son los que se compran chalets y coches con el dinero que el Estado de les da para la formación de sus trabajadores".
Tampoco lo he visto, claro. Y es entonces cuando me he dado cuenta de que los que han estafado son empresarios, no sindicalistas; es entonces cuando me he fijado en que en Madrid gobierna el Partido Popular, no el Partido Socialista.
Entonces es cuando me he dado cuenta de que mi masoquismo me hace volver a creer que los grandes medios de comunicación de este país son medios de comunicación y no parte del aparato propagandístico de unos u otros.
Y es cuando he decidido hacérmelo mirar.
Y cuando me lo he mirado, cuando nos lo he mirado, no me ha gustado lo que he visto.
Porque, más allá del descaro mediático en ocultar o mostrar lo que le viene bien a una ideología en concreto, he visto en los latrocinios empresariales y en los sindicales un reflejo demasiado claro, demasiado nítido, de lo que somos, de lo muchos de nosotros hemos decidido ser.
De una sociedad en la que nos nos indignamos porque se robe, sino porque roben otros y nosotros no podamos hacerlo; una sociedad en la que se resaltan los vicios de otros, no porque nos parezcan intolerables, sino porque hacer ruido sobre ellos permite ocultar los nuestros.
Porque los latrocinios de los empresarios son el producto de una forma de entender la vida en la que el futuro no importa, en la que la medida de la importancia lo da lo que podamos sumar a nuestras cuentas corrientes sin importan de donde venga, ni los medios por los que se logre.
Los falsos cursos de la patronal madrileña no son otra cosa que la definición perfecta de lo que hemos logrado ser de tanto mirar el ombligo de nuestros deseos y nuestras carteras.
De lo que elegimos ser cuando ocultamos ingresos en negro, cuando pagamos sin factura para ahorrarnos el IVA, cuando falsificamos nuestro domicilio para poder desgravar la vivienda, cuando mantenemos vivo en los papeles a un familiar muerto para seguir cobrando su pensión, cuando presentamos una falsa denuncia de maltrato para quedarnos con la casa y con los niños...
Lo importante no son los cuatro millones y medio de euros robados en los cursos de la patronal madrileña o los otros tantos sustraídos en los cursos sindicales andaluces.
Lo importante es que, como muchos de nosotros, instalados en el egocentrismo más absoluto, esos empresarios y esos falsos sindicalistas son incapaces de pensar en nadie más que ellos.
No les importa dejar sin formación a sus trabajadores o sus compañeros, no les preocupa el efecto que sus acciones tienen sobre la credibilidad de las instituciones en las que están integrados, no les importa cargar sobre los hombros de otros el peso de contrarrestar sus latrocinios, no les importa el dinero que ellos detraen de lo público y que podría utilizarse en acciones verdaderamente efectivas en la creación de empleo, por ejemplo.
Nada les importa más que sus coches, sus viajes o sus mariscadas. Son el epítome del eterno lema español que debería sustituir al Plus Ultra de la bandera rojigualda: ¡el que venga detrás que arree!
Porque, aunque haya mucho dinero de por medio, no hay diferencia con lo que hacemos nosotros cuando cargamos nuestro trabajo sobre los demás pese a que recibimos un sueldo por hacerlo,cuando seguimos comiendo a costa de nuestros padres para poder pagarnos nuestras copas, nuestros Iphones y nuestros fines de semana de polvo rural, cuando nos inventamos gastos extra escolares para sacarle más dinero al ex o cuando pedimos al jefe cobrar una parte en negro para pagar menos pensión de alimentos o no pagarla en absoluto.
No hay ninguna diferencia.
Y los habrá que digan que el problema está en que los gobiernos -de un signo u otro- subvencionan a los sindicatos y a las asociaciones empresariales. Que no tendrían que hacerlo y así se evitarían esos problemas.
Y puede que tengan razón. Pero eso también es culpa nuestra.
Porque si nosotros nos responsabilizáramos directamente de nuestra propia defensa como trabajadores no tendríamos el nivel más bajo de sindicación y los sindicatos podrían mantenerse de forma autónoma sin depender de esas subvenciones; porque, si asumiéramos que nos compete a nosotros no solamente nuestra defensa individual sino la de todos aquellos de los nuestros que necesitan ser defendidos, las aportaciones de los sindicados bastarían y sobrarían para que las organizaciones sindicales se financiaran y además nosotros tendríamos el poder de controlarlas y mantenerlas libres de elementos perniciosos que las ponen en el disparadero por una mariscada.
Pero no lo hacemos. Se admiten todas las excusas posibles para no hacerlo. Pero el hecho es que no lo hacemos.
Que no lo hagan los empresarios con sus organizaciones-que, en la ancestral forma en la que este país se entiende el capitalismo, se supone que solamente tienen que pensar en ganar dinero- es hasta lógico. Suicida, pero lógico.
Pero que no lo hagamos nosotros con quienes deben defender nuestros derechos es simple y puro masoquismo.
Y tendríamos que hacérnoslo mirar.
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