No tenemos remedio.
No está muy claro si es nuestra condición de humanos o simplemente la casualidad geográfica que nos ha hecho criarnos dentro de las fronteras de nuestro país lo que determina el hecho, pero lo cierto es que tropezamos todas las veces que haga falta en la misma piedra. A lo mejor las dos primeras son por ser humanos -como todos- y las restantes por ser españoles.
Un inciso, solo para conste: El Gobierno de la Comunidad de Madrid ha decidido comerciar con nuestra sangre. No volveré a hablar de este asunto hasta el final. Sigamos.
Lo cierto es que da igual cuantas veces nuestros gobiernos realicen la misma estrategia, da igual en cuantas ocasiones busquen apelar a nuestra ideología más visceral -y en ese caso visceral no quiere decir otra cosa que arraigada en lo más profundo de nuestras vísceras, nada peyorativo- para tapar sus vergüenzas, sus carencias o sus excesos. Nosotros lo hacemos.
¿Qué no es cierto?, Veamos.
Los actuales inquilinos de Moncloa se encontraban inmersos en su Reforma Laboral, la involución social más intensa desde el fugaz intento de recuperar la servidumbre que se produjo en la Francia de la restauración borbónica tras la Revolución Francesa. Los sindicatos estaban pie de guerra, se convocó una huelga general sin precedentes y el Gobierno reaccionó criminalizando las protestas, proponiendo leyes que restringían el derecho de reunión y de manifestación, dando carta blanca a los elementos más represivos del sistema de Orden Público.
Entonces, justo entonces, alguien filtra, anuncia o expone que se proyecta una Ley de Educación en la que se va a recuperar la religión como asignatura obligatoria.
Y todos los agnósticos, ateos, antiteistas, anticlericales y laicistas cambian el foco de sus miradas y se centran en eso. Los periódicos ideológicamente contrarios al Gobierno llenan páginas y páginas con esa noticia, toda la izquierda laica se moviliza, las bancadas de la oposición hierven de indignación...
Resultado. La Reforma Laboral, hacedora de la mayor y más rápida destrucción de empleo de la historia de la democracia española, generadora del más alto grado de precarización laboral de este país desde los tiempos de Los Santos Inocentes de Delibes, pasa a un segundo plano, los sindicatos y las protestas laborales pasan a un segundo plano porque el laicismo no es un foro en el que sean voces relevantes.
Tropezamos en la piedra de nuestro laicismo y dejamos pasar a nuestro lado lo que en ese momento hubiera debido ser una prioridad sobre cualquier otra cosa.
¿Queremos un segundo tropiezo? Ahí va.
Comienza la campaña -porque casi es una campaña militar- de desmontaje de la Sanidad Pública. Se recorta en todo lo imaginable. Se elimina a los inmigrantes de las prestaciones, se anuncia el copago sanitario, se introduce -o intenta introducir- el euro por receta, se eliminan 283 millones de euros de las prestaciones a la Dependencia.
Valencia, Castilla-La Mancha y Madrid, puntas de lanza de la reforma de la sociedad que proyecta el Partido Popular, se lanzan a la privatización de todas las instituciones sanitarias que se les ocurren.
Y, claro, Los profesionales sanitarios, los colectivos de pacientes, de defensa de las ayuda a la Dependencia, de trabajadores de los servicios sociales, se lanzan a la calle, inician su Marea Blanca y Naranja, se mantienen firmes en su huelga, en su defensa de la sanidad y las prestaciones de todos.
Y es entonces, precisamente entonces, cuando, como si con él no fuera la cosa, el ministro de Justicia Gallardón se levanta y anuncia que va a tramitar una nueva Ley del Aborto. Lo dice, se sienta y el mundo desaparece de nuevo ante nuestros ojos trs la cortina de humo.
De nuevo los periódicos no hablan de otra cosa, las activistas de Femen invaden el Congreso, la bancada socialista redobla sus críticas, sus esfuerzos en esa linea.
Se habla de la Iglesia, de los obispos, del Opus Dei, de las leyes ideológicas y de repente la Sanidad Pública, su defensa y el destrozo que están realizando en ella pasan a un segundo plano.
Bueno, el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Pero el ser humano español debe ser el único que tropieza infinitamente en la misma piedra. Vamos a por la tercera.
Comienzan los recortes en la Educación, la remodelación de nuestro futuro a imagen y semejanza de los que quieren una sociedad de semi esclavos que se dediquen exclusivamente a trabajar sin pensar y no tengan opción de protestar por sus salarios miserables. Los estudiantes se lanzan a la calle, la comunidad educativa se viste de verde y se opone en masa a esos cambios y recortes. La Universidad arde como no lo hacía desde el Cojo Matecas y en esta ocasión con el apoyo de sus profesores, catedráticos y rectores.
Y casualmente es entonces cuando Artur Mas, cabeza de uno de los gobiernos autonómicos que más se ha esmerado en recortar hasta el tocino del jamón, lanza su supuesto órdago soberanista con la consulta.
Y de nuevo vuelve a ocurrir. La Ley Wert queda subsumida en los medios de comunicación bajo el combate floral, la discusión versallesca, entre Rajoy, Don Mariano y Mas, Don Artur. Sin olvidar que seguimos arrastrando todas las anteriores, desde la enseñanza de la religión hasta el proyecto -todavía- de Ley del Aborto.
Las gentes de La Marca -dicho esto con el máximo cariño y respeto histórico de La Marca Hispánica- salen a la calle para revindicar que no les nieguen Catalunya en lugar deque no les cierren las universidades, les quiten aulas de primaria o les suban las tasas. La gentes del Imperio Español -las pocas que afortunadamente quedan- se quejan bandera en mano por las esquinas. En los bares, en las casas, se empieza hablar de España y Catalunya, de Puyol y Casillas en lugar de hablar de becas y comedores escolares.
La cosa sigue. Y nosotros a lo nuestro. A comprar todo burro que nos coloquen delante en la feria de ganado informativo.
Congelan las pensiones y de repente surge de la nada del olvido histórico un enfrentamiento nacionalista con La Pérfida Albión por el eterno y cansino asunto de Gibraltar. Lo compramos.
Se anuncian las primeras privatizaciones hospitalarias en Madrid y oportunamente se inicia un debate sobre la decisión de Ana Mato de no pagar la fecundación asistida a las mujeres que no estén en pareja. Los medios lo compran, nosotros lo compramos.
Los jueces empiezan a entrar con la podadora en las decisiones del Gobierno, a paralizarlas por los recursos y el gobierno reacciona con la Ley de Seguridad Ciudadana más retrógrada desde la Ley de Vagos y Maleantes -por no retrotraernos a la de convivencia cívica de 1931 en Alemania- y nos sacude el fin de la doctrina Parot, de las manifestaciones por "una paz con victoria" y del relato continuado y constante en las portadas y las cabeceras de informativos de cuantos terroristas, asesino y violadores con sus condenas ya cumplidas según la ley -eso se omite, obviamente- quedan en libertad.
Y por fin llegamos al hecho del que se ha dejado constancia al principio de todo esto.
Nuestro gobierno decide comerciar con nuestra sangre. Como si se tratara del capítulo más delirante de True Blood o de la entrega más sórdida de Crónicas Vampíricas, decide ponerle precio y tasa a la sangre que damos para salvar la vida de otros. Decide lucrar a un tercero con el precio de nuestra hemoglobina que, obviamente no tiene precio y...
El País dedica seis de sus informaciones de portada digital de Sociedad al aborto, ni uno solo de los informativos de las cadenas de televisión con cobertura nacional han hablado de ellos, El Mundo habla de soberanismo catalán hasta el hartazgo, ABC y La Razón siguen con sus ERE andaluces y sus discursos reales.
Nuestros gobernantes deciden transformarnos en una especie de mezcla entre el Mundo de Daybreakers y Vampire Nation y consiguen que pase inadvertido porque vuelven a lanzar a la palestra uno de esos asuntos que nos encienden, un asunto del que no se habla ni argumenta en la linea correcta por ninguna de las ideologías en conflicto -desde este humilde punto de vista- desde que se empezara a hablar de ello allá, en la década de los años setenta del pasado siglo.
Una ley que se modificará en el Congreso -¿de verdad creemos que la disensión repentina de Cifuentes, los matices de los mandamases autonómicos del Partido Popular y todas esas repentinas voces discordantes no responden a una estrategia prediseñada?-, una ley que se anuncia justo antes y para calentar ese famoso domingo de las familias que la jerarquía católica ha puesto de moda y que se celebra precisamente hoy, una ley que entre recursos, trámites judiciales y demás es posible que no llegue a entrar en vigor o que simplemente dure exclusivamente lo que tarde el PP en perder el poder.
Y ellos consiguen lo que quieren, lo que realmente les interesa que no tiene nada que ver con los derechos o no derechos de la mujer, con la integridad territorial de España o con la dignidad de las víctimas del absurdo y criminal terrorismo de ETA.
Consiguen que uno de sus negocios pase inadvertido en una maraña de visceralidad ideológica que nos impide separar unas cosas de otras y establecer prioridades comunes en lugar de batallas individuales.
Consiguen que nos importe más algo que ni siquiera ha empezado a pasar aún que el hecho de que estén comerciando con nuestra sangre al módico precio de 67 euros la bolsa de litro.
Pero todo esto no empezó ahora, al menos con este Gobierno.
Empezó cuando incumplieron todas sus promesas electorales, se les descubrió en todo tipo de chanchullos nepotistas que ponían lo público en manos de sus socios y nos robaron para salvar a los bancos que ellos mismos habían hundido y nosotros, nuestros medios de comunicación y nuestra indignación compro de saldo el Caso Bárcenas.
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