Mientras nosotros seguimos lo que nos llega desde cerca -que no lo creemos que nos toca de cerca-, mientras nos esforzamos por comprender y seguir la intervención que no lo es del todo en Libia y nos obligamos a olvidar las reglas básicas del reparto universal de justicia para indignarnos por la absolución de El Cuco, el cambio en el mundo ha llegado donde tenía que llegar. Donde a nadie le interesaba que llegara.
La mutación, el movimiento, la crisis, han llegado a la piedra angular del arco voltaico que es ahora el mundo árabe, el mundo magebí, el mundo musulman. La revolución sacude los cimientos de Damasco y si Damasco tiembla, lo musulmán se estremece, lo árabe se convulsiona, lo magrebí se retrae.
Si Damasco se pone a cambiar y termina cambiando, cambia El Califato y eso para un buen puñado de seres humanos no es decirlo todo. Pero es decir mucho.
Su situación geográfica, su historia, su posición religiosa, su lugar en el inconsciente colectivo de varios miles de millones de árabes y musulmanes hacen de Siria un lugar especial, uno de esos puntos que por su absoluta obviedad nos pasan desapercibidos a nosotros, los lánguidos componentes del Occidente Atlántico. Pero Siria no es Los Altos del Golán, no es el turismo afectado y controlado de Palmira. Siria es Damasco.
De Damasco partieron las órdenes y las tropas que llevaron al Islam al único califato unitario que vio la historia. A ese gobierno de Dios sobre la Tierra que los yihadistas furiosos recuerdan y anhelan volver a implantar en un orbe en el que ya no tiene cabida porque nunca la tuvo para un gobierno impuesto desde cualquiera de los cielos a los que miran los hombres.
De Damasco partieron los conocimientos, las leyes, la ciencia y la cultura que los verdaderos musulmanes ansían recuperar, en sus gobiernos y sus poblaciones, para poner freno a esa ola enfurecida que amenaza con devorar todo lo que ellos y su profeta quisieron que fuera su religión y su mundo.
En Damasco creció el mito del hombre que impuso contención a sus propios mulahs y ayatolas y que desparramó respetó entre sus enemigos más acerrímos. En Damascó reinó Ṣalāḥ ad-Dīn Yūsuf ibn Ayyūb, aquel al que nosotros, en nuestra incapacidad de comprensión y adaptación a su mundo, que a estas alturas ya se ha hecho patólógica, nos vimos obligados a llamar Saladino.
Todo eso es Damasco y todo eso está cambiando. Por ello, más que los avances y repliegues en el desierto libio, más que las matanzas consentidas en Yemen, más que las tropas desplegadas en Bahréin, más que los arrestos domiciarios en El Cairo o los gobiernos inestables en Túnez, su cambio va a sacudirnos hasta los cimientos. Aunque aún no sepamos verlo.
Porque todo el mundo necesita a Damasco y al que fuera su califa. Todos quieren hacerlos suyos, todos necesitan que el movimiento del centro del arco se vuelva hacia ellos. Y, hoy por hoy, nadie sabe hacia donde va a moverse.
Siria no es su presidente vitalicio, heredado y autoimpuesto, Siria no es su Primera Dama, hermosa, elegante y totalmente occidentalizada en portadas de Vogue y Cosmopólitan; Siria no es su guerra enquistada con Israel por Los Altos del Golan, ni su control, prácticamente sin paliativos, de Libano y las varias facciones que se mueven entre Beirut y el Valle de La Becah.
Todo eso cambiará si Damasco cambia. Pero todos, hasta nosotros, los que creemos no necesitar a nadie, necesitamos a Damasco por lo que fue y por lo que será, no por lo que es ahora.
Los kurdos la necesitan porque Saladino, el califa Adbasí, el único califa real, era kurdo y reinó en Damasco; los insurgentes irakíes de Bagdad -el otro califato que, en realidad, no lo fue- le reclamán para sí porque nacio en Tikrit -¿recuerdan qué otro ilustre ahorcado era natural de tan exigua población irakí?-.
Los sunnitas necesitan Damasco y el recuerdo de Saladino para dejar claro que la única vez que el poder religioso y político estuvo en las mismas manos en el Islam lo fue imponiendo los criterios sumnitas de interpretación de El Corán.
Los chiíes reclaman los tiempos de la grandeza damascena y su califa porque él llevó el verde del profeta en la afilada punta de su cimitarra -lo hizo para defenderse, pero para cualquier amante de la guerra es mejor una guerra defensiva que ninguna guerra-.
Los magrebíes se acuerdan de él porque permitió que, arropados por el Islam, se hicieran grandes hasta desembocar en Al Andalus; los árabes porque Damasco y Saladino fueron los primeros, mucho antes que Lawrence, el inglés, que les recordaron que eran uno, dividido en muchas tribus, pero uno. Aunque luego lo olvidaran y tuvieran que llegar Peter O'Toole e Israel a recórdarselo.
Así que todos en eso que ahora llamamos como antaño mundo musulmán necesitan a Siria, necesitan a Damasco. Para sus amores o para sus odios, para su grandeza o para su miseria, para su admiración o para su envidia. Pero todos en el mundo arabé y magrebí han mirado alguna vez hacia el horizonte damasceno para darse cuenta de donde estaban ellos.
¿Y nosotros? ¿Para qué necesitamos nosotros a Siria? ¿Por qué habría de ser importante para nosotros la capital de El Califato?
Porque siempre lo ha sido, porque siempre la hemos necesitado.
En esa antigua Edad Media, que algunos se niegan a abandonar y otros pretenden recuperar, Damasco fue importante por era como queriamos ser.
Era poderosa, culta, condescendiente, moderna. Eran infieles, eso sí, pero algo malo tiene que tener todo el mundo. Por eso la necesitabamos. Porque alguien en Damasco tuvo la cordura de no bañar dos veces Jerusalén en sangre, aunque hubiesen empezado otros; porque de Damasco partieron las leyes que permitieron el acceso a todos a La Ciudad Santa, aunque otros la habían cerrado a todos de antemano. Porque, en su fuero interno, hasta el más cristiano de los reyes quería ser Saladino.
Pero si en el pasado remoto se necesitó a Damasco por que era lo que queriamos ser en el pasado reciente, ese que estámos viendo morir ahora, necesitamos a Siria porque es como nosotros queríamos que sea.
Damasco era la capital de una Siria occidentalizada, con presidente en lugar de rey o emir, con un sistema presidencial. Era un país que podía mantener una guerra a la forma tranquila y moderna en la que se mantienen ahora las guerras. Era un régimen contenido que ejemplarizaba esa contención en la bella Asma Assad y en la imagen de ingeniero occidental de su presidente.
Occidente necesitaba a Damasco para que la lucha por Los Altos del Golán no desembocara en otra Guerra panarbista. Para que, con sus tropas en las calles de Beirut, les negara a los chiíes el control total de Libano a través de Hezbolah, para que mantuviera el eterno enfrentamiento entre lo suní y lo chií que mantiene debilitado al mundo musulmán. Para que Israel viviera con la relativa tranquilidad de saber que su enemigo era civilizado, aunque fuera su enemigo, para que el mundo árabe viviera con la tranquilidad de que ningún rey que se sentara en el palacio de Damasco iba a verse afectado por los recuerdos y los efluvios del poder de un monarca kurdo de la Edad Media e iba a intentar imponer sobre sus cabezas, sus cuentas ciorrientes y sus pozos petrolíferos un nuevo califato universal.
Para todo eso necesitaba Occidente a Siria y a Damasco hasta hoy. Por todo eso era importante para nosotros. Por todo eso el cambio en Siria nos hace temblar. O al menos debería hacernos temblar.
Porque si, perdido Egipto para la causa -si es que occidente puede tener aún alguna causa- si la piedra angular del arco musulmán gira hacia el yihadismo se llevará a otros muchos con ella. Otros muchos, reyes y presidentes, que ahora son contenidos porque Siria lo es, que ahora no son yihadistas porque Damasco lo vería mal, que ahora no son panarabistas porque nadie se para a mirar demasiado al califato.
Israel sabe que si eso ocurre, por más aliados, por más armamento y por más superioridad estratégica de la que supuestamente disponga, estará muchos años cantando cada día el Kaddish por sus muertos. Y luego a lo peor hasta desaparece.
Porque si gira hacia el panarabismo poco tendrán que hacer o que decir los ínfimos emires y reyes contra una población que se sentiría más grande como parte de algo enorme que como miembros menospreciados de un pírrico reino.
Porque si gira hacia lo religioso y lo sunita, Irán tendrá que decir adios a su influencia en la zona y Occidente tendrá que dejar de tirar de islamofobia y pánico yihadista para explicar la mayoría de sus acciones en zonas del mundo en las que se extrae la energía de nuestras sociedades y en las que interviene principalmente por ese motivo; pero si gira hacia lo religioso y lo chiíta, Libano será chiíta, Palestina será chiíta y es posible que muchos de los estados del Golfo dejen de poder reprimir y controlar a esas poblaciones, ahora numerosas pero sin poder en sus territorios.
Porque si Damasco gira hacia la democracia y se lleva con ella al mundo árabe y al mundo musulmán ya no podrá controlarse nada. No podrá evitarse la unidad árabe si la quieren, no podrá evitarse que hagan lo que quieran hacer. No podrá evitarse El Segundo Califato. Aunque tenga parlamento y el Califa sea elegido cada cuatro años.
Hace años le pregunté a alguien porque Siria había abandonado el panarabismo y había decidido mantener su actual postura. esa persona me contestó, como suele hacerlo mucha gente en Damasco con una referencia directa a Saladino
"Vosotros recordaís que El Califa era mesurado y contentido. Nosotros también recordamos que era implacable. Mesurada y contenidamente implacable".
Y así es Siria. Implacable. Como lo fue su califa. Por eso la dictadura de los Assad ha sido implacable en su represión, como lo fuera en su ascenso al poder y en su opresión. Por eso la revuelta es implacable y no da ni un paso atrás pese a los pistoleros, los gestos pacificadores, las balas y la sangre.
Damasco es Implacable, como lo fuera Ṣalāḥ ad-Dīn. Elija el camino que elija será igual de implacable que lo ha sido siempre y eso nos da miedo porque hace mucho tiempo que nosotros perdimos la capacidad de serlo. Y si un cambio es implacable, cambia el mundo. También el nuestro.