Hay corrupciones que atentan contra el más mínimo sentido democrático porque desestabilizan las instituciones hasta tal punto que resulta imposible confiar en ellas. La captura de dinero público a cualquier precio para engordar los bolsillos propios o allegados es una de esas corrupciones, el reparto de dádivas, concesiones y favores nepotistas es otra y así se podrían citar otras muchas.
Pero hay formas de corrupción mucho más perversas, mucho más peligrosas. Son aquellas que no desestabilizan el sistema democrático sino todo lo contrario. Son aquellas que lo hacen completamente estable e inmutable: estable en la injusticia.
Y la última descubierta del Partido Popular es una de esas perversas y peligrosas porque afecta a uno de los pilares básicos del Estado de Derecho. Por si alguien dudaba del intento desesperado y desesperante del emporio moncloita por controlar el sistema judicial con las leyes e involuciones sacadas de la mente del ministro Ruiz-Gallardón, Francisco Pérez de Cobos se ha encargado de ratificarlas desde su recientemente estrenado sillón de Presidente del Tribunal Constitucional.
El Partido Popular está dispuesto a pervertir, a corromper, el poder judicial en un intento de controlar ad eternum ese poder del Estado en su propio beneficio. Por eso Gallardón hace una ley que pone a los jueces al arbitrio del legislativo y que prácticamente convierte el Consejo General del Poder Judicial en una agrupación local de su partido.
Y por eso en el más esperpéntico y burdo intento de manipulación de la administración de justicia que se recuerda desde el Caso Dreyfus, no le duele en prendas colocar al frente del Tribunal Constitucional a un militante de su partido.
Porque, déjenme que lo repita despacio, Francisco Fernández Cobos es militante del PP.
No puede serlo como juez, el propio desarrollo legal de la Constitución de la que ahora es máximo garante se lo impide, pero lo es; la propia lógica de la independencia de su cargo se lo prohíbe, pero lo es; la más mínima ética en el desarrollo de su supuesta vocación de justicia debería hacerle rechinar los dientes con solamente pensarlo, pero lo es.
Y el Partido Popular lo sabe, sabe que contribuyó a sus arcas con poco más de treinta euros anuales -la cuota mínima de una afiliado- durante cuatro años, sabe que eso no puede hacerlo ni siquiera un juez de instrucción porque significa vincularse a un partido, sabe que eso desde luego le incapacita para dirigir el Tribunal Constitucional, sino para el ejercicio de la justicia.
Pero le da igual porque hace tiempo que al Partido Popular esas cosas dejaron de importarle. Hace tiempo que dejó de considerar la democracia y el Estado de Derecho como un paso imprescindible e irrenunciable para el ejercicio del poder. Le da igual porque su deriva totalitaria ya se ha transformado en un tsunami que ahoga todo el sistema, que impregna todas y cada una de sus decisiones.
Los recortes y las mentiras electorales del Partido Popular le hicieron perder la calle pocos meses después de ganar La Moncloa. La sociedad se volvió en contra suya y entonces se vio enfrentado a la mítica elección que proponía un incombustible político francés.
"Cuando se prevé o se descubre un conflicto hay una única decisión que marca el devenir futuro de la historia: la elección entre el arma de la diplomacia o el enfrentamiento armado para prevalecer en ese conflicto", decía Charles Maurice de Tayllerand, el político que consiguió sobrevivir al Antiguo Régimen, la Revolución Francesa, el Imperio Napoleónico y la Restauración Borbónica.
Y cuando el Partido Popular cuando atisbó el conflicto social que sus mentiras electorales y sus decisiones injustas iba a provocar, optó por el enfrentamiento armado.
Por eso envió a antidisturbios contra huelguistas, por eso, por eso reprimió a profesionales sanitarios con Unidades Policiales de Intervención, por eso detuvo a activistas como si se tratara de terroristas, por eso incomunicó durante días a manifestantes como si se trataran de espías enemigos del Estado.
Por eso lanzó a sus voceros a exigir que se controlara el derecho de manifestación, por eso se sacó de la manga una ley que convertía en delito quedar por sms o Internet para manifestarse, por eso intentó que la policía no tuviera que responder ante la ley por sus acciones.
Decidió tirar de todo su amplio arsenal totalitario en lugar del poco bagaje democrático que pudiera esconder entre sus filas. Tiró de decreto y no de dialogo para cerrar las urgencias rurales, para privatizar la sanidad madrileña, para despedir profesores interinos, para imponer la religión en las escuelas, para sacar a los menos favorecidos del sistema educativo, para arrojar a los inmigrantes lejos de la atención sanitaria, para dejar sin futuro a los jóvenes con las becas y la reforma laboral y a los ancianos sin presente con la rebaja efectiva de las pensiones.
Y en esa elección, en ese camino por parapetarse en el enfrentamiento constante, olvidó la segunda parte de la reflexión de Tayllerand: "La ventaja de la diplomacia sobre el enfrentamiento armado radica en la mayor posibilidad que otorga a aquellos que no participan directamente del conflicto de mantenerse neutrales sin romper por ello sus alianzas".
Lanzado al enfrentamiento directo y diario con la inmensa mayoría de sectores sociales, olvido que hay un tercer poder, que hay un tercer pilar del Estado que no se controla con unas elecciones: el poder judicial.
Y fueron forzados a intervenir. Desde Estrasburgo hasta Xativa, desde La Audiencia Nacional hasta los tribunales supremos autonómicos, desde el Tribunal Constitucional hasta los juzgados de instrucción.
Y le anularon sus detenciones, le paralizaron sus cierres de urgencias, le negaron la posibilidad de modificar el derecho de manifestación, le procesaron a sus sobrecogedores corruptos, le cuestionaron su Ley Hipotecaria y le detuvieron los desahucios de sus bancos amigos, le pusieron en libertad a sus "enemigos del estado", le paralizaron cautelarmente sus privatizaciones, le procesaron a sus antidisturbios, aceptaron demandas privadas y colectivas contra ellos.
Porque en un enfrentamiento directo y armado -donde las armas de unos son las leyes unilaterales y las de otros la protesta, no nos equivoquemos de concepto, que lo de armado es metafórico- entre el poder y la sociedad la neutralidad del Poder Judicial ya no es no pronunciarse, sino todo lo contrario.
Y fue entonces cuando el Partido Popular metió al poder judicial en su lista de enemigos junto a los ciudadanos que protestaban y se manifestaban, junto a los sindicatos y los colectivos profesionales que les negaban la mayor de sus recortes, junto con la comunidad educativa que les intentaba impedir destruir la Educación Pública, junto a los medios de comunicación que les criticaban. En definitiva, junto a todos aquellos que no eran ellos o sus adláteres.
Y envió a sus sargentos en forma de diputados o de delegados del gobierno en Madrid a insultarlos llamándoles "pijos ácratas" -que es algo tan rocambolesco como decir yihadista católico, por ejemplo-, a sus tenientes a criticar las decisiones judiciales después de haber asegurado que "las respetaban", como si hubiera que darles un premio por hacer lo que tienen la obligación de hacer.
Y sobre todo lanzó a la batalla a su general con mando en esa plaza. Ruiz Gallardón diseñó y presentó leyes que pretendían castigar económicamente los recursos para privar a los pobres de la justicia, redactó proyectos que pretendían amordazar a los medios para que no informaran sobre sumarios molestos o comprometedores, dictó borradores que colocaban a las altas instituciones judiciales bajo el control directo y constante del Gobierno. Sin posibilidad de autonomía para el Consejo General del Poder Judicial. Sin capacidad de Independencia para el Tribunal Constitucional.
Porque sin controlar o sacar del tablero de juego a los neutrales no se puede prevalecer en un enfrentamiento directo. Es tan antiguo como la guerra. Es tan viejo como el totalitarismo.
Y la colocación de Fernando Pérez de Cobos al frente del alto tribunal es el último arma secreta del Partido Popular en esa guerra emprendida contra todo el resto de la sociedad española y por ende contra la administración de justicia.
Intentan colar un quinta columnista confeso -al mejor estilo del leninismo, curiosamente- para que se haga cargo del máximo órgano jurisdiccional para garantizarse el control y el apoyo de los que, por naturaleza y ética, tienen que ser neutrales.
Les da igual que por ser de los suyos ni siquiera podría ser juez, les da igual que su militancia -directa o indirecta- le incapacite para tomar decisiones independientes en contra de su propio partido. Les da igual que la ley y la Constitución especifiquen claramente que eso no puede hacerse.
Mienten y callan en sus comparecencia ante el Senado, votan a favor de un nombramiento claramente anticonstitucional, niegan la mayor de la división de poderes.
Y lo hacen porque su arrogancia y el frenesí de ese enfrentamiento contra la sociedad que han desatado les impide hacer la reflexión más lógica: les impide darse cuenta de que si los jueces sentencian en su contra a lo mejor, solamente a lo mejor, es porque no tienen razón, porque sus leyes o decisiones no son justas, no porque se hayan pasado al enemigo.
Pero no es sorprendente. Una mente totalitaria solo puede dividir el mundo en aliados y enemigos. Nunca puede reconocer que no tiene razón. Es la esencia misma del totalitarismo.
Por eso recurren al quintacolumnismo del totalitarismo leninista para corromper el sistema desde dentro en lugar a la diplomacia dialogante de Tayllerand para intentar salvarlo entre todos..
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