El Ejecutivo -el poder, se sobreentiende- tiene que ser autónomo. Esa es una máxima que sustenta ese cada vez más mítico escalón de la división de poderes que se está transformando poco a poco en un escalón inalcanzable para nuestra sociedad.
El Gobierno que nos cargamos sobre los hombros en las urnas parece que eso lo tiene claro. Todo lo demás no, pero eso de que el Ejecutivo tiene que ser autónomo es una máxima que el ínclito Don Mariano quiere llevar a rajatabla.
El Poder Judicial tiene que controlarse y para ello coloca a militantes en los altos tribunales, fabrica leyes a medidas para no perder nunca la mayoría en el Consejo General del Poder Judicial y pretende sacar adelante una ley que amordace la posibilidad de informar sobre los juicios que al Ejecutivo le convengan. La autonomía del Poder Judicial se puede tocar. La del Ejecutivo no.
Si a eso sumamos que nuestro sistema electoral y representativo se cargó desde su nacimiento la independencia entre el Legislativo y el Ejecutivo al permitir mayorías absolutas aplastantes que coinciden plenamente en el tiempo con los periodos de mandato del Ejecutivo y al no imponer un sistema de solapamiento por tercios -como el estadounidense o el francés, por ejemplo- de los representantes en el legislativo que pudiera ejercer de contrapeso al Gobierno, tenemos que el Legislativo, autónomo, lo que se dice autónomo, tampoco es.
Pero Rajoy pretende que eso no le pase al Ejecutivo, a su Ejecutivo. Lleva su autonomía hasta la obsesión, hasta el rito constante de ocultarse y de no explicar nada, de no hablar, de no presentarse ante el Parlamento, ante los medios de comunicación ni ante la ciudadanía -cosa que solo hace cuando tiene asegurado el aplauso en algún que otro mitin partidario-.
Puede parecer que el bueno de Don Mariano desde su acceso al inqulinato de La Moncloa sufre una suerte de ataque de dominación que le hace pensar que siempre tiene que llevar el timón, que solo él puede decir los momentos y los tiempos. Se antoja que se hubiera repentinamente convertido en una suerte de dominatriz -lo siento, lo siento, lamento colocar en la mente la imagen de Don Mariano con fusta y látex ajustado- que cree que todo se tiene que hacer como, cuando y donde ella quiera.
Eso sería peligroso, eso sería antidemocrático, eso sería totalitario. Y si miramos a La Moncloa nos damos cuenta de que los es.
El colectivo sanitario le exige datos y explicaciones sobre su venta espuria de la Sanidad Pública y él calla; la comunidad educativa le exige en la calle, los despachos, los colegios y las universidades que ceje en su intento de destruir el futuro de esta sociedad para convertirla en mano de obra barata y él ni siquiera se digna aparecer en el debate en el que se vota esa ley; los sindicatos le reclaman empleo, control de la involución en los derechos laborales más salvaje desde la implantación de la servidumbre y el los despacha en cinco minutos sin decir una palabra; la judicatura le reclama datos, reacciones, rectificaciones en los ámbitos más importantes de su política y el permanece ciego, mudo e indiferente a esas exigencias, los medios de comunicación le preguntan sobre sus idas y venidas por el éter virtual para comunicarse con Bárcenas y el aparta la pregunta con un displicente gesto de la mano.
El Parlamento le exige que de explicaciones sobre los fiascos financieros de su partido, sobre las oscuridades sobrecogedoras de Génova,13 y el contesta con un latigazo dominante digno del porno alemán -que me lo han contado, que conste- del tipo "ya daré explicaciones cuando sea conveniente y ante quien sea conveniente".
Y en ese momento, justo en ese ramalazo, es cuando nos damos cuenta de que toda esa autonomía, todo ese imperioso dominio que Rajoy pretende exhibir con su silencio, no existe. Es solamente una pose calculada y congelada ante nuestros ojos.
Porque acto seguido acude, cual sumiso suplicante, a dar explicaciones "a quien es conveniente" dar explicaciones.
Se niega a hablar ante los ciudadanos que se manifiestan, que le exigen un cambio en su política, pero corre a explicarse ante los principales banqueros y empresarios de este país para asegurarles que tiene el control; se niega a dar respuesta a los medios de comunicación, pero responde a una única pregunta perfilada, redactada e ideada para su propio beneficio; no contesta a los profesionales sanitarios, pero habla con las empresas para tranquilizarlas y decirles que el mercado está garantizado; mantiene el silencio ante la comunidad educativa y universitaria pero no pierde ni un segundo en acudir a la llamada de Lagarde, La Troika o cualquier otro de esos amos, verdaderamente dominantes, que le exigen explicaciones a cada segundo, que le obligan a tranquilizarles con su completa sumisión a cada instante.
No contesta a una comisión parlamentaria pero sí a la Ejecutiva de su partido; no hace caso de las protestas de los profesionales y los pacientes madrileños, pero presta oídos a las pataletas de su presidente autonómico; no escucha el desesperado grito de la comunidad educativa en Valencia o Madrid, pero sí las reclamaciones de dinero de sus gobernantes para conducir esa educación hacia el concierto religioso universal; desoye a ciudadanos y jueces sobre la Ley Hipotecaria, pero hace caso a los bancos a los que convoca como "únicos expertos" en una comisión parlamentaria que debe tomar una decisión en su contra.
Hemos pasado de la dominatriz al esclavo, del amo a la sumisa. El fondo y la forma de Rajoy y su gobierno nos reserva a nosotros el sadismo y guarda su masoquismo más melifluo para otros, para aquellos ante los que siempre "es conveniente" explicarse a tiempo.
Y eso es lo que la convierte en un peligro totalitario. No su soberbia a la hora de explicarse, sino su necesidad de darlas ante quien no tiene ningún derecho a exigírselas.
Porque la autonomía del Ejecutivo se inventó para eso. Precisamente para eso.
La autonomía del Ejecutivo no le libera de la necesidad de dar explicaciones ante el Parlamento cuando este se las pida, le evita tener que dar explicaciones a los poderes fácticos cuando se las exigen sin tener derecho a ellas.
La autonomía del Ejecutivo no se inventó para que el Gobierno viviera en su torre de cristal sin necesidad de dar respuesta a las reclamaciones de los colectivos sociales que se manifiestan, los sindicatos que hacen huelga o los ciudadanos que protestan masivamente, sino para aislarlo y ponerlo a salvo de los intereses económicos de personas y entidades que de otra manera podrían dominarle e imponerle criterios que poco o nada tienen que ver con el bien común.
El Poder Ejecutivo es autónomo. Pero esa autonomía no es sinónimo de pasar olímpicamente de los ciudadanos que son los que le dan el poder, ni de sus representantes que son los que supuestamente hablan por ellos, ni de los jueces que buscan la justicia en nombre de esa ciudadanía, ni de los medios de comunicación que tienen la obligación de informarla.
La autonomía del Ejecutivo es todo lo contrario. Es tirar de imperio y dominio con aquellos que no son los depositarios de la soberanía y de humildad y claridad con quienes sí lo son.
La ley del Silencio dominante de Rajoy ante nosotros sería muestra de soberbia, incapacidad o, como se decía en otros gobiernos, "mal talante", si callara para todos. Pero como ante otros, ante los que sí debería ser autónomo, acepta la Ley de la Explicación Sumisa, se transforma en puro y simple totalitarismo antidemocrático.
El totalitarismo del silencio dominante con unos y la adulación esclava con otros.
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