viernes, abril 06, 2012

Viernes Santo y la crucifixión de Christulas


Mientras me debato entre enviar o no una carta que probablemente marque finales o principios parciales en mi endemoniada vida, otra carta que ya es un final y no marca principio alguno me hace llegar aquí para contestarla, para hablar de ella.
La carta de un hombre griego que hizo que su país se convulsionara, que la ira de aquellos que inventaron la cordura se desatara, que la vergüenza de aquellos que, por poder y por avaricia, no la tienen, aflorara a sus rostros. La carta de Dimitris Christulas para la cual toda respuesta se viste de epitafio.
Dimitris está muerto y dirán que se suicidó. Pero sabemos que no es así. No es una extraña teoría conspirativa. Dimitris llegó en metro a la plaza Sintagma y apoyado en un árbol, como el que no quiere la cosa, como quien ha llegado a última hora a contemplar el espectáculo, sacó un arma y se pegó un tiro. Pero Dimitri no se mató.
A Dimitri le mataron dos frases, tan solo dos frases. Las mismas que nos matan a nosotros.
Toda nota de suicidio es algo arrojado a la cara de aquellos que se quedan. Puede ser una caricia que nos prive del horror de la  culpa, que nos limite el dolor de la pérdida o nos centre la congoja de la muerte; puede ser un bofetón con el dorso de la mano que nos arroje al pozo de la responsabilidad de nuestros actos, de nuestras omisiones, de aquello que hicimos y no debimos hacer o de aquello que ignoramos, aun sabiendo que no debíamos haber ignorado.
Pero la carta de Dimitris, las dos frases que mataron a este farmacéutico jubilado en el mismo epicentro de lo que fuera el epicentro de la democracia universal en el albor de los tiempos, de nuestros tiempos occidentales, no es ni una ni otra. Dimitris no nos acarició, no le quedaban ganas, Dimitris no nos abofeteó, no le quedaban fuerzas.
Dimitris tan sólo nos empujó.
Pero nosotros, tan occidentales y atlánticos que no podemos ver lo que no queremos ver, miramos el perdido aliento de Dimitris Christulas y creemos ver lo que no es y sólo leemos la frase que queremos escuchar.
"No rebuscaré comida en la basura".
Y eso creemos que lo explica todo. Que nos lo deja todo claro, que nos da pábulo a la tristeza e incluso a la indignación. Creemos que explica algo que nunca hemos conseguido explicar, algo que nunca hemos querido explicar.
Disfrazamos al cadáver de Christulas con una máscara trágica muy propio de sus tierras, con una máscara mortuoria que nos le dibuja como un hombre desesperado, un pobre anciano que, obligado a rebuscar comida en la basura, no tiene fuerzas para seguir luchando y se ha rendido. Y por fin, abocado al cansancio, al hambre y a la desesperación se ha quitado la vida.
Tenemos que verlo así porque eso convierte el suicido en una capitulación, en una rendición anticipada de aquello que nosotros hemos considerado y querido considerar como lo más preciado, lo más deseable. La vida.
Pero es mentira y en lo más profundo de nuestros adormecidos instintos sabemos que nos equivocamos y que, si nos paramos a pensar, todo se transforma en otra cosa.
Dimitris no rebuscará en la basura. No ha renunciado a su vida. Ha renunciado a la que otros le exigían que tuviera.
Dimitris no está dispuesto a permitir que aquellos que le obligan a llegar a esa situación, que aquellos que con sus actos, sus consentimientos, sus presiones o sus omisiones, le han arrojado a esa situación, obtengan la victoria de que él asuma que lo único que puede hacer es resignarse y buscar en la basura.
No es el estúpido romántico que se suicida porque la vida le pesa demasiado y no puede soportar los sufrimientos por los que el común de los mortales pasa como una experiencia de la que al menos obtienen algo; no es el indolente que, incapaz de afrontar el sufrimiento o la desdicha, se encierra esperando a que pase por encima de él sin tocarle y cuando no se va, no se quiere marchar, tira de la ausencia definitiva, del escaqueo supremo, y se borra del mapa para no tener que afrontar sus carencias, sus pérdidas y sus frustraciones.
El anciano que se arrojó al Hades bajo su propio fuego no es el inconsciente occidental que convierte su muerte en un símbolo imposible o el oriental que organiza su propia inmolación como una protesta, como un canto a las nubes.
Dimitris no se mata y no nos empuja porque haya dejado de luchar, porque se haya rendido. Apoya las manos en nuestra espalda y nos impulsa porque sigue haciéndolo, porque ha encontrado otra manera. Porque no lucha por él.
Porque equipara vida con dignidad, no con supervivencia. Porque iguala el valor de su vida al de su dignidad vital y convierte su muerte en el arma para seguir luchando por la vida y la dignidad de otros.
Y eso es lo que nosotros no podemos, no queremos o nos negamos a entender.
Si las temblorosas y envejecidas manos de Dimitris hubieran fallado el disparo se hubiera enfrentado a toda suerte de indignados reproches, de lacrimosas quejas, de azoradas comprensiones y de falsos consuelos. Seguro que, aún muerto, se enfrenta a todo eso.
Se hubiera enfrentado a ese remedo de conmiseración occidental por el suicidio que nos resulta imprescindible para colocar las cosas en su sitio.
Porque si él es débil, el vencido, el que se rindió. Nosotros somos los fuertes, los luchadores, los que no nos rendimos. Y necesitamos creer eso. Necesitamos pensar eso para que el empujón de Christulas no nos arroje allá donde hemos decidido que no queremos ir.
Y por eso colocamos en el cuerpo de texto más alejado del titular, leemos por encima o simplemente pasamos de largo sobre la frase que realmente ha rematado a Dimitris Christulas en la Plaza Sintagma de la capital de la República Griega que arde en llamas de nuevo a modo de su pira funeraria.
"No dejaré a mi hija cargada de deudas". Y eso ya no es un empujón es una proverbial patada en el trasero para que hagamos algo.
Porque Dimitris no está muriendo por su dolor, no tiene en la mente su miseria. Hace lo que está haciendo pensando en otra gente. Pensando en los demás.
Y eso nos cambia el paso. Nos obliga a romper el absurdo prisma de conmiseración y falsa tristeza con el que nos enfrentamos a estas situaciones.
Christulas pasa de ser el triste derrotado a ser el hoplita que cuando la batalla aún no está resulta, lleno de heridas, se ensarta en la lanza de su enemigo para dificultar el avance de los escitas y que Leónidas pueda seguir luchando; se convierte en la mujer tespia que resiste una violación tras otra hasta que una le agota la vida, en lugar de rendirse al dolor y la humillación de la primera, porque sabe que su dolor le da tiempo la armada de Grecia a cerrar por fin el Helesponto mientras sus enemigos pierden el tiempo ensañándose con ella.
Y así, Dimitris y no es un desesperado, débil y digno de nuestra misericordia. Es alguien que elige un arma irreversible para darle a los demás las alas necesarias para volar, alguien que se aparta para no ser una carga en la lucha de otros, alguien que sitúa la dignidad, la suya y la de todos, por encima de su propia supervivencia miserable y que les niega la victoria definitiva a aquellos que han colocado a las personas en las que piensa y a las que tiene en mente en esa situación insostenible.
Es el infante que carga a bayoneta para dar tiempo a recargar a su segunda línea, es el arapajoe que cabalga hacia el frente de cañones para dar la posibilidad a las otras tribus de cercar al general Custer y a los suyos y coserles a flechazos hasta la extinción de siete cuerpos de ejército. Es el Paris homérico que se planta en la muralla de la ardiente Troya para dar tiempo a Eneas y los suyos de encontrar otra tierra en la que fundar en un nuevo imperio.
Y eso nos deja a nosotros en una posición insostenible porque entonces Dimitris Christulas es el que lucha.
Y entonces tenemos que revisar muchas cosas. Nos vemos obligados a determinar por qué los que quieren mantener la dignidad se ven obligados a arrojarse por un puente, quemarse, hincharse a barbitúricos o pegarse un tiro en la Plaza Sintagma. Qué les hemos negado y nos hemos negado a nosotros mismos para que esa sea la única arma que les queda.
Y ya no podemos refugiarnos en nuestra supervivencia para escapar de nuestra dignidad. No podemos escondernos en nuestras necesidades presentes para escapar de la lucha que nos impone el futuro de otros. No podemos fingir que por resignarnos y sobrevivir somos los fuertes.
Nos empuja directamente a una decisión en una situación en la que no somos responsables de su muerte pero si lo somos de nuestra vida, de nuestra dignidad y del futuro de otros.
Y eso es demasiado para lo que estamos acostumbrados, para lo que se estila en este occidente atlántico de elusiones egoístas y decisiones individualistas.
Nos arroja a la responsabilidad de defender todo eso que queríamos sacrificar impunemente en holocausto en el altar de la sacrosanta supervivencia física, Nos obliga a volar con las alas que Dimitris nos ha proporcionado, nos obliga arriesgar los ingresos que Dimitris nos ha limpiado quitándonos sus deudas. Nos obliga a pasar a la primera línea. A una posición en la que ya no hay lugar donde esconderse ni vía secreta por la que huir.
Si Dimitris Christulas usa el arma obligada por nuestra indolencia de su muerte para luchar por el futuro de otros, quizás nosotros tengamos que hacer algo para hacer que ese futuro sea algo digno de ese sacrificio. Que nuestro futuro tenga un sentido.
Quizás ya no podremos limitarnos a esperar a que pase la tormenta ocupándonos solamente de asegurarnos nuestras cada vez más pírricas finanzas y nuestros cada vez más inconsistentes y vacíos placeres.
Y este Occidente Atlántico y aquellos que lo formamos no estamos acostumbrados a hacer eso.
A lo mejor no se trata de incendiar la Plaza Sintagma y a lo mejor sí. A lo mejor no se trata de cortar algunas cabezas y a lo mejor sí.
Pero de lo que seguro que se trata es de no aceptar contratos basura,  de no refugiarnos en pequeñas piezas de estentórea alegría o de neutro placer, de no conformarse con los despotismos permitidos por ley de nuestros empleadores, de dejar de limitarnos a criticar todo lo que ocurre en voz baja y anónima para que nadie nos oiga demasiado, de no limitar nuestro contacto con los seres humanos a piezas temporales restringidas para que nada nos pueda afectar, de no aceptar a regañadientes impuestos injustos y luego defraudar por los agujeros negros que nos deja el sistema para que parezca legal, de no refugiarnos en relaciones sin emotividad ni compromiso, de no aprovechar las oportunidades que tenemos de mejorar nuestra supervivencia a costa de nuestra dignidad porque nos resulta mucho más cómodo.
Se trata de recuperarnos como seres humanos. de cambiar empleo a cualquier precio por empleo digno; de cambiar alegría y placer por felicidad, de cambiar trabajo estable por condiciones justas de  trabajo, de modificar contacto humano por convivencia, de sustituir críticas por propuestas, queja por reivindicación, visceralidad por pensamiento; de cambiar fraude por resistencia tributaria abierta y organizada, de dejar de utilizar las aspirinas de la soledad voluntaria y el sexo para paliar los síntomas y acceder a la operación a corazón abierto del amor y el compromiso para curar el cáncer afectivo que padecemos.
Se trata de identificar vida con dignidad y no con supervivencia a cualquier precio. Se trata de no ponernos como individuos por encima de lo que somos: integrantes de la humanidad.
No podemos cambiar nada, no podemos modificar nada si no modificamos todo eso. El mundo no cambia si cada uno de nosotros no cambia. Si no asumimos el esfuerzo del cambio personal no podemos reclamar el cambio general. Y lo necesitamos. Lo necesitamos, como el viejo champú, de la raíz a las puntas. Ya nos hemos quedado sin excusa. Necesitamos ese cambio incluso para poder ser humanos, incluso para sobrevivir.
Se trata de luchar. Se trata de ser Dimitris Christulas. No de usar sus mismas armas -que él se vio obligado a usar porque combatía casi en solitario- pero si de emprender la misma lucha que el inició - no concluyó- en la Plaza Sintagma.
La lucha por la dignidad de todos. No mía y de los míos. De todos.
Hoy es viernes en que una vez al año se conmemora una crucifixión de un loco indignado que intentó hacerlo pero es a la carta de Christulas, al de hoy, a la que debemos contestar.
Debemos decidir si somos aquellos que escondidos le niegan antes de que cante el gallo por miedo a represalias de aquellos que tienen el poder; si somos simples plañideras que acompañan a su madre al pie de su calvario recitando dolientes quejas sobre el sino y el destino y arrojándole a la cara desgarrados reproches de "¿por qué nos has hecho esto?" o "¿qué será de tu madre - o tu hija- sin ti?"; o preferimos ser aquellos que observan impasibles como los centuriones le clavan por la muñecas y le alzan para que podamos ver en primer plano su muerte y asentir preocupados y diciendo "las cosas están mal, muy mal".
Hoy tenemos que decidir qué papel debemos -no podemos o queremos- debemos jugar en la escenificación del Calvario de Christulas.
Su empujón nos obliga. Hoy todos somos Christulas. Algunos ya lo fueron y lo fuimos. Pero hoy todos somos Dimitris Christulas.

2 comentarios:

juaneg dijo...

Como siempre un exquisito artículo de reflexión y/o una excelente arma de rebelión contra los contínuos opresores. Esperemos ser capaces de levantarnos antes de que no tengamos fuerza para empuñar el fusil. SALUD. Gracias.

devilwritter dijo...

Muchas gracias Juaneg. Tal y como están las cosas, la reflexión y la rebelión están a punto de convertirse en sinónimos perfectos.

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