José Yorbeni no era nadie. Nunca habría figurado en las páginas de un periódico ni en las líneas de este blog -salvo como una estadística, tal vez- pero ahora lo ha hecho.
Los vecinos de Matanza, Caracas, Venezuela -de casta parece venirle al galgo- le han hecho famoso porque le han matado a pedradas -muy bíblico, por cierto- y le han quemado publicamente -muy inquisitorial, no hay duda- Yo no hablaré de Yorbeni. Hablaré de Matanza.
Matanza podrá rebosar de adrenalina en sus tabernas y de justa indignación en sus calles. Matanza podrá considerar que se siente más segura porque ha eliminado a un sospechosso -su sospechoso- de violación. Matanza podrá creer que está haciendo su trabajo, pero en realidad está haciendo el trabajo de otros.
Matanza está haciendo el trabajo de aquellos que defienden de Venezuela no puede ser grande porque es primitiva. Está haciendo el trabajo de los que aseguran que Sudamérica se encuentra en los estadios primitivos de la evolución humana y que la civilización es algo que les queda grande.
Matanza está haciendo el trabajo de aquellos que mantienen que es necesario controlar a los habitantes de Venezuela, de Colombia, de Ecuador o de Perú, no para esquilmar sus recursos, no para llenar sus bolsillos a costa de los de los demás, sino simplemente para evitar que las gentes de estas tierras se mate por las calles.
Los vecinos de la calle Matanza barrio Ezequiel Zamora, parroquia El Valle, en el suroeste de Caracas, se dedican a linchar a un hombre por la calle y se sienten más seguros. Le linchan porque está parado, porque es borracho y porque hace diez años robó en una tienda. No le licnchan, aunque aseguran hacerlo, porque haya violado a nadie o porque sea un criminal confeso. Porque eso -por más que en soledad de sus casas y de sus conciencias se lo repitan- no lo saben. No pueden saberlo.
Los vecinos de Matanza lapidan a alguien como hicieran los fariseos con la prostituta -todo parece muy bíblico en esta calle de Matanza-, sin pruebas, sin juicios, sin cargos y sin testigos. Matanzas se revierte a la barbarie con el simple grito de una mujer que afirma que ese es el "abusador". Pobre argumento para matar a un ser humano, pero más pobre aún para echar por tierra todo el trabajo de una nación en salir de siglos de atraso.
La calle Matanza y todos aquellos que lichan a los delincuentes -o presuntos delincuentes- en las calles y arrastran sus cadáveres ardientes por las avenidas principales del barrio gritan a los polícias que intentan detenerles -sin mucho empeño, me imagino- que están haciendo su trabajo. Pero se equivocan, yerran criminalmente.
El trabajo de la calle Matanza, el trabajo de Caracas y de Venezuela en su conjunto; el trabajo de Sudámerica y de la humanidad en general es vivir. No matar.
Puede que Matanza tenga razón en su inseguridad, tenga razón en su miedo y tenga razón en su frustración. Pero no tiene razón en su crimen. La razón no te da derecho a ser irracional. No te da derecho a transformarte en una mafia.
Matanza se siente seguro porque confía en la palabra de aquellos que forman parte de su núcleo. Porque están seguros que una mujer no puede mentir sobre su violador, que uno de sus vecinos no puede equivocarse en la identificación de un sospechoso. Pero, cuando se pasan los vapores de la adrenalina y los influjos de la cólera, el vecino de Matanza, que hoy vomita justa indignación y ufana autojusticia, se sentirá más ahogado, más inseguro, más inestable.
Porque se dará cuenta de que nadie está a salvo. De que mañana alguien puede gritar cualquier nombre -incluso es suyo- por la calle acusándole de cualquier cosa; de que con el salir del sol una mujer despechada, un marido engañado, un cliente insatisfecho o un rival sin escrúpulos puede rasgarse las vestiduras y arañarse el rostro para acusarle en plena calle de "abusador", asesino o criminal y eso marcará su sentencia.
No habrá juicios y no habrá protestas de inocencia. Ya no se formará parte de la turba amiga y barrial que se protege. Ya se será el enemigo y dejaran de sentirse las piedras en las manos para sufrirse en el rostro. La mafia vecinal te retirará su protección en el deseo de sentirse segura, de hacer su autoproclamado trabajo, de eliminar sospechosos a golpe de piedra y fuego. Y estarás tan muerto como José Yorbeni con tan pocos motivos para estarlo.
Matanza asegura que hace su trabajo, pero sólo está realizando la función de aquellos que quieren mantener a Venezuela y toda Sudamérica en el más recalcitrante de los atrasos para beneficiarse de ella. Sólo está complementando la labor de los que siempre podrán ejercer más fuerza que las piedras, más terror que el fuego en las calles y someterlos al imperio de la crueldad con el argumento de que ellos lo empezaron.
Matanza puede creer que está linchando a un criminal, pero lo que está haciendo es apretar la soga en torno a su propio cuello. Está ahorcándose ella misma imponiendo la ley de la fuerza y del crimen en la que terminarán balanceándose inertes a manos de criminales auténticos que siempre estarán dispuestos a llegar mucho más lejos de los que puede llegar cualquier ser humano. Terminarán en un ataud social cuyos clavos estarán clavados por las manos de aquellos para los que la violencia es una forma de vida, no un estallido repentino y brutal en busca de vindicación.
La calle Matanza acabara con la Ley de Linch campando a sus anchas pero con los que no necesitan ni adrenalina ni justificación para ejercerla siendo los ejecutores de la misma en los cuellos y las vidas de aquellos que ahora se sienten arropados para poder llevarla a cabo contra un parado acusado a gritos en mitad de la calle.
No se si el linchado merecía castigo, pero lo que sí se es que la calle Matanza, barrio Ezequiel Zamora, parroquia El Valle, Caracas, no merecía que sus vecinos lo mataran. Una calle debe estar poblada por personas, no por verdugos.
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