Hoy, mientras Obama se escapa a duras penas y a medias de la trampa puritanista en la que estaba atrapado, recordándose a si mismo que Estados Unidos inventó el libre comercio internacional -bueno, más o menos-, sí quiero fijarme en aquellos a los que los avatares internacionales dejó ayer fuera de las diabólicas -o diablescas, que suena más suave- lineas que componen este espacio virtual.
Hoy, cuando los jueces se convulsionan en pleno anuncio de huelga -Spain is different- y la opinión pública sigue pendiente de si nevará mañana o si lloveran hoy goles en Camp Barça, quiero hablar de aquellos que cuando sea padres comerán huevos. Quiero hablar de esos jóvenes a los que el Defensor del Pueblo ha descubierto maltratados, humillados, encerrados y agredidos por dos motivos fundamentales: ser menores y estar indefensos.
Puede parecer que esto nada tiene que ver con la convulsiva muerte ecónomica que nos sacude; puede que parezca que es cuestión de las maldades de unas personas que se dedican a entristecer, mermar, cercenar y traumatizar el crecimiento de esos niños y jóvenes por puro espíritu de obscena perversión. Pero no es así. Este, como otros tantos, es uno de los flecos sin resolver -como diría un político- o de los daños colaterales -como diría un militar- de ese sistema moribundo que nos sacude en sus extertores.
Hemos privatizado a nuestros menores. Y no lo hemos hecho porque haya instituciones que, a lo largo de la historia, hayan demostrado su más que probada vocación de ocuparse de ellos -como, aunque con criterios equivocados y en ocasiones maliciosos, ha demostrado la Iglesia con la educación o la caridad-. No, los hemos privatizado para quitarnos el problema de encima.
Nuestro Gobierno Central se quitó un problema de encima -económico, por supuesto- pasando la carga de gestión de los Centros de Atención a Jóvenes a las Comunidades Autónomas -la competencia, la llaman ellos, aunque demuestran ser marcadamente incompetentes- y las Comunidades Autónomas, que no podían pasarle la pelota caliente a los Ayuntamientos -que suele ser lo suyo-, optarón por inhibirse en la práctica del asunto privatizando la gestión de estos centros.
Así, cuando un juez dictamina que un menor pasa a la custodia del Estado porque padece algún trastorno convivencial o está en una situación en la que a su familia o sus custodios legales les resulta imposible hacerse cargo de él en las condiciones que requiere, el magistrado cree que está dictaminando la tutela por parte del Estado para el bien del niño, pero en realidad está decretando la custodia de ese niño por parte de una empresa privada para bien de esta.
De manera que dos administraciones públicas eluden la ejecución directa de sus obligaciones y ceden -graciosamente, como sus majestades británicas- esa responsabilidad crucial a empresas -o fundaciones, que hay muchas formas de disfrazar una empresa- privadas. Una clara muestra de ese liberalismo que ahora colea cadavéricamente.
Nos encontramos entonces con niños y jóvenes encerrados permanentemente en habitaciones de cuatro metros cuadrados con paredes de maloliente goma negra, privados de libertad sin que nadie haya decretado, sentenciado o dictaminado nada en ese sentido, insultados y agredidos para mantener una disciplina que es, en la práctica, una Ley del Silencio al mejor estilo mafioso, obligados a andar en cuclillas por invernaderos y salas como castigo, desnudados y cacheados continuamente de la forma más humillante, chantajeados con la amenzada de no ver y ni siquiera hablar con sus padres si no cantan diariamente las excelencias de la institución que les acoge como monjes en maitines.
El defensor del Pueblo descubre situaciones dignas de los más evolucionados -en el dolor y la tortura, me refiero- campos de exterminio, pero descubre una diferencia fundamental con los que gestionaban esos sufrimientos. Ellos, los torturadores de antaño, infligían esos dolores por odio, por locura o, en el menor de los casos, simplemente por arrivismo que les hacía estar dispuestos a cualquier cosa con tal de perpetuarse en el poder. Los torturadores de la infancia y la juventud que vive en estos centros lo hacen simple y llanamente por ganar dinero.
Porque ese es su objetivo. Mantenerse en el negocio gastándo lo menos posible e ingresando sumas millonarias de euros en ayudas, contratos y subvenciones por librar a la Administración Pública del oneroso trabajo de hacerse cargo de aquellos de los que nadie puede hacerse cargo. Y para ganar más hay que gastar menos y escaquear a una cuenta privada lo que sobre. Y para eso hay que bajar las condciones de vida de los menores. Y para lográr que no se descubra hay que impedirles que lo cuenten.
Eso es lo que el Estado les ha permitido hacer. Lucrarse con un servicio esencial, con un servicio que es indispensable para el futuro del país.
Por que no estamos hablando de pilluelos, delincuentes juveniles, hurtadores reincidentes, yonkies adolescentes ni camellos de discoteca. No estamos hablando de esos jóvenes -que también deberían ser prioritarios en su recuperación social, por cierto- a los que el PP quiere hacer ingresar en prisión desde los 13 años para quitarselos de en medio y engrosar las filas de los efebos carcelarios de delincuentes y criminales más peligrosos que compartirían celdas y corredores con ellos. Ahora, ni siquiera estamos hablando de esos adolescentes.
Estamos hablando de niños de siete años con madres en permanente síndrome depresivo y padres muertos; estamos hablando de preadolescentes de trece con hiperactividad no tratada y abuelas con alzheimer que olvidan incluso que su hija y su yerno han muerto y que por eso tienen que cuidar de su nieto, estamos hablando de niñas con regresiones autistas tras ser el único miembro -o miembra como diría nuestra querida Aído- de su familia que ha sobrevivido a un accidente de tráfico.
Estamos hablando de niños, preadolescentes y jóvenes que pueden y deben tener un futuro si alguien se ocupa de ellos; que son una parte de la sociedad que nos sustituirá cuando nosotros hayamos dejado de ser parte activa de la sociedad en que vivimos; que son vitales -como todo niño y joven- para que las generaciones futuras puedan intentar arreglar el desaguisado que nosotros hemos contribuido a construir al intentar arreglar el desaguisado que heredamos de nuestros antecesores. Eso es el ciclo social de la humanidad
Y nosotros hemos puesto eso en manos privadas. Hemos dejado el arreglo de ese futuro en manos de aquellos que, por definición, actúan como si no existiese futuro; como si fueran la última generación de seres humanos sobre la tierra, porque los beneficios económicos tienen que lograrse aquí y ahora. La fortuna no sirve de nada muerto. Eso nos lo enseñaron Dickens y el amigo Ebenezer.
Así que dejamos a nuestros niños y jóvenes más necesitados de atención solos en manos interesadas -aunque librecambristas, eso sí- y sin defensa alguna.
Además es literalmente cierto. Están indefensos. Según parece estos jóvenes y niños no tienen derecho a reclamar un abogado. Y la explicación es tan simple que da escalofríos. No pueden reclamar un abogado porque son menores y no han cometido ningún delito.
Como son menores tienen que ser sus custodios legales los que reclamen protección judicial para ellos o alguna instancia del Estado que perciba el riesgo o la evidencia -educadores, servicios sociales, etc-. Lo cual resulta lógico hasta que se piensa que son sus custodios legales y los delegados de esas instancias gubernamentales los que están cometiendo contra ellos los delitos para los que estos menores necesitan un abogado.
Es tan absurdo como decir que una mujer maltratada no puede reclamar un abogado hasta que su marido lo pida por ella o que un trabajador explotado no puede reclamar un abogado hasta que su empresa lo solicite por él.
Y luego está lo del delito. Resulta que un menor sólo tiene derecho a un abogado -por lo que dicen los cargos autonómicos que han salido en defensa de lo indefendible tras el informe del Defensor del Pueblo- si ha cometido un delito. Luego sólo tiene derecho a una defensa justa, no a una acusación justa.
Se mire al lado que se mire en el mapa autonómico de este país, cualquier Administración se gasta cientos de millones de euros -más de 6.000 millones en total- en la protección de mujeres maltratadas y esto incluye asístencia legal en las acusaciones. Incluso asistencia legal previa al momento de poner la denuncia. No quiero ni imaginar lo que ocurriría en nuestras calles y manifestodromos si el sistema funcionara como con los menores. Deje usted inconsciente a su marido en medio de la calle, luego dejese detener y entonces le pondremos un abogado gratuito al que le podrá decir que denuncie a su pareja por malos tratos.
No es por hacer sangre -que alguien aparecerá con aquello del machismo patriarcal, porque sólo se fijará en el parrafo anterior y en lo que voy a escribir a continuación- pero un menor, por definición y por su naturaleza legal y personal, está en una situación de indefensión mucho mayor que cualquier mujer maltratada. Así que por lógica -lamentablemente, por lógica- la proporción de gasto y las garantías para su protección deberían ser muchisimo mayores que las de cualquier adulto. Pero claro, los menores no votan.
Así que nadie ha convocado minutos de silencio y rabia contenida por el suicidio de un niño de 13 años en un Centro de Atención de Jóvenes. Nadie lleva la cuenta en las portadas de los periódicos de los niños que mueren, son agredidos, escapan o denuncian cada año a estos centros; nadie hace un Ley Integral de Proteccion al Menor imponiendo penas discriminatorias -positivamente, eso si- que culpabilicen más a los custodios estatales que a los custodios naturales; Nadie hace manifestaciones multitudinarias el Día del Niño contra estas situaciones, ni el dia de la Juventud- que también lo hay- exigiendo cumplimiento de penas integras a los que cometan estos crímenes.
Nadie lo hace porque hemos vendido a nuestros niños y jóvenes que más nos necesitan al capital privado. Cuando una niña o un niño muere manos de un pedófilo nos manifestamos y exigimos castigos ejemplares, pero lo hacemos porque sus familias, sus amigos y sus vecinos -todos adultos- nos arrastran a ello.
Pero cuando mueren y son maltratados a manos de alguien que debería cuidarles, curarles y ayudarles a fabricar su futuro entonces nos mantenemos callados. Da igual que sean niñas, las asociaciones feministas guardan silencio; da igual que sean hijos de trabajadores, los sindicatos guardan silencio; da igual que sean católicos, la asociaciones de católicas no tremolan pancarta alguna.
Y no lo hacen porque no hay nadie que les empuje -por vergüenza torera- a hacerlo, porque los padres y familiares de esos niños están encarcelados, enfermos o muertos y no pueden sacarnos lo colores. Porque no hay asociaciones de niños maltratados, simplemente, por el hecho de que un menor no puede legalmente asociarse sin el permiso de sus padres o tutores.
Guardamos silencio porque cualquier protesta nos recordaría que hemos hecho -como Estado y como sociedad- dejación de nuestras obligaciones. Que nos hemos olvidado de que nuestra responsabilidad es defender a aquellos que no pueden defenderse por si mismos -como diría el marine de la película-.
Nos recuerda que hemos consentido que el sistema nos aparte de nuestro futuro y a muchos les quite la posibilidad de ese futuro porque centramos toda nuestra energía en defender nuestro presente. Que hemos perdido el concepto de especie y de sociedad que se extiende en el tiempo y que actuamos como si fueramos los últimos de Filipinnas. Como si después de nosotros fuera a llegar el diluvio.
Nos recuerda que no hemos hecho, como sociedad, lo que teníamos que hacer. Que con los que más protección necesitan hemos aplicado la ética de ¡El que venga detrás que arree! y ¡Cuando seas padre comerás huevos!
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