¡Vaya hombre!, si ya me temía yo que alguien iba a terminar por descubrirse que hombres y mujeres no son iguales.
Pese a decirlo siempre bajito y a mirar de refilón a los espejos para tratar de no constatar lo evidente, temía que no se pudiera ocultar por más tiempo todos los esfuerzos que he hecho para solapar ese secreto conocimiento.
Pero cuando ya me preparaba, manual de anatomía en mano, para refutar aquello de la costilla paradisiaca -por ubicación original, no porque fuera bucólica y pastoril-, lo del parto con dolor y del trabajo con sudor, van y cambian el argumento y yo me quedo compuesto y sin anticreacionismo anatómico que llevarme a la boca.
Pero cuando ya me preparaba, manual de anatomía en mano, para refutar aquello de la costilla paradisiaca -por ubicación original, no porque fuera bucólica y pastoril-, lo del parto con dolor y del trabajo con sudor, van y cambian el argumento y yo me quedo compuesto y sin anticreacionismo anatómico que llevarme a la boca.
Porque resulta que hombres y mujeres son diferentes porque pecan diferente ¿Como es posible que nadie haya reparado en ese detalle con anterioridad?, ¿como es posible que algo tan científicamente obvio haya caído en saco roto en las mentes y las plumas de todos y todas los que llevan desgranando a lo largo de las últimas décadas la absurda e interminable disquisición sobre lo obvio?
Así que, hirviente el espíritu de pasión científica y rubicundos los carrillos de ardor empírico, me dispongo a comprobar esta nueva teoría que explica de una vez por todas el motivo por el cual hombres y mujeres son distintos -más allá del hecho de que son distintos y todo el mundo puede verlo o, al menos, atisbarlo en una radiográfia ventral-.
Fiel a los principios del bueno de Hume, decido que para hablar del pecado hay que pecar. No basta con las experiencias de otros susurradas a través de celosías de madera, ni con las confensiones a través de teléfono móvil o correos electrónicos de compañeros y amistades. Para ser riguroso en esto hay que pecar.
Tiro de documento del docto jesuíta que ha elaborado la estadística y consulto cual es el pecaminaso escalafón que me convierte en hombre. A saber: la lujuria, la gula, la pereza, la ira, la soberbia, la envidia y la avaricia.
Pues vaya novedad. Si yo creía que la lujuria era el único pecado. Pero no me dejo llevar por mis prejuicios e hipótesis previas de trabajo -yo soy muy de lujuria- y reviso el concepto de mis propios pecados.
Se me encoge el corazón cuando descubro que la estadística jesuítica es cierta, que no tiene vuelta de hoja, que no hay silogismo aristótelico que la refute, ni eje cartesiano que la descomponga.
Porque después de hacer el acto -el único acto que puede hacerse según los que elaboran esta estadística-, o sea, de ponerme lujurioso y expresar esa lujuria de forma carnal -vamos, practicar sexo, ¡que cansado y barroco es esto de los eufemismos!-, pues siempre me entra algo de hambre (Gula, con el cigarrillo postcoito, que es ya un vicio en si mismo, incluido) y luego una irrefrenable tendencia al bostezo y al sueño (Pereza). Más adelante -ya en otra jornada, pero entendido el pacado en sí como un continuo que salta barreras horarias-, me cabreo cuando me despierto tarde y recuerdo que, entre efluvios lujuriosos, olvide dar las adecuadas órdenes de funcionamiento a mi despertador (Ira), y posteriormente, entre ducha y café, recurro -en compañia- a la retórica de la sonrisa socarrona, el gesto pícaro y el "anoche estuvo bárbaro" (Soberbia compartida, pero soberbia a la postre). Luego llego al curro y lo dejo entrever, así, como quien no quiere la cosa, y en un comentario descuidado, interrumpido -como para que no se note que es aposta- demasiado tarde, (Envidia, la de otros, pero envidia) Y, finalmente, me pongó racano en el café porque me gasté mís últimos recursos crediciticos en impresionar a aquella con la que comence toda esta interminable noria de pecado y decadencia espiritual (Avaricia, comprensible, pero avaricia.)
Así que el heredero del santo militar de Loyola lo clava. Y no es solamente eso. Es que los integra en mi sola persona. O soy el compendio de todas las maldades bíblicas que salpican el mundo -lo cual no sería de extrañar, dada mi naturaleza demoniaca- o el jesuita me ha afanado el móvil y ha hecho un rápido -y corto a la fuerza- recorrido por mis contactos femeninos. ¡Si es que esto de los reality shows y las exclusivas ha puesto la intimidad patas arriba!
Pero, si resulta sorprendente que un religioso acierte de pleno con los hombres -aunque todos sabemos que Ignacio de Loyola fue soldado antes de fraile y de casta le viene al galgo-, resulta casi milagroso -y en estos lares nunca se descartan los milagros- que lo haga en las mujeres.
Su clasificación de vicios y pecados femeninos queda como sigue (en espera de un partido aplazado por la lluvia que tienen pendiente gula y avaricia, en campo de la primera porque la segunda se niega a pagar al árbitro): la soberbia, la envidia, la ira, la lujuria y la pereza.
La ausencia de la gula es comprensible porque ninguna mujer, por muy penitente que se ponga y por mucho que doble la rodilla en el reclinatorio, va a aceptar ante un hombre -aunque sea célibe y ungido- que cabe la más remota posibilidad de que luzca unos kilitos de más. Ni aunque su salvación eterna dependa de ello.
Y hablar de avaricia en la era del Shopping -el proberbial "ir de tiendas"- como pasatiempo femenino favorito resulta anacrónico. Si lo que es mola es gastar, no lo contrario.
Pero en lo demás está ajustadisimo. Si eliges como campo de estudio, por ejemplo, un local de copas, las evidencias son irrefutables.
Le haces a una mujer alguna caida de ojos o alguna sonrisa -así como para entablar contacto, que eso del "estudias o trabajas" tiene muy mala fama- y responde con un giro llameante de melena y una mirada de esas de "no está hecha la miel para la boca del asno" (Soberbia). Luego te fijas en que sus ojos se posan, con un cierto desdén interesado, sobre algún varón cercano acompañado y acerca sus susurros a la oreja de su amiga, mientras se yergue en esa actitud de "¿qué tendrá esa que no tenga yo?", referida a la que acompaña al varon objeto de sus desdeñosas atenciones (Envidia). Los comentarios suben de tono y de volumen y -generalmente, a la altura de la entrada de los servicios, para molestar todo lo posible y hacer lo más petente y público su disgusto- se enzarza en una discusión, nada escolástica, con el individuo en cuestión y con su acompañante-si está última tiene la mala suerte de acercarse a menos de medio centenar de metros del excusado- (Ira). Posteriormente, desmedida, desmelenada hasta el punto de casi desacompasarse, se contonea al ritmo de los tecnos y los trance en presencia, por regla general, de algún podre iluso, que no para de agredecerle a todos los panteones conocidos su buena suerte de esa noche (Lujuria, la del pobre ignorante, pero lujuria). Y finalmente, agotada del ejercicio de tortícolis que le supone bailar y seguir con la mirada al objeto de su ira, observa al babeante cebo, le da un teléfono falso y corre a arroparse en la soledad de su lecho (Pereza).
Resulta increíble pero el jesuita vaticano acierta. Porque supongo que se refiere a todo esto ¿no?
Si se tratara del hecho de que algunos hombres no pueden dejar de alardear de sus conquistas ni delante del confesor y de que algunas mujeres no son capaces de evitar hacer notar su supuesto atractivo ni a través de una pudorosa trama de cedro, sería menos relevante, menos pecaminoso. Sería menos divertido.
Intentar catalogar los pecados por sexo, lo de intentar diferenciar a hombres y mujeres por como pecan, es tan gracioso que merece ser tratado con humor -y todo lo anterior es humor, que no se me descuelgue nadie con que yo creo que las mujeres son así o son de la otra manera-.
Yo, que no cuento con todo el compendio de la escolástica tomista y la lógica aristótelica a mis espaldas, sólo he sido capaz de percibir una relación directa entre algunos pecados de hombres y mujeres:
Algunos hombres se ponen lujuriosos porque algunas mujeres están soberbias y algunas mujeres se ponen soberbias para que algunos hombres se pongan lujuriosos.
Pero claro, yo soy muy de Lujuria.
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