Esta entrada del Occidente Incólume retoma un post antiguo -al menos parcialmente- para explicar él último de los motivos que a esta mente diablesca se le antoja que nos convierte en falsos buscadores de la felicidad.
d) el Maquiavelo humorístico o “Lo que cuenta es el final”
Una película mediocre de un Tom Hanks todavía mediocre lleva el título de este nuevo proceso mental que nos lleva a la falsa búsqueda de la felicidad, otro de los elementos que componen y construyen la visión del mundo al que deberíamos enfrentarnos.
Dice un personaje, un humorista, que en eso de hacer reír “lo que cuenta es el final”, que las bromas y los chistes pueden ser muy malos en su desarrollo, pero que si tienen un buen final triunfan.
Y nosotros, desde nuestra visión desenfocada hacia nosotros mismos, aplicamos ese concepto de maquiavelismo humorístico a nuestras propias vidas.
Podría decirse que se trata del mismo concepto de “El fin justifica los medios” que definiera en El Príncipe Nicolás de Maquiavelo y que lleva aplicándose en lo personal, en lo social y en lo político, de una forma u otra, desde entonces en Occidente con mayores o menores controles. Pero no es así. Hemos sido capaces desvirtuar hasta algo tan ya desvirtuado en sus orígenes como la teoría maquiavélica.
Le hemos aportado otra vuelta de tuerca al pasarlo por el tamiz de nuestro sentimiento personalista y hemos logrado mantenerlo en su mínima expresión. Para nosotros los medios no importan, no porque cualquiera de ellos sea permisible, sino porque consideramos que no es necesario utilizar ninguno.
Una película mediocre de un Tom Hanks todavía mediocre lleva el título de este nuevo proceso mental que nos lleva a la falsa búsqueda de la felicidad, otro de los elementos que componen y construyen la visión del mundo al que deberíamos enfrentarnos.
Dice un personaje, un humorista, que en eso de hacer reír “lo que cuenta es el final”, que las bromas y los chistes pueden ser muy malos en su desarrollo, pero que si tienen un buen final triunfan.
Y nosotros, desde nuestra visión desenfocada hacia nosotros mismos, aplicamos ese concepto de maquiavelismo humorístico a nuestras propias vidas.
Podría decirse que se trata del mismo concepto de “El fin justifica los medios” que definiera en El Príncipe Nicolás de Maquiavelo y que lleva aplicándose en lo personal, en lo social y en lo político, de una forma u otra, desde entonces en Occidente con mayores o menores controles. Pero no es así. Hemos sido capaces desvirtuar hasta algo tan ya desvirtuado en sus orígenes como la teoría maquiavélica.
Le hemos aportado otra vuelta de tuerca al pasarlo por el tamiz de nuestro sentimiento personalista y hemos logrado mantenerlo en su mínima expresión. Para nosotros los medios no importan, no porque cualquiera de ellos sea permisible, sino porque consideramos que no es necesario utilizar ninguno.
El fin, nuestro fin que es esa felicidad que consideramos un derecho inalienable, no precisa de ningún medio es algo que ha de venirnos dado y por tanto lo único que importa es el final. El fin es un medio en si mismo.
Dice el cantautor, que no lo es por divertido y ginebrino sommelier, que las niñas ya no quieren ser princesas. Pero, pese a su incomparable tradición de excesos, en esta ocasión se queda corto. Las niñas ya no quieren ser nada. Y por supuesto los niños tampoco, que en estos tiempos de identidad de género compartida e igualada quedaría feo querer ser algo que las féminas no estuvieran dispuestas a compartir.
Así que ni niñas ni niños quieren ser nada. Lo que, dado como están las cosas, significa que, en realidad, la gente que supera la treintena no quiere ser nada. Porque hasta que no sales de casa de tus padres sigues siendo un niño. Aunque practiques el sexo y el botellón; aunque te esmeres en el tuning automovilístico y personal y aunque siguas la moda del metrosexualismo o la reivindicación sigues siendo un niño.
Y estos niños de treinta y tantos que no quieren ser nada, ya no tienen expectativas vitales. No quieren ser caballeros ni princesas, pero tampoco quieren ser médicos ni científicas, abogadas ni notarios -sería un desperdicio imperdonable una señora notaria-, bomberos ni policías, pintores ni escultoras. No quieren ser nada o, si aún queremos mantener con ellos un pequeño grado de condescendencia y piedad, no saben lo que quieren ser.
Los niños eternos de la Generación Sin Sentido, pese a que sus hormonas les impelen a seducir jovencitas y sus úteros a poner en marcha sus arcanos relojes biológicos, siguen siendo los infantes que no han descubierto su vocación.
Han sustituido la trágica y contrita reflexión shakespiriana del Ser o no Ser, por la más procaz y revisionista del otro cantautor que si lo es -por aburrido y aflamencado- del Tener o no Tener.
Toda una generación se concentra en tener una casa propia, un coche, una buena posición económica, una vida afectiva sin complicaciones y tiempo, por supuesto mucho tiempo. Ese es el fin, pero no hay medios para conseguirlo. No se piensan en ellos, no se establecen ni se llevan a cabo porque, al contrario que Maquiavelo y su príncipe, nosotros eludimos la responsabilidad de nuestro fin y pretendemos que nos lo den sin más.
Y como se logre ese objetivo es secundario. Hemos sustituido la vocación por la ambición y claro eso hace que siempre estemos a disgusto. Ya no se quiere ser algo y se pone esfuerzo y "oficio" -denostado término por arcaico- en ello.
Cuando se elige ser algo ese algo que se ha elegido ser forma parte de tu vida, es una pieza más del puzzle de tu existencia y llena un espacio en el tablero en blanco sobre el que lo compones.
Pero nadie ha decidido ser administrativo, nadie ha experimentado la arrebatadora llamada de ser secretaria o la ardiente vocación de ser agente comercial. Nuestros trabajos, nuestras dedicaciones, son hoy fruto de la necesidad de hacer algo para llegar a conseguir nuestras auténticas vocaciones, que no son otras que la posesión de vivienda, coche y tiempo.
Nuestros empleos no son fruto del deseo y el esfuerzo, son consecuencias de la necesidad.
Por lo que nos resultan insoportables, pesados, agotadores desde el primer día, desde el primer segundo. Son un impedimento a nuestras vidas en lugar de una parte -cansada y onerosa, hay que reconocerlo- de esa vida. Nuestra vida es nuestra casa, nuestro coche y nuestro tiempo. Nuestro trabajo nos resta la capacidad de disfrutar de lo único que marca el sentido de nuestras vidas: aquello que hemos decidido tener.
Y mientras no lo tengan, aquellos que han hecho de la posesión su vocación, su fin último, primero y único, no serán nada, no podrán serlo, porque no disfrutarán de lo que hacen o lo disfrutarán solamente parcialmente.
Si el bombero que ha decidido ser bombero disfruta siendo bombero es porque eso forma parte de su vida. Es porque su fin, le lleva a unos medios que se integran dentro de su felicidad.
Disfruta mucho más si gana un sueldo digno y suficiente y mucho más si los pirómanos tienen la decencia de serlo de guante blanco, de sólo incendiar en horario de oficina de jornada continua. Pero disfruta de lo que hace y lo considera parte importante de su diseño de existencia.
Pero, ¡Ay!, cuando sólo quieres alcanzar tus objetivos y renuncias a la carga de esfuerzo y responsabilidad que ello conlleva, exigiéndolos como connaturales a tu mera existencia, todo es una molestia y aquello que tenemos que hacer para conseguirlo es una losa imposible de soportar. Sobre todo cuando descubrimos que, con los salarios que se estilan en estos días, no podemos alcanzar esas expectativas.
Y luego está el tiempo. Todos buscando tiempo para nosotros, para nuestra vida, para nuestros gustos.
El trabajo nos quita tiempo, la familia nos quita tiempo, las relaciones nos quitan tiempo. Hasta esa casa, a la que nuestra vocación nos conduce por virtud de la magia arcana de la hipoteca casi centenaria, nos quita tiempo. Todo nos quita tiempo para ser nosotros mismos, para dedicarnos a nosotros mismos. Y es el mismo delirio, el mismo problema irresoluble emanado de la mutación de la vocación en necesidad.
Un escritor, una pintora, un abogado, un alfarero, una pediatra, o cualquier haya decidido ser algo por vocación propia, no se dedica a ello todo el tiempo de su vida, pero el momento que emplea en ello forma para del tiempo que se dedica a si mismo, así que no considera que las horas que está ejerciendo su electa profesión no le pertenecen.
Pero si no has hecho esa elección vocacional, si no te has arriesgado a hacer algo porque quieres hacerlo, cualquier jornada, cualquier ocupación es tan ajena a tu vida a tu deseo como lo es el pensamiento al sueño.
Y lo mismo pasa con lo demás. La familia nos quita tiempo para nosotros porque somos padres y madres por inercia, no por elección; las relaciones nos roban tiempo porque somos parejas por necesidad, no por elección y así en una infinita cadena de elusiones que siempre nos llevan al mismo punto de partida.
No consideramos nuestra condición de familia, de pareja o de trabajador parte de nuestra vida y de nuestro tiempo porque no hemos realizado el proceso de elección y de compromiso para ser lo que somos. Hemos llegado a ello por necesidad y nuestra vocación sólo nos lleva a diseñar nuestras posesiones. Nuestro fin, como no podía ser de otro modo, sólo nos lleva a nosotros mismos y a todo lo inanimado que nos rodea. Nunca incluya a otros seres. Y, por supuesto nunca incluye medios que nos resulten onerosos o cansados.
Así que, el amigo Sabina está en una certidumbre absoluta. Las niñas ya no quieren ser princesas. Quieren ser rentistas. Y los niños, aun quedándose con la ginebra, han olvidado buscar el mar. Buscan dividendos.
Dice el cantautor, que no lo es por divertido y ginebrino sommelier, que las niñas ya no quieren ser princesas. Pero, pese a su incomparable tradición de excesos, en esta ocasión se queda corto. Las niñas ya no quieren ser nada. Y por supuesto los niños tampoco, que en estos tiempos de identidad de género compartida e igualada quedaría feo querer ser algo que las féminas no estuvieran dispuestas a compartir.
Así que ni niñas ni niños quieren ser nada. Lo que, dado como están las cosas, significa que, en realidad, la gente que supera la treintena no quiere ser nada. Porque hasta que no sales de casa de tus padres sigues siendo un niño. Aunque practiques el sexo y el botellón; aunque te esmeres en el tuning automovilístico y personal y aunque siguas la moda del metrosexualismo o la reivindicación sigues siendo un niño.
Y estos niños de treinta y tantos que no quieren ser nada, ya no tienen expectativas vitales. No quieren ser caballeros ni princesas, pero tampoco quieren ser médicos ni científicas, abogadas ni notarios -sería un desperdicio imperdonable una señora notaria-, bomberos ni policías, pintores ni escultoras. No quieren ser nada o, si aún queremos mantener con ellos un pequeño grado de condescendencia y piedad, no saben lo que quieren ser.
Los niños eternos de la Generación Sin Sentido, pese a que sus hormonas les impelen a seducir jovencitas y sus úteros a poner en marcha sus arcanos relojes biológicos, siguen siendo los infantes que no han descubierto su vocación.
Han sustituido la trágica y contrita reflexión shakespiriana del Ser o no Ser, por la más procaz y revisionista del otro cantautor que si lo es -por aburrido y aflamencado- del Tener o no Tener.
Toda una generación se concentra en tener una casa propia, un coche, una buena posición económica, una vida afectiva sin complicaciones y tiempo, por supuesto mucho tiempo. Ese es el fin, pero no hay medios para conseguirlo. No se piensan en ellos, no se establecen ni se llevan a cabo porque, al contrario que Maquiavelo y su príncipe, nosotros eludimos la responsabilidad de nuestro fin y pretendemos que nos lo den sin más.
Y como se logre ese objetivo es secundario. Hemos sustituido la vocación por la ambición y claro eso hace que siempre estemos a disgusto. Ya no se quiere ser algo y se pone esfuerzo y "oficio" -denostado término por arcaico- en ello.
Cuando se elige ser algo ese algo que se ha elegido ser forma parte de tu vida, es una pieza más del puzzle de tu existencia y llena un espacio en el tablero en blanco sobre el que lo compones.
Pero nadie ha decidido ser administrativo, nadie ha experimentado la arrebatadora llamada de ser secretaria o la ardiente vocación de ser agente comercial. Nuestros trabajos, nuestras dedicaciones, son hoy fruto de la necesidad de hacer algo para llegar a conseguir nuestras auténticas vocaciones, que no son otras que la posesión de vivienda, coche y tiempo.
Nuestros empleos no son fruto del deseo y el esfuerzo, son consecuencias de la necesidad.
Por lo que nos resultan insoportables, pesados, agotadores desde el primer día, desde el primer segundo. Son un impedimento a nuestras vidas en lugar de una parte -cansada y onerosa, hay que reconocerlo- de esa vida. Nuestra vida es nuestra casa, nuestro coche y nuestro tiempo. Nuestro trabajo nos resta la capacidad de disfrutar de lo único que marca el sentido de nuestras vidas: aquello que hemos decidido tener.
Y mientras no lo tengan, aquellos que han hecho de la posesión su vocación, su fin último, primero y único, no serán nada, no podrán serlo, porque no disfrutarán de lo que hacen o lo disfrutarán solamente parcialmente.
Si el bombero que ha decidido ser bombero disfruta siendo bombero es porque eso forma parte de su vida. Es porque su fin, le lleva a unos medios que se integran dentro de su felicidad.
Disfruta mucho más si gana un sueldo digno y suficiente y mucho más si los pirómanos tienen la decencia de serlo de guante blanco, de sólo incendiar en horario de oficina de jornada continua. Pero disfruta de lo que hace y lo considera parte importante de su diseño de existencia.
Pero, ¡Ay!, cuando sólo quieres alcanzar tus objetivos y renuncias a la carga de esfuerzo y responsabilidad que ello conlleva, exigiéndolos como connaturales a tu mera existencia, todo es una molestia y aquello que tenemos que hacer para conseguirlo es una losa imposible de soportar. Sobre todo cuando descubrimos que, con los salarios que se estilan en estos días, no podemos alcanzar esas expectativas.
Y luego está el tiempo. Todos buscando tiempo para nosotros, para nuestra vida, para nuestros gustos.
El trabajo nos quita tiempo, la familia nos quita tiempo, las relaciones nos quitan tiempo. Hasta esa casa, a la que nuestra vocación nos conduce por virtud de la magia arcana de la hipoteca casi centenaria, nos quita tiempo. Todo nos quita tiempo para ser nosotros mismos, para dedicarnos a nosotros mismos. Y es el mismo delirio, el mismo problema irresoluble emanado de la mutación de la vocación en necesidad.
Un escritor, una pintora, un abogado, un alfarero, una pediatra, o cualquier haya decidido ser algo por vocación propia, no se dedica a ello todo el tiempo de su vida, pero el momento que emplea en ello forma para del tiempo que se dedica a si mismo, así que no considera que las horas que está ejerciendo su electa profesión no le pertenecen.
Pero si no has hecho esa elección vocacional, si no te has arriesgado a hacer algo porque quieres hacerlo, cualquier jornada, cualquier ocupación es tan ajena a tu vida a tu deseo como lo es el pensamiento al sueño.
Y lo mismo pasa con lo demás. La familia nos quita tiempo para nosotros porque somos padres y madres por inercia, no por elección; las relaciones nos roban tiempo porque somos parejas por necesidad, no por elección y así en una infinita cadena de elusiones que siempre nos llevan al mismo punto de partida.
No consideramos nuestra condición de familia, de pareja o de trabajador parte de nuestra vida y de nuestro tiempo porque no hemos realizado el proceso de elección y de compromiso para ser lo que somos. Hemos llegado a ello por necesidad y nuestra vocación sólo nos lleva a diseñar nuestras posesiones. Nuestro fin, como no podía ser de otro modo, sólo nos lleva a nosotros mismos y a todo lo inanimado que nos rodea. Nunca incluya a otros seres. Y, por supuesto nunca incluye medios que nos resulten onerosos o cansados.
Así que, el amigo Sabina está en una certidumbre absoluta. Las niñas ya no quieren ser princesas. Quieren ser rentistas. Y los niños, aun quedándose con la ginebra, han olvidado buscar el mar. Buscan dividendos.
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