Cuando se cumplen 200 años del nacimiento de ese hombre eternamente barbudo -aunque es de esperar que no naciera con barba- que se empeñó en demostrar que si dios nos había creado a su imagen es que era muy feo, tengo la desagradable obligación de informar a la concurrencia más o menos habitual de este solio infernal virtual que Darwin -Sir Charles Darwin, para los amigos y conocidos- estaba equivocado.
Tranquilos. No me he vuelto creacionista -pese a la ola de ese virus que nos invade regularmente-, ni tampoco he decidido que dios no sea guapo -que, como se supone que no tiene sustancia corpórea, nunca se sabe-. Es, simplemente, que considero que ha quedado demostrado empíricamente que no sobreviven los ejemplares mejor dotados.
Más allá de la refutación empírica que la mera supervivencia de determinados individuos en mi entorno privado supone a los aspectos más radicales del darwinismo social, el naturalista de Shrewshury, que hoy sería un anciano de doscientos años, se equivocó de medio con eso de la supervivencia del más fuerte.
En ese remedo de organización que hoy llamamos sociedad los más fuertes no son precisamente lo mejor dotados, no son ni los más fuertes, ni los más sabios. Ni siquiera, por ponernos en lo malo, son los más agresivos o los más crueles o los más violentos.
Cuando trabajas en una empresa y tu jefe es un idiota crees que tienes mala suerte; cuando, en el rito de la queja en el bar, encuentras un alma en gemela situación, piensas que es una casualidad; cuando modificas tu entorno laboral y la historia se repite, comienzas a volverte clásico -en el sentido grecolatino de la acepción- y ves hados adversos por doquier.
Pero la historia sigue, se repite una y otra vez y entonces te ves abocado a transmitir tus dudas y dolores tendido en el sofá de la terapia, como un sísifo cualquiera que se preocupa por la inadaptación o el mal fario, que le hace topar siempre con jerarquías incompetentes o que se empeña en hacerle ver fantasmas de estupidez donde no los hay.
Y el problema se agraba, hasta convertirse en eterno y mareante, cuando te enfrentas a las jerarquías en estado puro. No a las de los minúsculos reinos de taifas y culebrones que son los entramados corporativos, sino a las que rigen los grandes cotarros, que son en realidad las que cuentan -o, por lo menos, las que deberían contar-.
Resulta inexplicable como un individuo que es incapaz de leer un libro al derecho o de no atragantarse con una galleta salada puede regir el mundo; como un personaje que se dedica a mirar por debajo de las faldas de sus ministras y de sus secretarias puede ser Primer Ministro, como una política que es capaz de justificar una incorrección lingüística como un acto de fe ideológica puede alcanzar un ministerio; como un abuelete que no sabe discernir entre historia y mito puede comandar un credo o como un personaje al que le resulta imposible de asimilar el hecho de la ciencia más elemental puede liderar una Oposición política -con sueldo, cargo y toda la parafernaria-.
Por más que despachurras tu escaso presupuesto en psicoanalistas, no alcanzas a comprender como, pese a la selección natural que pregona el hoy homenajeado Darwin, pueden alcanzar rango y honores aquellos que menos demuestran merecerlo. Al principio te sientes egocéntrico y egoista -y hasta envidioso-, pero luego lo desechas y sigues sin explicarte como señoras de pelo cardado y laca impoluta, que cambian de sexo a Saramago -ya saben, Sara Mago-, pueden regir comunidades autónomas; como ancianos togados, purpurados, mitrados, enturbantados o enbonetados, que son incapaces de hacer distingo entre la realidad de lo que es y el sueño de lo que desean, pueden situarse al frente de miles -e incluso de millones- de conciencias; como elementos cuyas mentes son incapaces de diferenciar entre sus delirios de pretérita, presente o futura grandeza y el papel que el teatro real del mundo les ha otorgado pueden comandar ejércitos o naciones.
Y así en una lista incontenible e infinita de perplejidades que te obliga a saltar del divan en el que la terapia te asegura tu integración en el mundo y correr en busca de una biblioteca y una página web en la que poder consultar unos cuantos datos para luego poder -de forma artera y algo insensible, reconozcamoslo- aprovechar el bicentenario del creador de la Teoría de Las Especies para gritar a los cuatro vientos: ¡Señor Darwin, se equivocaba! ¡No sobreviven y properan los mejor dotados!
Mugabe, Rajoy, Álvarez, Chávez, Olmert, Aguirre, Correa, Bush, Berlusconi, Sarkozy, Nazal, Ratzinger, Bermejo, Lieberman, Sangil, Roucco, Aído, Castro, Kamenei, Gadaffi, Netanyahu, Fujimory, Kitschner, Chaney, Aznar, McCain, Carod, Jintao, Chaves, Ibarretxe, Willanson, Rice, Zapatero, Calderón, Erdogan, Hubao, Otegui, Brown y un largo etcétera de apellidos ilustres confirman que su teoría, señor Darwin, estaba equivocada.
A menos, claro está, que se considere que la estupidez es el arma evolutiva que ha elegido la naturaleza para garantizar la supervivencia del ser humano.
Con lo cual, lamentablemente para usted, mi querido bicentenario, también estaría equivocado. Estaríamos hechos a imagen y semejanza de algún dios.
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