Tenía que llegar. Después de pasearse por los manifestodromos españoles de mano de partidos políticos para exigir leyes a su gusto y conveniencia, después de reclamar, pedir y exigir descaradamente el voto para una formación política concreta y de definir como santa y moralmente correcta una organización concreta del Estado, tenía que llegar el día en el que ese club social con colérico exceso de peso llamado jerarquía católica anunciara a las claras que los tiempos de la no ingerencia han acabado. Que su inquisidor jefe Ratzinger les impone aparcar a San Gelasio y recuperar aquello de que todo rey debe seguir los designios de dios para ser rey.
Porque eso es lo que está haciendo El Vaticano y sus principales dirigentes con el caso de Eluana Englano. Intentar dejar claro que el Estado Italiano no puede y no debe hacer algo que a ellos les disgusta.
Y una vez más -como siempre que la vida y la muerte están entre los factores del problema- la polémica se equivoca, la discusión se desvía y la manifestación se tuerce.
Hoy por hoy, nadie debería estar dividido entre partidarios o detractores de la desconexión de Eluana; ni siquiera entre los que están a favor o en contra de la eutanasia. Hoy Italia debería estar en las calles y en las plazas dirimiendo otra cosa.
Deberían manifestarse, discutir y polemizar sobre si dejan que la iglesia romana vuelva a marcar las líneas de la política italiana y si dejan que su Primer Ministro se pase por su trajeada entrepierna la división de poderes y los mandatos constitucionales de su país. Esa es la discusión que importa. Lo demás es baladí.
Podriamos empezar a trazar finas fronteras de rotring -finas pero importantes-entre si Eulana dio su consentimiento previo a su desconexión o no; podríamos dibujar delicados círculos de compás -delicados, pero fundamentales- para discernir si el protocolo médico supone un hecho activo o pasivo. Podríamos hacerlo si estuvieramos discutiendo sobre la eutanasia, pero no lo estamos haciendo.
Esa discusión se puede permitir y se debe potenciar cuando se trata del planteamiento de una ley global, de una ley que -como toda ley, sin efecto retroactivo- afecta a todos los ciudadanos. Pero en un caso concreto, en el caso de la vida de Eulana, esa decisión se omite por obvia.
Se omite en las calles y en los platós; se omite en los púlpitos y en los escaños porque ya se ha hecho donde tenía que hacerse: en los tribunales.
Los jueces italianos ya han hablado. Se ha recurrido y han vuelto a hablar; se ha vuelto a recurrir y han hablado por tercera vez. Lo podrán decir más alto, pero no más claro. No hay nada que discutir.
Pero no ocurre eso. Los purpurados de Roma, con su blanco inquisidor a la cabeza, arrojan a sus huestes a las vías y plazas italianas en uno de los ejemplos más depurados de antidemocracia que se han producido desde el incendio del Reichstag; Il Cavaliere -que cada vez tiene menos de cavaliere y más de Duche- se coloca ideológicamente a la derecha de los Minuteman y se lanza a hacer decretos privados para oponerse a la muerte de Eluana.
A los italianos no les debería importar, llegados a este punto, si Eulana muere o no -con todo el respeto por la joven y por las creencias e ideologías de cada cual-. A los transalpinos debería preocuparles cómo es posible que su gobernante desafíe impunemente a la división de poderes, al Estado de Derecho y una decisión judicial para imponer su criterio personal en un asunto privado que no le concierne.
Deberían preocuparles las llamadas a media noche de los jerifaltes vaticanos, las citas secretas de los cardenales con Il Cavaliere -¿o debería decir Il Condottiero?-, los decretos ilegales aprobados por la tremenda y no ratificados por la presidencia de La República.
Si la Iglesia no está de acuerdo con la muerte de Eulana, con el protocolo médico aprobado por los jueces que conducirá a su muerte, puede enviar mil cartas al padre de la chica para convencerle; puede organizar rezos a su dios para que este -en uno de esos golpes de efecto que tanto parecían gustarle antaño- la cure milagrosamente antes de que se produzca el deceso o, en el más desesperado de los casos, puede organizar un milagro que traslade El Vaticano a otro territorio donde la legislación sea menos permisiva al respecto -al fin y al cabo si Mahoma puede mover montañas el dios crisitiano quizás pueda transportar palacios, por intercesión de Ratzinger, eso sí-.
Pero ni la Iglesia, ni nadie debería poder desafiar a un juez fuera de un tribunal y más allá de los mecanismos que el sistema articula para oponerse a las decisiones judiciales. Que en ningún caso son las manifestaciones, las homilías ni las excomuniones. Si la iglesia romana y sus jerarquías no son parte del proceso, no tienen nada que decir en él.
Si Belusconi no está de acuerdo con lo que el juez ha dictaminado sobre Eulana, que proponga una ley posterior para evitar casos similares; que promueva una campaña publicitaria para dar a conocer sus puntos de vista-o los de su gobierno- o que, en uno de esos gestos dramáticos que tanto le gustan, dimita de su cargo por ser incapaz de gobernar en un país en el que se permiten situaciones como esa -¡como si fuera capaz de gobernar en país alguno!-, pero no tiene ningún derecho a convertirse en un dictador, que hace caso omiso de las decisiones judiciales e intenta imponer su criterio personal a cualquier precio hasta en el último confín del territorio sobre el que gobierna.
Eulana, en coma y sin enterarse de nada, ha convertido a Berlusconi en un Condottiero que no debe lealtad a otra cosa que el dinero y su propia fama y fortuna; que se rige por sus criterios, independientemente de lo que digan la ley y las instituciones del Estado al que dice servir.
Eluana, vegetativa y sin desearlo, ha transformado de nuevo a la iglesia católica -si es que alguna vez dejó de serlo- en un club social que pretende controlar los engranjes del poder para asegurarse que nadie -por lo menos en sus cercanías- piense ni legisle de manera distinta a la que a ella le parece adecuada como forma de control de mentes y cuerpos.
Una joven que lleva diecisiete años en coma ha sacado a relucir, sin decir una sola palabra, los peores vicios de gobernantes y jerarquías.
Los italianos deberían pensar en eso a fondo y oponerse a ello de forma directa y frontal. Independientemente de que piensen que la eutanasia es aceptable o no lo es. Lo que está en juego es su futuro. No el futuro de Eluana. Ese ya está decidido para bien o para mal.
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