Aguirre se hace pequeña. Como le ocurriera a Grant Williams en la adaptación el a novela de Mathesson, allá cuando la ciencia ficción lucía pañales, está menguando por momentos. Pese a sus visitas al Ritz, sus nunca reconocidos intentos de jefatura y sus inyecciones de botox que la dejan sonriendo en mitad de la pena de su partido, la presidenta de los amagos y los liberalismos está reduciendo su tamaño a la necesidad de microscopio -electrónico, por demás-.
No es que fuera muy grande, pese a sus chaneles y sus grandilocuencias liberales e históricas de dos de Mayo revisado, pero la salida de sus miserias y sus maldades, de sus omisiones y sus consentimientos, la está haciendo reducir su estatura en menos tiempo del que un jíbaro precisa para disminuir una cabeza.
Y no es por los escándalos. Es por las reacciones.
Todo político tiene miserias y cádaveres en el armario -sino no sería político-, pero hay formas de reaccionar. La presidenta de Madrid -o los diputados autonómicos de su partido, que luego dirá que ella no tenía nada que ver- no niegan la participación, o la misma existencia de los hechos que acusan a su gobierno de espionaje. No lo hacen. Se limitan a negar información, a negar documentación a aquellos que la exigen para poder saber lo que ocurrió.
Pero no se la Niegan al PSOE o a IU. Nos la niegan a nosotros, que somos los que hemos pagado esos documentos; que somos los que hemos pagado el sueldo de los que los han elaborado, clasificado, guardado, archivado y -si se tercia- escondido o destruido esos documentos.
Eso ya no es ser político, mál político o un político nefasto. Eso es ejercer el más bajo e ínfimo rango de la dictadura. Eso es traer al recuerdo aquellas ridículas excusas de que el informe de la autopsia de Kennedy se destruyó al ser fotocopiado; o que la factura del tinte del traje de Conelly se enterró por error con el cuerpo de la víctima. Y todavía los que ocultaban información en ese caso estaban protegiéndose de la acusación de matar a un presidente. Y eso era algo serio. Aguirre sólo se defiende de sus cotilleos, de sus pesquisas personales para lograr el poder en un partido a la deriva que cada día está más a la deriva.
Aguirre sólo se defiende de si misma y ese sentimiento es el que la hace encogerse, reducirse en su presencia, aunque saque pecho para intentar engrandecerse en sus palabras.
Niega documentación a las comisiones porque le da la gana y punto. No aduce motivos de seguridad, como haría alguien que reaccionara a lo grande. No lo hace, porque las fácturas telefónicas de un número prepago pueden demostrar a quien llamaba ese número prepago, pero no considerarse una cuestión de seguridad nacional.
No acepta que la investiguen a ella, a los suyos y a los preoteguidos de los suyos, pero facilita documentación no requerida para arrojar basura -que probablemente, tambien la tenga- sobre Ruiz Gallardón, sobre el CNI -cuya misión, reconocida por todos, es coleccionar basura dentro y fuera de nuestras fronteras- y sobre todos menos ella.
Y como toda explicación al despotismo manifiesto que supone la censura de información, al ejercicio de tiranuelo enfadado que implica la ocultación de datos; al estilo de dictador fustrado que conlleva la negativa enrrocada y sin sustento lógico, Aguirre, la cada vez más minúscula Aguirre, tira de pectorales y afirma que a ella "las valoraciones le dan igual".
Aguirre se hace pequeña porque no puede defenderse. Porque no quiere defenderse y sabe que toda defensa es imposible.
Se acusa a si misma al no querer que otros la acusen, porque si no fuera así y no hubiera nada de que acusarla, las facturas estarían sobre la mesa, los documentos sobre su Servicio de Seguridad -en lo que, por cierto, debió sentirse pequeña desde el principio, porque nunca tuvo competencias- estarían en poder de los diputados de IU y PSOE.
Se acusa a si misma cuando facilita documentos -o sea que los documentos existen en la Comunidad de Madrid, ¡es un alivio!- que acusan a otros a los que ella está acusada de espiar y a algunos a los que el Estado paga para espiar -lease CNI-.
Y se acusa a si misma cuando reconoce que los documentos que niega no los da -esto también lo ha dicho uno de sus diputados, no ella misma- para que no se haga "una causa general al gobierno de la Comunidad".
Cuando es precisamente de lo que se trata. De hacer una causa -política por un lado y judicial por otro- a un gobierno que usa fondos públicos para misiones privadas en las que no tiene competencias oficiales y para obtener réditos personales -el poder omnimodo de Esperanza Aguirre no es un bien social per se, no conviene olvidarlo- en luchas privadas.
Esperanza Aguirre, por más que se coloque la permanente y se alise la chaqueta de marca -marca cara, claro está-, se acusa a si misma en todos los frentes que tiene abiertos. Y cada vez que se acusa en algo nuevo se vuelve más pequeña.
Se encoge cuando se esconde dentras de los cuernos de unos cuantos ciervos y las fotos de un juez imprudente y un ministro chuleta -que en el PSOE siempre cae alguno de esos- para exigir, sin pudor alguno, que se la crea al afirmar que la comunidad no ha dado contrato alguno a los cohechadores del caso Gürtel -ese de los tejemanejes empresariales de Correa-, cuando en su propio Boletín Oficial de la Comunidad figuran ni más ni menos que 76 adjudicaciones a esas empresas por un valor de medio millón de euros.
Se hace minúscula cuando ofrece la cabeza de un segundón y el informe de una segundona -con todo el respeto para Dolores de Cospedal- de su propio partido para probar, de forma irrefutable, que su gobierno nada tiene que ver ni con los espionajes ni con los cohechos.
Se desaparece a si misma cuando considera "intolerable" la malhadada cacería de Garzón y Bermejo y no dedica ni ún sólo epíteto negativo a los cargos que ha hecho dimitir y ni siquiera a la trama de espionaje que, según mantiene la eterna liberal aspirante al trono del PP, nada tiene que ver con ella.
Con ello, la presidenta de Madrid, ha creado una tendencia a la mengua en todo lo que se le valora a un político -y en lo que no se le valora también-, que la obligara a enfrentarse, ya en su versión más reducida, a la misma araña incrementada a la que hace frente el personaje de la película de culto frikie.
Peros las mándibulas de este peludo monstruo no serán las del compadreo de Garzón y Bermejo, ni las de las conspiraciones de Gallardón. Serán las de su incompetencia, su paranoia, su dictatorialismo y su deseo frustrado de poder.
La vida real no es el cine y, es de suponer, que tan marcado ritmo de reducción no pueda cambiarse con una pócima milagrosa de instante postrero antes del beso y los créditos. Cuando alguien se obliga a menguar tanto la tendencia a la desaparición se hace ineludible.
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