No es que sea yo de los de la globalización, que para eso tenemos a los de traje, corbata y cuentas en Suiza y las Islas Caiman -globales las cuentas, eso si-, pero por las cavernas infernales en las que me muevo estamos empezando a calibrar la posibilidad de establecer un nuevo pecado -a ver si os habiáis creído que es el inquisidor Ratzinger el que tiene potestad para eso-, un pecado que tiene que ver con el ombligismo.
Se nos quejan los medios y los políticos de que la memoria - la histórica, no los ejercicios nmotécnicos para recordar las tablas de multiplicar- apenas tiene cabida en los institutos, o sea en los libros de historia. Y ¿qué es para ellos la memoria histórica?. Pues lo de siempre, lo que está de moda. Aquellos de la Guerra Civil, los maquis y la represión franquista.
Se quejan unos por la izquierda y se quejan otros por la derecha. Protestan los que quieren ver reflejada la represión franquista y contraatacan aquellos -sotanas y velos monjiles incluidos- que quieren que se escenifique en tinta, papel y foto fija la historia del cruento anticlericalismo de la II República.
Y entre tanta queja y tanta protesta, entre tanto argumento grandilocuente sobre la necesidad de momoria y de conocimiento histórico, los ombligos de unos y otros no hacen otra cosa salvo hincharse en un ataque de hidropesía cultural prácticamente imparable.
Hace falta historia -mucha más de la de ahora- y hace falta que esa historia sirva para explicar la situación actual del mundo en que vivimos. pero hace falta de una forma global.
No nos hace falta mirarnos el ombligo.
Todos -los unos y los otros- ponen de ejemplo a Alemania -es que los alemanes casi todo lo hyacen bien- y el tratamiento que da al regimen nazi y hitleriano en sus libros de historia. Pero, claro, como suele ocurrir con los ejemplos en los que los políticos de distintos signos están de acuerdo, la analogía es errónea.
El régimen nazi cambio la faz del mundo para mal y la reacción al nazismo supuso una guerra de proporciones mundiales y volvió a cambiar la faz del mundo una vez más. el franquismo y la II República son dos motas de polvo en el párpado inferior de la historia del mundo. Son nuestras motas de polvo, pero eso no las hace más importantes.
Independientemente del complejo desarrollado por los teutones con respecto a ese periodo concreto de la historia -comprensible, por otro lado- está el hecho de que es un elemento fundamental para comprender la historia del mundo en su totalidad y eso es lo que le convierte en importante.
El imperio español -el de verdad, o sea, el de Carlos V y los Austrias- cambió la faz del mundo, fue fundamental -en lo bueno y en lo malo- para la evolución posterior de latino américa y para el cambio en la concepción de diversas artes, pero nadie protesta porque el estudio del mismo se vea reducido a pírricas reseñas de reyes y artistas.
Claro que se trata de estudiar historia, pero se supone que la importancia no viene determinada por lo que a nosotros nos parece importante, sino por lo que el propio desarrollo histórico ha demostrado que era sustancial.
Así, en Francia dedican horas y horas a la Revolución Francesa y Napoleón y media lección a la restauración y el imperio de Napoleón III; en Inglaterra se ceban con las Trade Unions, la dinastía Tudor y el Victorianismo y le dedican, literalmente, dos párrafos al siempre ponderado Ricardo Corazón de León y sus cruzadas o a la revolución irlandesa del XIX.
Sólo en Estados Unidos, donde el retrete de un presidente es una joya histórica, se dedican lecciones ingentes a su guerra de independencia y su guerra civil y se obvia el crack del 29 que es probablemente fuera el hecho más relevante a nivel global de la historia de Estados Unidos.
Si queremos el modelo provinciano estadounidense, adelante, dediquémosle páginas y páginas a cuarenta y pico años de historia en un país que entre pitos y flautas lleva más de setecientos dando tralla.
Podemos darle importancia a unos hechos que no tubvieron incidencia alguna en la historia global, que no sirvieron de referencia -positiva o negativa- a nadie, que no se interelacionaron -salvo quizás en sus inicios- con la realidad histórica general de es momento y que no tuvieron continuidad dentro ni fuera de nuestras fronteras una vez que se extinguieron. Podemos hacer eso o hacer historia. Es cuestión de elección.
Si elegimos la historia, califiquemos al régimen franquista en su justa medida, como un suspiro en la el devenir histórico de este país, y dejemos de mirarnos el ombligo. Que los momentos históricos no se transforman en importantes porque mi abuelo participara -o incluso muriera- en ellos.
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