domingo, febrero 15, 2009

Claudia escribe a Edgar Alan Poe -mezclado con sus cuentos- visto por si mismo (13 años)

A principios del año 1809 llegué al mundo. Rondaba la tercera semana del mes, una de las más frías y tempestuosas que se recuerdan.
Nací en Boston, junto a mis dos hermanos mayores. La felicidad no fue duradera, ya que unos cuantos años después mis hermanos y yo quedamos huérfanos y tuvimos que separarnos, yéndonos a vivir a lugares separados.
Lo único que conservé de mi madre fue un viejo cuadro y un gato negro, llamado Sombra.
Mi gato era un gato tranquilo, apacible, sereno, una buena mascota en todos los sentidos. Su elegante porte negro le hacía parecer una estatua de carbón y sus bigotes, rectos y delicados le daban un toque agradable y divertido.
A mi nueva familia le gustó mi gato. Sombra se adaptó bien a la nueva casa, y los Poe le adoraban. Sobre todo la señora de la casa; le tenía un apego especial al gato. Le daba todos y cada uno de los mimos, todas las atenciones se las prestaba al minino, cuidándole día y noche, preocupándose más por el gato que por ella misma.
Esta fue una de las causas por las que me enemisté con Sombra. La otra razón era su persecución continua. Pensaréis que estoy loco, que estos son los desvaríos de una mente enferma, pero no es así. Este gato del que os hablo me seguía a todas partes. Pero no como un gato cualquiera sigue a su querido dueño, sino con una mirada astuta y calculadora, buscando en momento de hacerme caer al suelo o morderme en la pierna. Era el gato del diablo, me di cuenta desde el primer momento en el que le miré, fijamente, a esos almendrados ojos ambarinos, que, bajo la trémula luz de la luna, brillaban desafiantes.
En el año 1815 me mudé con mi nueva familia a Inglaterra. Por aquel entonces yo debía tener la edad de seis años. Asistí durante dos años al colegio Irving, Escocia, pero en el 1817 nos trasladamos a Londres y cambié de colegio.
Fue en este momento cuando descubrí la verdadera historia de este maléfico gato.
Me aficioné apasionadamente a los libros de misterio y terror. Me encantaba leer todo tipo de leyenda o mito, cualquier historia que se saliera de lo común. Creo que, en parte, esto fue uno de los elementos que influyó en mis decisiones posteriores.
Una tranquila noche de primavera en la que mamá se encontraba tocando el piano en la sala de estar, el gato, se encontraba, inamovible a lado del quicio de la puerta de mi alcoba. Entré en la habitación, y, amablemente, le invité a pasar. El gato siguió allí sentado, como sino me hubiera entendido, pero se que lo hizo.
Os aseguro que, en todo momento intenté controlarme, pero aquel gato no era normal, era un espectro venido directamente del infierno. Aquella noche de primavera, al son de la música lejana, la ira me invadió, y, en un acto reflejo, automático, sin apenas pensarlo, coolí un abrecartas del escritorio y, de un solo movimiento le arranqué un ojo al gato. Luego le miré, intrigado, a la espera de su respuesta. En aquel momento comprobé que aquel gato era sobrenatural. De la cuenca, ahora vacía, de su ojo no salió ni una sola gota de sangre.
A partir de aquel momento el gato me evitó constantemente. Ya nunca se acercaba a mí como antaño, sino que, al verme, se agazapaba en un oscuro roncón.
Esto me crispaba aun más que el que me siguiera a todas partes. Cada vez que me acercaba a él maullaba desesperadamente, y escapaba, enloquecido, a refugiarse en los brazos de mi madre.
Se, ahora lo se a ciencia cierta, que el gato hacía aquello con un propósito puramente maligno. Tan solo buscaba mi mal y quería para mi la más absoluta de las desdichas. Pero yo no podía dejarle ganar, ahora no.
Una mañana de verano, cuando los pájaros aún cantaban el alba, cogí una fuerte y resistente soga, y, tomándome todo el tiempo necesario, elaboré un cuidadoso nudo alrededor del cuello del felino. De improvisto tiré de ella fuertemente, y, súbitamente, el gato quedó colgado de la rama del árbol del patio trasero de mi casa, muerto. El mal se había ido. Ya no habría nada que pudiera perjudicarme.
Tras este suceso comenzó a llover de una manera brava, tanto, que no pudimos salir de casa en todo el día, debido a ello mi familia no descubrió al gato en el árbol.
Aquella noche siguió la tormenta. Llovió a mares, tronó como en siglos se ha visto en la historia y las nubes envolvieron el cielo de una espesan negrura. Pero yo, a pesar de todo eso, dormí tranquilo. El gato había muerto, y eso era todo lo que importaba.
El olor de humo me despertó de improvisto. La casa había estallado en llamas.
Perdimos todas nuestras propiedades, incluido el árbol del que colgaba en animal.
Hoy en día sigo pensando que ese incendio fue obra de diablo, en venganza por haber asesinado a su mensajero en el mundo de los vivos.
El único recuerdo que quedó de aquel mísero gato fue su sombra, estampada en la única pared que tras el incendio quedó en pie.
En la flor de la vida regresé, junto a mis padres adoptivos a Virginia, allá por el año 1820. Estos fueron extraños años, en los que fui cambiando, poco a poco. Encontré una manera distinta de ver el mundo, una forma diferente de vivir esta corta vida. Mi carácter se convirtió en definitivo, pasando a ser el que tendía hasta el día de mi muerte.
A la edad de quince años, se me podía considerar un muchacho pacífico, tranquilo, inalterable, pero no era muy abierto, ni extrovertido. Me decían que era a causa de mi falta de sociabilidad y de contacto con le mundo. Se debía a mis eternas horas de recluida soledad en la biblioteca, tanto de mi casa, como de la escuela. Leía a todas horas, libros y más libros, incansable, inagotable. Nunca me detenía para ver cuantas horas habían pasado desde que tomé el primer libro entre mis manos, ni apartaba la vista de las páginas por un solo instante. Esto ayudó a crear en mí una extraña enfermedad denominada monomanía. Todas las cosas que se encontraban a mi alrededor me fascinaban sobremanera, tanto, que esa simple curiosidad que podría considerarse normal en un muchacho de mi edad pasó en convertirse en una obsesión continúa. Un perpetuo sin vivir, cuestionándome la existencia de las cosas más triviales que uno pudiese imaginar y pasando noches enteras en vela pensando en el por qué de la cosa más simple.
Por aquel entonces, mantuve una relación sentimental con una hermosa muchacha llamada Sarah Royster. Ella poseía una belleza sobrenatural, su largo cabello, negro como el carbón caía, ondulado sobre su cara de rasgos delicados, adornada con unas pequeñas mejillas arreboladas. Era extrovertida, alegre, vivaz, todo lo que yo no era, nos complementábamos perfectamente el uno al otro.
Durante ésta etapa de mi vida, mi tío Jonh Allan falleció, dejando tras de si una suculenta fortuna, ya que era considerado uno de los hombres más acaudalados de Richmon. Con la herencia que mi tío me dejó compré una importante casa de ladrillo, llamada “Moldavia”.
Sarah lo era todo para mi. Me desvivía por ella, pero no me atrevía dar el paso de pedirla en matrimonio. Hasta que ocurrió la desgracia. En aquel momento le conocí.
Fue una tarde de otoño en el jardín de la universidad. Él estaba allí, sentado en el banco de la pequeña plaza del patio, mirando al horizonte, y, poco a poco, a medida que la noche iba tiñendo de negrura la bóveda celeste su lienzo se llenaba de luminosos e intensos colores: fugaces dorados, radiantes violetas e ígneos carmines. Me pareció, por un breve instante, que le estaba robando el color al cielo.
Este encuentro con el que después sería el autor de mi desdicha me hizo enloquecer.
Me obsesioné con retratar a Sarah, quería que su hermoso rostro se conservara, enmarcado para el resto de la eternidad, para que nunca muriera.
Contraté al pintor, pagándole una gran suma, de dinero, para que retratara a mi amada.
Le encerré en un alto torreón de mi mansión, el cual tan solo era iluminado trémulamente por un pequeño ventanal. Era un lugar lúgubre, triste y oscuro, pero yo ya no pensaba en eso, tan solo quería que Sarah viviera eternamente, encerrada en un marco oval.
Pasaron, días, meses, incluso años, en los cuales mi querida Sarah iba envejeciendo por momentos; su rostro palideció tomando un tono marmóreo, sus hermosos cabellos de color azabache fueron encaneciendo con cada día que pasaba encerrada en su prisión. Y sus, ojos, sus ojos, antaño brillantes y llenos de vida ahora tan solo eran dos lunas negras opacas y muertas.
Con cada pincelada que ÉL daba, Sarah perdía una pizca de color de sus arrebolladas mejillas.
Tras una larga espera, la obra estaba prácticamente terminar a, tan solo quedaba, dar un toque de color en los labios y un brillo en los ojos. Yo mismo los di, suavemente, deslizando el pincel sobre el lienzo; ella suspiró, y, acto seguido, se desplomó sobre la silla en la que había estado sentada durante más de dos años.
Fue entonces cuando me di cuenta; mire el cuadro: aquel retrato estaba vivo y ella, muerta.
Nunca más volví a saber nada del pintor. Desapareció y se llevó consigo su dinero y a mi amada.
Tras esta horrible experiencia me matriculé en la universidad de Virginia, en el año 1826.
En estos momentos fue cuando me enemisté definitivamente con mi padrastro, y cuando tuve mi primer contacto con el alcohol.
No soporté toda la presión y responsabilidad que asistir a la universidad requería, por ello, un año después, la abandoné, recluyéndome en mi inmensa mansión y ganándome la vida con trabajos temporales como el periodismo.
El 27 de Mayo de 1827, incapaz de sobrevivir por mí mismo, me alisté en el ejército como soldado raso, bajo el nombre de Edgar A. Perry.
Al poco tiempo de alistarme empecé a tener problemas. Parece que, durante mi corta vida, la muerte se entretuvo persiguiendo y haciéndome sufrir.
Como ya he dicho, siempre he sido de carácter retraído y difícil de simpatizar con nadie. Por ello la gente desconfiaba de mí. Ningún muchacho en el cuartel quería compartir camastro conmigo, y me miraban de reojo al pasar.
Ocurrió que, cierto frío día de enero, cuando el frío te congela la sangre y te impide pensar un muchacho se encaró contra mí por que, durante los ejercicios matinales le había hecho tropezar a causa de mi torpeza con el rifle. Yo respondí pasivamente, como solía hacer todo por aquel entonces, pero el muchacho quería pelea, y encendió una llama que fue difícil de apagar.
Me envalentoné como pocas veces recuerdo haberlo hecho. Me ensañé con el pobre joven, el cual terminó tendido, en el suelo, inconsciente, con un charco de sangre coronando su cabeza y las marcas de mis puños tatuadas en su cara.
Tras este incidente me encerraron el los calabozos del cuartel. Mi habitación era minúscula, sombría, lúgubre y fría, adornada por el atemporal color del polvo. Opero no me importaba. Tan solo podía tener en mi mete el color intenso de la sangre manando de su cráneo, el vivaz carmín que tiñó el suelo cuando él cayó. Estuve allí días, tantos que perdía la cuenta, y dejé de distinguir entre el día y la noche.
Llegó un momento en el que, nuevamente enloquecí. Intenté salir de allí rasgando las paredes, escarbando en el suelo, gritando auxilio hasta desgañitarme la garganta, y, finalmente, abrieron el portón de hierro que me privaba de libertad. En un principio creí que este cambio me venía en recompensa a mis tremendos esfuerzos hechos por poder salir, pero pronto me di cuenta de que no era así.
Me llevaron, a tientas, amarrado como a un animal por unos oscuros pasadizos, que parecían conducir al centro del infierno, y os aseguro que lo que allí vi se le parecía mucho.
Sobre una camilla fría y terrible e impolutamente blanca se encontraba, tendido, rígido e inmóvil, con los ojos vidriosos y del color incoloro de la muerte él.
Se trataba del muchacho que, hace tanto tiempo que me era imposible recordar con claridad cuando ocurrió fue víctima de mi extraño ataque de ira.
Estaba, inconfundiblemente muerto, o eso nos hizo creer a todos.
Esta misma noche, aunque era especialmente tempestuosa, decidí salir, antes de mi reclusión total por asesinato, a visitar a aquel que había muerto en mis manos.
Tan solo pude conseguir un marchito lirio, más muero que el difunto para adornar su pobre tumba.
Me senté sobre la húmeda tierra, a espera. ¿A qué? No me preguntéis, pues no sabría contestar. Esperaba a que algo sucedie4ra. Esperaba a la muerte, quizás. A la esperanza, tal vez. Esperaba, sentado sobre la tumba de aquel muchacho que, sin ni siquiera quererlo había sido partícipe de mi insólita maldición de destrucción y agonía.
Un trueno sonó, y acto seguido, como una brecha abierta en el firmamento apareció en rayo. Un mar de lluvia empapó mi rostro, haciendo que mis sucias ropas se me pegaran al cuerpo e inundando de frío todo mi ser.
Noté debajo de mí un ligero temblor, un pequeño e insignificante movimiento en es suelo que me hizo estremecer. La tierra parecía esta pidiendo ayuda. Pero aquello era simplemente otra de mis descabelladas ideas. Me marché lo más rápido que pude de allí, y me acosté, a la espera de la nefasta noticia.
La luz del día me desveló, haciéndome recordar donde estaba. Aún me encontraba en el pequeño calabozo que me había servido de hogar durante tanto tiempo.
Fue entonces cuando me enteré. Lo escuché de boca de los otros soldados del pelotón.
Jefry J. William había sido hallado muerto en su propia tumba. El muchacho que, tras pelearse conmigo había sido dado por muerto habías sido encontrado esta mañana, a medio desenterrar en el cementerio del pueblo. En un desesperado intento por encontrar un poco de aire, el muchacho había conseguido abrir un agujero en el ataúd de cartón piedra en el que había sido enterrado, pero no había tenido en cuenta el metro y medio de profundidad al que se encontraba enterrado.
Al amanecer, una anciana que por allí paseaba recordando buenos tiempos se había topado con la mano, mugrienta y ya sin uñas de Jefry, que se había quedado a medio camino entre la vida y la muerte.
Incapaz de aguantar el sufrimiento conseguí burlar la vigilancia del cuartel y me marché, lejos e aquel lugar y de aquellos recuerdos que nunca me abandonarían.
Por ello, el 8 de Febrero de 1831 fui acusado de grave abandono del servicio y desobediencia de las órdenes.
Partí hacia Nueva Cork ese mismo mes, y publiqué mi tercer libro de poemas. La impresión de la obra fue sufragada por mis compañeros de cuartel, los cuales, tras darse cuenta de la innegable mala suerte que me acompañaba y de que la tragedia sucedida no había sido otra cosa que una más de las travesuras del destino, decidieron donar cada uno 75 centavos. Finalmente conseguí reunir 170 dólares con los que pude pagar la impresión de mi obra.
Regresé a Baltimore, y me instalé en la buhardilla que antaño había compartido con mi hermano, el cual murió el 1 de agosto de 1831 debido a una grave enfermedad. Fue entonces cuando comencé a escribir, decidido a retratar mis propias experiencias, los hasta hoy en día conocidos cuentos de terror.
Tras la muerte de mi querido hermano me afané el labrarme una carrera como escritor. Trabajé noche y día para conseguirlo, pero, lo creáis o no, por aquellos tiempos había grandes dificultades, debido a la situación en la que se hallaba el periodismo del país.
Fue una época complicada para mí, pero, me esforcé en vivir únicamente de la escritura.
En 1832 conseguí publicar cinco relatos en el periódico Saturday Couriper.
Dos años más tardes mi padrastro, con el que e encontraba tremendamente enemistado murió, sin dejarme absolutamente nada de su herencia.
Durante los años siguientes conseguí presentar otros relatos cortos y publicarlos con la ayuda de un buen amigo, Thomas W. White, y conseguí ser redactor del periódico Richmond (Virginia)
Por aquella época, debido a la tremenda angustia que me producía el recuerdo de mi querida Sarah muerta, comencé a beber más de la cuenta. No había instante durante el día en el que el estado de mi embriaguez me abandonara. Todos mis sentidos estaban perpetuamente nublados, y apenas pensaba las palabras que salían de mi boca.
Fui despedido de mi trabajo tras haber sido sorprendido en estado de embriaguez varias veces.
En ese momento decidí casarme en secreto con mi prima Virginia Eliza Clement, de la cual me enamoré perdidamente, que contaba por aquel entonces con la edad de 13 años.
Era una bella muchacha, de largos y dorados cabellos que caían en forma de una infinita cascada caracoleada sobre su tez pálida y fina, que constataban perfectamente con sus inmensos ojos color zafiro.
Yo tenía 26 años, pero la diferencia de edades no nos importaba, estaríamos juntos para siempre.
Finalmente fui readmitido en el periódico con la promesa de dejar la bebida y mejorar mi comportamiento, y lo conseguí, con un tremendo esfuerzo logré llenar mis horas muertas con otras cosas que no fueran el alcohol, pues ya non quería olvidar, quería vivir el momento junto a Virginia.
En junio de 1839 publiqué una de mis más importantes obras, “Cuentos de lo grotesco y Arabesco”, el cual tuvo un cierto éxito.
Pero, como mi querido escuchante ya habrá entreoído, a mí la felicidad me dura bien poco. En estos momentos de infinita felicidad, la muerte volvió a visitarme, quitándome, esta vez, a Virginia.
Una amarga y lluviosa tarde de enero, se detectó en mi esposa los primeros síntomas de una de las peores enfermedades que el ser humano puede contraer, que te devora y consume desde el interior: la tuberculosis.
Comenzó a demacrarse rápidamente, palideciendo a cada instante y volviéndose más retraída y solitaria. Su mirada inteligente perdió una chispa de suspicacia, su tez se convirtió gradualmente de un blanco marmóreo, y su cabello perdió su peculiar resplandor trigal.
Este cambio repentino en el aspecto y la conducta de mi amada me fascinaba, no cabía en mi de gozo cada vez que la contemplaba, deshaciéndose por dentro día a día. Esto fue, en parte, lo que me llevó finalmente a pedirla públicamente en matrimonio. Esto, y su sonrisa. Al contrario de lo que pensará el entretenido oyente, no me casé, por segunda vez, con ella por la bondad y dulzura que iluminaba la estancia cada vez que ella sonreía. No, me casé con ella, por sus dientes. Si, sus dientes, eran perfectos, resplandecientes, inhumanamente iguales y simétricos, sin una sola irregularidad en el esmalte, una sola rotura o desnivel. Parecían tener vida propia, me llamaban, cada vez más fuerte, despertaban esa monomanía que latía en mi, agazapada, a la espera del la más mínima señal para atacar, me retaban en duelo, parecían inteligentes, más sabios que el más erudito de los hombres. Aquellos dientes eran el mismo diablo.
Y tenían que ser míos, tan solo había un pequeño impedimento: Virginia.
Una noche tempestuosa, en la que, como de costumbre, me desperté alterado sobre uno de mis libros en la biblioteca de mi, ahora, pobre y tristemente decorada casita de Pensilvania, descubrí una curiosa cajita reposando a mi lado; al principio me extrañó, pero no le di importancia. Entonces recaí en la presencia del libro que se encontraba abierto bajo mis brazos, el sus páginas se podían leer algunos párrafos subrayados en los que se hablaba sobre cirugía dental. Temblé. No se como, pero en ese mismo instante me di cuenta de lo que había pasado. Un gritó rasgó la oscuridad de la noche. Un grito como en años he oído. Melancólico, lánguido, profundo, angustioso,… muerto. La puerta se abrió con un golpe sordo, y, de entre las tinieblas apareció, movido por el terror, mi chambelán. Se podía ver dibujado en su cara la marca del miedo. Habló sobre la usurpación de una tumba, la tumba de Virginia, la cual, al parecer, había muerto hace más de un día, a la cual habían desenterrado y desfigurado la cara, devolviéndola así, misteriosamente a la vida. No pude escuchar mucho más, pues en ese mismo instante me di cuenta de las manchas de barro y sangre que había en mis ropas, en las pisadas aguadas que recorrían el suelo de la biblioteca, de la pala, llena de arena que estaba apoyada en la pared,… y en la caja.
Fue un impulso de mi subconsciente, no pude impedirlo, me arrojé con locura sobre la caja, y, con alboroto y desorden la abrí: por el cielo volaron algunas herramientas de cirugía, y por el suelo rodaron, pequeños pedazos de marfil, hasta detenerse. Ahora los veía bien, eran los dientes, los treintaidós diente que me había perseguido noche y día, ahora esparcidos por el suelo.
Finalmente, Virginia murió, pero no de lo que todo el mundo esperaba, sino a mis manos, a manos de su marido, ya que, sin piedad alguna la asesiné, por unos cuantos dientes.
Decidí volver a Nueva Cork, donde estuve un breve tiempo trabajando en el Evening Mirror. No duré mucho tiempo allí, ya que lo abandoné para convertirme en redactor jefe del Broadway Journal.
El 29 de Enero de 1845 publiqué mi poema “El Cuervo”, que, aunque fue celebrado por todo el mundo y leído por todos los lectores del periódico en el que salió al público, yo tan solo recibí 9 dólares por él.
El Broadway Journal cerró sus puertas en el año 1846 por falta de liquidez, por lo que decidí trasladarme a una pequeña casita de campo en el barrio Bronx, de Nueva Cork.
Durante este tiempo los Recuerdo de Virginia acudieron a mi mente como fieras al acecho, no podía dormir, no podía comer, tan solo podía recordarla y beber para olvidarla.
La alegría volvió a mi vida el 17 de octubre de 1849, cuando, durante una ventosa mañana de invierno contraje matrimonio con mi antiguo amor de juventud, al cual daba por muerto, Sarah Elvira Royster. Ella, tras haber sido, aparentemente atrapada en vida en un cuadro oval había conseguido desprenderse del extraño conjuro al que el maquiavélico pintor la había sometido.
Esto me animó gratamente, sin duda. Por fin tenía un proyecto de futuro, me veía, a los sesenta años, sentado en el banco de un parque junto a mi bien amada esposa Sarah, contemplando el atardecer. Pero mi verdadero futuro no se pareció en nada a este deseo.
Desaparecí durante largo tiempo, nadie supo de mi ni de mi esposa. El 3 de Octubre de 1849 aparecí en una calle oscura y sucia de Baltimore moribundo y en estado de delirio, y fui trasladado al Washington Collage Hospital, donde, el domingo 7 de octubre de ese mismo año morí, solo y abandonado de toda esperanza.
Aún a día de hoy nadie sabe cuales fueron las causas de mi muerte, nadie salvo yo.
Durante ese tiempo en el que me mantuve en estado de desaparición la muerte me encontró, nuevamente, como tantas veces durante mi corta vida lo había hecho.
Pero esta vez el gato negro no se limitó a mirar, con sus fieros y temibles ojos opalinos. Se posó, cual vil serpiente sobre mi pecho y comenzó a arañarme, arrancándome poco a poco la piel de la carne. Fue un momento de terrible sufrimiento. Durante ese momento hubiera preferido estar muerto a sufrir esa cruel tortura.
Grité, chillé, me desgañité la voz pidiendo auxilio, pero nadie me escuchó. La muerte se había apoderado de mi. Sentía como avanzaba lentamente por mi cuerpo, haciéndome perder fuerzas a cada instante.
Estaba, sin duda, al borde de la muerte cuando, el lánguido y antiguo reloj que teníamos en la casa dio las doce. Las dio de esa extraña manera que tenía aquel reloj de marcar la hora, haciendo que el tiempo se detuviera. Te erizaba el pelo de la nuca y te hacía imaginar las más descabelladas y terribles maldades.
Tocó doce interminables y tétricas campanadas. Con la última de ellas, un estruendoso golpe retumbó en mi ya enloquecida mente. Entonces apareció. No sabría describirlo con palabras, pues es imposible. Tan solo diré que, tras un breve instante, casi imperceptible al ojo humano, mi cuerpo estaba muerto, pero mi mente, esta prodigiosa mente que ahora os cuenta esta historia, estaba viva.
Lo más interno de mi ser salió de mi ya torturado cuerpo para observar, impasible, durante el resto de la eternidad a todos y cada uno de los escritores que, a causa de la decepción, el mal de amores o la incomprensión no son capaces de encontrar su propio talento.

1 comentario:

La Madre Superiora dijo...

Siempre supe que Claudia, era un nombre especial. Claudia Boneque, Claudia Vazquez, y otras Claudias famosas que pululan por ahí y no vienen al caso mencionarlas.
Gracias Claudia por este maravilloso relato que me ha dejado impresionada, por tu talento y por ser como eres. Gracias Boneque por educar a tu hija así. Un beso

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