Hace unos días podais leer en estas líneas que la crisis nos saca lo que somos. Y nada me parece más cierto que eso hoy, el día en el que medio mundo ha decidido revertirse a la certeza fallida en contra de las incertidumbres difíciles de idear.
En lugar de agitar nuestra chistera intelectual para obtener soluciones de la nada, del vacio que son las ideas antes de que se produzcan y se prueben, nuestros diirigentes y directores se han encerrado en sus laboratorios secretos, han mirado al cielo y han aprovechado un tormentoso rayo para resucitar a un muerto. Después, por supuesto, de coser y recoser varios cadaveres tumefactos.
Y luego se han asomado a la ventana y, como el científico loco de Mary Shielley, han gritado ¡Vive!, ¡Vive!, ¡El nacional capitalismo está vivo!
Occidente ha vuelto a ser lo que fue: un conjunto de naciones que ven en lo propio lo único que merece la pena ser visto. Francia se aferra a su industria automovilística y le pone 6.000 millones de euros sobre la mesa para que construya francés; Estados Unidos -el de la esperanza de Obama- sigue con aquello del compre americano, aunque con reparos en las campañas de marketing y reparte dolares a diestro y siniestro a bancos y constructoras; Las empresas británicas admiten reducir su contratación de extranjeros para contentar a sus trabajadores patrios y así un sinfín de medidas que nos hacen creer que podemos levantarnos cuando en realidad ya nos han amputado las piernas.
El viejo mundo se aferra a lo que fue, en un intento de que lo que está por llegar no suponga un cambio; en una bana intención de que el mango de la sartén cambie de manos.
Porque si no lo hace, si salta de manos, los que aún no tienen nada que perder serán los que salgan ganando. Porque la nueva Europa -esa que esába hace años tras un muro de acero- saldrá beneficiada si el libre comercio se mantiene, porque los trabajadores africanos o sudamericanos saldrán beneficiados con los puestos de trabajo si el libre mercado se perpetua.
El nuevo monstruo, cosido en los laboratorios y las reuniones de gabinete de crisis -económica, se entiende-, ha logrado unir dos entidades que parecían muertas y que parecían irreconciliables. El nacionalismo más extremo y el capitalismo más contumaz.
Así que el coctel tiene tan poco cerebro como lo tuviera el dramático ser de Frankenstein y es capaz de protestar por el proteccionismo de los otros y exigir el proteccionismo propio.
Es capaz de quejarse por las nacionalizaciones argentinas, venezolanas o bolibianas, es capaz de quejarse por la política de gas de Rusia -que, como siempre hace Rusia, sólo piensa en sus intereses-, es capaz de exigir a Estados Unidos que elimina campañas proteccionistas y luego no le duele en prendas cebar con dinero público -como ha hecho Sarkozy- a compañías privadas para permitirlas competir en situación de desigualdad con los rivales extrnajeros e impedir que lleven parte de su produccion a La República Checa o Eslovaquia; no se corta a la hora de chantajear -como hace Berlusconi, que es lo que mejor sabe a hacer- a las empresas para que se mantengan en suelo italiano o no tiene el más mínimo reparo en firmar protocolos sindicales que primen la contratación de británicos bajo la atenta, pero indiferente, mirada de un gobierno que se supone que garantiza el libre flujo de personas y capitales.
Este monstruo bicéfalo del nacional capitalismo tiene ambas cabezas mirando a direcciones diferentes y reclama proteccionismo a expuertas para mi y los míos y liberalismo a raudales para ellos y los suyos, en un intento patético y casi criminal de que el hambre se detenga en la casa de otro y no en la mía.
Así las cosas, poco lugar queda a la esperanza económica en estos días. Nada se solucionará porque nada puede solucionarse en soledad. Nuestras empresas -seamos nosotros el país que se quiera- fabricarán coches, ordenadores o picadoras de carne y luego las intentarán vender. Pero como nuestro país seguirá teniendo unos cuantos millones de parados no encontrarán mercado y tendrán que irse a vender fuera.
Donde serán rechazadas, porque ellos ya tienen sus coches, sus ordenadores y sus picadoras -o en su defecto los de China, que parece ajena a todo esto- y preferirán que los pocos que aún puedan hacerlo compren sus productos nacionales.
De manera que estaremos igual que al principio, pero con más coches, más ordenadores, más picadoras, más parados, más empresas en bancarrota y menos tiempo.
Digno de la mente de un monstruo enfermo salido del laboratorio de esos genios locos que se niegan a aceptar la muerte de un sistema y buscar vida en otra parte. Digno del razonamiento demente del monstruo frankensteiniano llamado nacional capitalismo.
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