Al final nos sale lo que somos. Y no sólo nos sale, sino que nos parece normal. Cuando se nos encienden las alarmas, cuando el mundo se nos vuelve del revés y el añorado descanso laboral se nos transforma en continuo -se nos muta en paro-, entonces recurrimos a lo mismo que hemos recurrido siempre.
Olvidamos el liberalismo, el europeismo, el supranacionalismo y el globalismo y nos consideramos con el derecho a exigir que dentro de las difusas -y nunca eternas- fronteras de lo que considero mi país sólo trabaje yo.
Y digo nos sale porque, aunque sean los ingleses -algunos ingleses- los que se manifiestan contra los trabajadores de la Unión Europea-, a todos los paises de esa fortalecida hasta hace dos días unión continental les está saliendo el mismo eccema. España pretende pagar a los inmigrantes para que se vuelvan a sus países; Francia intenta que los extranjeros que se queden en paro abandonen sus fronteras en un plazo máximo de veinte días y así país tras país de los que hasta ahora parecían creer en Europa, en el liberalismo y en libre flujo de personas y capitales.
Pero lo que somos, lo que nos sale, no es nacionalismo, ni patrotismo, ni siquiera el más arcaico de los tribalismos a los que hemos estado sometidos desde que ese listo primate que nos antecedió tuvo la idea de ponerse sobre las partas traseras para ver si atisbaba una primate de buen ver o un bocado que llevarse a la boca -el sexo y el hambre son los principales motores humanos desde antaño-. Lo que nos sale es el complejo, el miedo y la incoherencia.
Se pide, se exige, que los extranjeros se vuelvan a sus paises para que yo o mi vecino Jeremy- que es como yo- podamos ocupar esos puestos de trabajo y el paro no afecte a los ingleses en Inglaterra, a los franceses en Francia o a los españoles en España. Pero no pedimos que Rupert Murdoch recoja sus bartulos, sus inversiones millonarias y los cientos de miles de libras que suelta cada mes en sueldos, impuestos y contribuciones sociales por sus empresas y negocios y se vuelva por donde ha venido a su amada Australia.
Se pide que las empresas de nuestros paises se deshagan de los trabajadores extranjeros, pero no del capital extranjero que nos da de comer. Consideramos que el dinero que se paga dentro de las fronteras de nuestra tribu es de nuestra tribu, aunque el que lo suelte lo haya traído en su zurrón desde el otro extremo del mundo. Pero no les exigimos a las empresas nacionales que operan por el mundo que salgan de Oman, donde compran gas o de Venezuela y Argentina, donde obtienen beneficios que luego utilizan para pagar las nóminas de allí -pírricas- y las de nuestro congelado pero más digno salario francés, alemán, inglés o español en euros.
Los trabajadores ingleses que sacan la vena sajona -o angla o picta- y sustituyen la pintura de guerra azul por las pancartas contra los trabajadores de la UE, ignoran -o fingen ignorar- el hecho de que desde 2005 los extranjeros han originado una media superios a los 35.000 empleos por año con sus inversiones en su país. Y lo mismo hacen los franceses y por supuesto los españoles que tremolan el consabido bicolorismo contra la ola de extranjerismo que nos invade.
Y además, en la mejor tradición del pecaminoso egoismo que la santa madre iglesia nunca introdujo entre los pecados capitales, los nuevos defensores del autarquismo tribal olvidan el retorno de ese boomerang que pretenden arrojar para salvar sus preciados traseros -y el de sus vecinos Jeremy, Francoise o Paco, que son como ellos-.
Si los extranjeros vuelven a sus paises, los siempre añorados y queridos miembros de nuestra propia tribu que campan por el mundo deberían regresar a sus chozas abandonadas hace años ¿o acasose pretende que los demás países no apliquen la misma política para salvarse del paro que se quiere que se aplique en el nuestro?
Así que estos nuevos adalides de la autarquia laboral y el tribalismo financiero lo que terminan haciendo es cambiar parados extranjeros -porque no nos olvidemos que los extranjeros también se quedan en paro- por parados nacionales de pura cepa, cuando el resto de los paises obliguen a los inglesitos, españolitos o francesitos de andar por casa a regresar para ceder amablemente los puestos de trabajo que ocupan por el mundo a los nacidos dentro de los límites tribales de cualquier otro país.
Esto es lo que querrían -aún con las pérdidas que supone- los trabajadores que se manifiestan en Londres y Manchester -y los que se quejan en los bares o en las paradas de taxis en España- si realmente se creyeran lo que están diciendo, si realmente sus quejas y sus protestas se debieran a una posición ideológica sólida y coherente. Si fuera así serían un cáncer que amenazaria cualquier estado o cualquier territorio que los contuviera.
Pero no lo son. No lo son porque en realidad no lo creen. No son un cáncer. Son una infección oportunista que sólo surge cuando otra enfermedad más fuerte y agresiva -en este caso la muerte del sistema económico actual tal y como lo conocemos- aflora.
Son el hongo que se aprovecha de la debilidad de las defensas para intentar elevar su miedo, su envidia y su despecho a rango de ley. Son los reyes del complejo de inferioridad, que intentan reducir lo más posible el ámbito de su tribu y su entorno, en un intento desesperado y baladí de sentirse más grandes porque su entorno se ha hecho más pequeño. Son los que confieren importancia al nacimiento, a la sangre y al territorio como elementos de grandeza porque no tienen otra cosa que presentar en la hoguera tribal a la hora de justificar su vida.
Son la neumonía que puede llegar a matar pero que no es el origen del problema y que desaparece en cuanto el verdadero problema se contiene.
Porque si no fuera así, no estarían orgullosos de que esos remedos de ejércitos que son los clubes de fútbol les estuvieran dando triunfos -como si ellos los ganaran- cuajados de jugadores franceses, portugeses, nigerianos y hasta algún que otro español -fuera de España, quiero decir-; si no fuera así no estarían dejándose lo que tienen -ahora menos que nunca- en cambiar su coche extranjero por otro coche extranjero cada dos años y en enviar al niño o a la niña a un master en Estados Unidos o en Inglaterra; si no fuera así se negarían a ir al mercado -o al hiper, que ya casi nadie va al mercado- con dinero que ha salido de las arcas de inversores extranjeros en sus empresas o a recibir fondos de ayuda de la Unión Europea cuando las cosas van más en sus empresas, sus granjas o sus explotaciones agrarias; si no fuera así se negarían a recibir créditos europeos para la apertura de nuevos negocios o incluso a llevar a extranjeros desde el aeropuerto hasta sus hoteles. Sólo cargarían españoles, ingleses o franceses -dependiendo del color del taxi y del nombre del aeropuerto, claro está-.
Así las cosas, los ingleses que se manifiestan, los franceses que aplauden a Sarkozy y los españoles que rezongan en los bares no son el cáncer de nuestra sociedad ni de nuestro sistema económico. Ya puestos, ni siquiera son verdaderamente una infección oportunista. Son bacterías necrófagas que pretenden alimentar sus complejos, su rabia y su inseguridad sobre las carnes aun rosadas del cadáver de un sistema económico muerto.
Triste y feo de ver, pero predecible.
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