Todos los prohombres, los grandes seres que han sido relevantes en la tierra o los mares, han tenido dos despedidas. La despedida oficial, hablando de su legado, formal, egregia y digna y la despedida popular, más arrobada, trágica, multitudinaria y desorganizada. Si eso ha ocurrido con entes individuales que han regido a unos pocos miles de seres y han influido en unos cuantos millones, no cabría esperar que fuera de otro modo con los sistemas. Todo sistema político y ecónomico merece al menos dos despedidas.
Y eso son - o han sido- Belém y Davos. La humanidad, que no se cansa nunca de dividirse y polarizarse, ha organizado dos funerales para el mismo muerto: el capitalismo.
No se trata de hacer una aopologética izquierdista y desgarrada de las maldades del capitalismo -que las tiene y muchas- sino de la constatación de un hecho fundamental, que radica en que el capitalismo no puede evolucionar más allá de sus principios y de sus finales. La crisis actual, esa que asola el mundo capitalista, esa que deja España como unos zorros, Inglaterra para el arrastre, Estados Unidos en la situación de estupefacción que sólo pueden alcanzar los estadounidenses cuando sus ídolos sagrados se desmoronan, es la primera crisis que afronta el capitalismo. La primera real. Es la única que supone un cambio y por tanto es, literalmente, una crisis. Es la única que acaba con coronas de flores y églogas para el finado.
Y como en todo hay dos formas de verlo.
En Davos se habla de evolución, de legado, de reestructuración y de mejora. Independientemente de los que se dedican a hacer política interna discutiendo sobre Gaza -como el Primer Ministro Turco- y los que se dedican a intentar barrer para casa tremolando viejos fantasmas discriminatorios -como el enviado especial israelí-, los que acuden a este el funeral de estado del capitalismo hace tiempo que le dieron muerto.
Lo que están haciendo es repartirse el reino, como en todo funeral de estado que se precie. Lo que hay que refundar, que reorganizar y que hacer evolucionar son los esquemas que les permiten mantenerse en el poder. Y hay que hacerlo porque el capitalismo ha dejado de agonizar y ha muerto convulsivamente.
Pero no tienen nada para sustituirlo y por eso lo demoran. Como se hiciera con los dictadores soviéticos, como se hiciera con los caudillos hispanos, nos esconden la defenestración y nos la disfrazan de enfermedad grave que mantiene al querido sistema quejumbroso e impedido en cama. Pero esta crisis no es un parkinson ni una tromboflébitis. Es un espasmo mortuorio en toda regla.
Buscan llamarlo igual o aparerentemente igual para que parezca que no ha cambiado nada. Buscan que los "neos" aparenten que se trata de una evolución y así todos creamos que no es taan grave, que puede recuperarse o que, en el peor de los casos, si el dictador económico del siglo XXI muere por fin dolorosamente en su lecho, aquello que lo sustituya será tan duradero y firme como parecía el sistema muerto.
Los síntomas de muerte cerebral son evidentes. Los bancos siguen ganando dinero mientras los Estados lo pierden para dárselo; los millones de parados aumentan y lo siguen haciendo pese a cualquier cosa que se intente; paises enteros -que hasta ahora no eran importantes porque no eran poderosos ni conflictivos- como Islandia se vienen abajo de la noche a la mañana; Inglaterra nacionaliza sus colegios públicos, Holanda nacionaliza sus bancos; Estados Unidos no nacionaliza nada -porque ellos desarrollaron el capitalismo- y sigue cayendo en picado.
En Davos los hijos del capitalismo hacen su funeral y discuten sobre a quien, que les siga garantizando su condición de hijos predilectos, ponen en el trono económico.
Y, si la reunión de Davos es el funeral oficial de ternos negros perfectos y corbatas planchadas, la cumbre de Belém es el baluarte de la despedida trágica y agónica de los que esperaban con ansia que muriera pero no estaban preparados para ello.
En Belém se da por oficial la muerte del dictador económico, pero se mira a un lado y a otro en busca de algo o alguien que pueda ser su sucesor.
No puede serlo obviamente el sistema económico planificado porque ya fracasó -o se le hizo fracasar desde dentro y desde fuera- y ya tuvo su funeral popular en forma de caída del muro y su funeral de Estado en forma de Político preclaro retirándose a una Dacha.
No puede serlo ese nuevo socialismo de andar por casa bolivariano que apenas si es válido para Venezuela y Chávez, salvo por el hecho de que, mientras Venezuela tenga petróleo, cualquier cosa es valida para ella.
Así que se encuentran tan perdidos como los de Davos. Más contentos, más aarrebatados y más parlanchines, pero igual de perdidos.
Porque tanto tiempo en la oposición negativa te deja sin argumentos de creación. Porque la economía global -tenida en positivo- es imposible si no existe un gobierno global. Porque ven que muerto el perro no se acabó la rabia.
En sus alegres coplas a la muerte del capitalismo ahondan en lo obvio, diciendo que el finado se gastaba el dinero que no tenía en cosas que no necesitaba, que el sistema estaba roto desde hacía años y que el mundo ha cambiado. Pero las obviedades no les ayudan ni las acercan lo más mínimo a crear nuevas salidas; a proponer nuevos sistemas. Del mismo modo que la negación y la demora no ayudó a los capitalistas que se amalgamaron en Suiza -¡que mejor sitió!- para coronar un nuevo sistema que les deje seguir siendo sus paladines.
El capitalismo sobrevivía porque era lo único que había. Se hizo fuerte en contra del comunismo y el comunismo murió, dejando a su rival tan lánguido e inútil en su fuerza como la CIA sin KGB o los portaviones estadoundenses sin submarinos rusos. Y ahora no saben que hacer. No saben que crear.
Los gobiernos que defienden el capitalismo nacionalizan, dan dinero a expuertas, ignoran hipotecas y evitan quiebras en un intento de que resucitarle de su muerte clínica a fuerza de descargas eléctricas -o financieras, en este caso- de alto voltage.
Y mientras, las ONGs de Belém, defensoras seculares de los excesos del capitalismo, se dan por vencidas y piden la regulación del trabajo infantil en lugar de su abolición completa y defintiva, revisan sus conceptos de comercio justo y economía global y se olvidan del tan traído llevado en otros tiempos más tranquilos cambio climático.
No es el mundo al revés. Es el mundo sin sistema. Es el mundo en el que Davos y Belém no pueden conformarse con los discursos y los himnos, con los lemas y las sambas.
Es el mundo que nos exige volver a pensar. Como lo hicieran Hobbes, Engels, Locke, Marx, Keynes o Adam Smith.
Un mundo que nos obliga a crear algo nuevo. Un mundo para el que no estamos preparados por muchos funerales que hagamos.
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