Venezuela se enfrenta al referéndum de Chávez, del presidente visionario de la revolución inventada y del impulso mediático continuo, bajo una premisa falsa. No es el referendúm de Chávez. Es el referéndum de los venezolanos. Y una vez modificada la premisa no nos queda más remedio que tirar de calculadora y ponernos a hacer números.
Asi que, echemos cuentas -aunque somos de letras, estas son sencillas-. Si a ocho le quitas uno y medio, luego le restas otra unidad, después le sustraes otro medio y finalmente le restas otro más ¿cuanto te queda? La cuenta es sencilla y el resultado es lo que dan dos mandatos para gobernar de forma efectiva.
Dicho así, el galimatías puede resultar irresoluble, pero enunciémoslo de otro modo. Tras ser elegido cualquiera suele tardar un año y medio en poner la casa en orden -en su orden, que para eso le han elegido a él-, y al final de su primera legislatura emplea otro año en asegurarse -o intentarlo al menos- la reelección. Si se consigue la ansiada reelección, se gastan otros seis mesecitos en conversaciones para formar gobierno -si son necesarias- o gabinete -que siempre es imprescindible-, investiduras, reorganizaciones y demás compañeros martires y finalmente se pierden de nuevo los últimos doce meses en fotografiarse del brazo y participar en la campaña de aquel al que el partido haya elegido como tu sustituto.
Conclusión: menos de la mitad de tiempo útil de legislatura para hacer las cosas que los votantes querían que hicieras cuando te eligieron.
Y todo este razonamiento viene al caso porque, el próximo domingo, Venezuela decide en referéndum sobre la duración de los mandatos presidenciales. Decide si quiere que sus presidentes -no Chavéz, sino todos sus presidentes de hoy en adelante- puedan ser reelegidos de forma ilimitada.
La decisión que han de tomar los venezolanos debe tener en cosideranción esa cuenta de la vieja. Esas constantes sustracciones de tiempo que un político en ejercicio tiene de la tarea de gobernar cuando lo hace.
Dedicarse al gobierno durante dos legislaturas supone perder más de la mitad de ellas en operaciones políticas que nada tienen que ver con el gobierno. Eso en sociedades que no tienen demasiadas cosas que cambiar puede llegar a ser tolerable -aunque siempre le resulta molesto al votante-.
Pero, cuando hay siglos de improntas históricas que detener y reconducir, cambios estructurales que acometer, reformas sociales que llevar a término, sistemas económicos que reorganizar -o incluso crear de la nada- y diseños estatales que afianzar, perder la mitad de ocho años es un lujo que nadie puede permitirse.
Todas esas acciones resultan imprescindibles en la inmensa mayoría de los países de Sudámerica y por tanto -en mayor o menor medida- también en Venezuela. Y por ello el referéndum debe significar que el pueblo venezolano está dispuesto a darse la oportunidad de realizar esos cambios. No que esté dispuesto a dársela a Chavéz. Porque eso se decide en otras elecciones.
Puede que la alternancia, que -en la práctica- supone el límite temporal del ejercicio de la presidencia, sea admisible como mecanismo de control de las tendencias despóticas, pero para ello deben darse las tendencias despóticas.
Ese límite temporal sirve de consuelo cuando alguien marcadamente inepto o perjudicialmente incompetente asume la presidencia con un gran respaldo -todos tenemos en mente a un texano muy reciente con ciertos problemas en el acto de la masticación de aperitivos-, pero no es garantía de progreso democratico.
En Estados Unidos ha supuesto un anquilosamiento ideológico y político que impide a los presidentes cambiar prácticamente nada por falta de tiempo y de impulso; En Israel ha creado una uniformidad ideológica que impide nuevos acercamientos a viejos problemas.
El riesgo que corre Sudamérica al identificar control temporal de la presidencia con democracia y las ilimitadas reelecciones con despotismo es hacer el juego a aquellos que llevan repartiéndose el poder desde siempre.
Es transformar todos los sistemas democráticos del continente en un engranaje de alternancias que permitan a las oligarquias organizarse en bipartidismos, donde siempre sigan mandando -que no gobernando- los mismos, amparados en un reparto temporal de los excesos de gobierno y las dádivas privadas.
Ni el límite en las reeleciones, ni el bipartidismo garantiza la democracia. Esa garantía sólo puede lograrse asegurándose de que los políticos son verdaderamente demócratas. Porque si no lo son, cualquier sistema es susceptible de terminar pervertido e infectado de despotismo.
Que Chavéz proponga ese cambio puede ser un ejemplo de tendencias despóticas y no le faltaría razón a quien lo pensara así, pero también tendría que hacerse una reflexión más allá de la figura de este mesias bolivariano de estampitas virginales. Habría que escapar del individuo y reflexionar sobre el país.
Y eso es algo que a Sudamérica le cuesta. Le ha dolido y le sigue doliendo escapar del personalismo, huir del culto al líder y fijarse en los futuros sin rostro y sin apellido. Hay muchas cosas que definen a Sudámerica como un todo interrelacionado y, desde luego, no todas ellas negativas. Una de esas cosas es el personalismo político.
Sudámerica -Desde la Patagonia hasta Yucatán- está llamada a huir de la fotografía de cabecera, del seguimiento a la personalidad que ha marcado la ejecución de la política durante demasiado tiempo. Se encuentra en la tesitura de enterrar el carisma. De enviar a a Guevara, Perón, Castro, Allende, Menem, Fujimori, Pinochet, Zapata, Sandino y Chávez -si se tercia- a descansar en el cómodo colchón de plumas de la historia.
Los países sudaméricanos tienen que hacer más hincapié en las ideologías que en los carismas a la hora de depositar esos sufragios que tantos quebraderos de cabeza les ha dado poder depositar.
Como sociedades y pueblos se ven obligados a aparcar las adoraciones personales y dejarlas para los deportes o las artes. Es su responsabilidad asegurarse de que detrás del carisma, detrás del encanto arrebatador o de la personalidad arrolladora hay unas ideas que son buenas para sus países. Si no es así, ningún líder debería serles útil por muy irresistible que fuera su sonrisa, su voz o su mensaje.
Venezuela, en este caso, debe decidir en general y en futuro; Debe decidir si quiere que su presidente -sea este quien sea- tenga más tiempo para desarrollar sus proyectos si ellos quieren otrogarselo; si está dispuesta a confiar en el sentido democrático de sus políticos lo suficiente como para estar segura de que, después de doce o veinte años en el poder, se retirarán tranquilamente cuando pierdan las elecciones.
Debe decidir eso, independientemente de lo que Chavéz tenga en mente para este momento concreto. Debe tener claro que decidir que un presidente pueda ser elegido de forma continuada, sin límite de tiempo no les obliga a votar a Hugo Chávez en las próximas elecciones presidenciales.
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