Ultimamente parece que hay cosas muy raras que se ponen de moda. Entendamonos, no es que las anuncie Penélope Cruz porque ella lo vale ni que las luzca Scarlett Johansson en la última gala de los últimos premios que ella no reibe pero a la que es invitada para que muestre escote -muy hermoso, por cietro- y garantice cobertura. Pero entre sesudos, opinadores, ideólogos, historiadores y editorialistas se ponen de moda.
Y la última de estas modas de masa gris parece ser enzarzarse sobre el negacionismo. Lo cual tampoco es extraño, porque esas gentes llevan un cuarto de siglo discutiendo sobre quién mató a Kennedy, medio siglo polemizando sobre qué o quién extinguío a los dinosaurios y toda la edad contèmporanea tirándose los trastos sobre la nacionalidad de Cristobal Colón.
Pues ahora le toca el turno al negacionismo. Y para aquellos que aún crean que la moda la marcan Brittney Spears y Bratt Pitt, les diré que el negacionismo consiste básicamente en negar o reducir a proporciones ínfimas el genocidio de los judíos a manos del régimen nazi.
Vaya por delante que a mi esa teoría me parece no sólo estúpida, sino absurda, pero basta que un obispo restituido en sus funciones por el ínclito inquisidor Ratzinger sea negacionista para que todo el mundo vuelva a recuperar la cuestión.
Y eso no sería un problema si se tratara de una discusión histórica. El problema surge cuando el negacionismo sirve para lo que sirve ultimamente -y desde hace mucho tiempo- cualquier cosa que se oponga a la forma de ver el mundo que determinados lobbys consideran políticamente correcto: para enarbolar la bandera del antisemitismo.
No voy a discutir que es muy probable que todos los que hoy en día tremolan el negacionismo y la no existencia del mal llamado Holocausto -más que nada porque Holocausto es un sacrificio religioso por el fuego para propiciar las dádivas de un dios y es obvio que el genocidio judío no fue eso- tengan bastante aversión por los judíos. Pero tampoco voy a negar que los que escribieron las versiones hoy consideradas oficiales de esa parte de la historia tenían vastente ojeriza -bien ganada, por otro lado- a los nazis.
Lo que voy a negar es que nadie tenga potestad para arrogarse el dercho de decidir qué parte de la historia se puede investigar y revisar y qué parte no; lo que si voy a negar es que a un revisionismo estúpido y no céntifico se pueda responder con la acusación de antisemitismo en lugar de con la de estupidez y falta de rigor; lo que si voy a negar es que sea un acierto que un Estado -en este caso el Alemán- considere un delito revisar cierta parte de la historia porque no le parece políticamente correcto.
Si Alemania quiere prohibir a sus ciudanos ser estúpidos e incultos que se prepare a hacer cárceles grandes. Quizá no tanto como en España y, desde luego, mucho más pequeñas que en Estodos Unidos, pero grandes. Pero que les prohiba ser estúpidos e incultos en todo. No sólo en lo que puede ser catalogado de antisemita para quedar bien.
El negacionismo puede ser una estupidez, pero lo que es fascista, rechazable y marcadamente peligroso es que se prohiba ser negacionista. Es que se prohiba revisar e investigar la historia.
La historia está en constante revisión y nadie se rasga las vestiduras cuando esta revisión se produce. Hace treinta años se estudiaba que la bomba de Hiroshima mató a 20.000 personas. Hoy se estudia que mató a un mínimo de 250.000 y nadie ha sacado la bandera del antiamericanismo. La historia ha descubierto que la ocupación Japonesa de China estuvo acompañada de matanzas sistemáticas y nadie ha hablado de ser antinipon. La revisión histórica ha convertido a los famosos y fílmicos 300 espartanos de las Termópilas y su millón de persas en 7.000 griegos -de varias polis- y 25.000 persas y nadie ha lanzado acusaciones de antihelenismo ni antimedismo.
Los historiadores -con unos fines u otros, que nunca están exentos de subjetivismo- han revisado al alza y a la baja el número de ingleses y franceses en la batalla de Azincourt, el número de naves españolas y británicas en el desastre de la Armada o en la batalla de Trafalgar; el número de africanos que hicieron su viaje de ida obligado a las antillas o al continente americano; el número de incas, aztecas y mayas que murieron a manos de las huestes de Cortés y Pizarro o la cantidad de legionarios que formaban una centuria -hasta el punto de que se supone que eran ochenta, cuando se llamaba centuria-.
Y en nigún caso se han lanzado acusaciones de antiespañolismo, antiamericanismo, antigalicismo, antibritanismo, antiafricanismo o antiromanismo como única forma de responder a esas revisiones -acertadas o no- de la corriente histórica oficial en ese momento. Y en ninguna ocasión un Estado -salvo la Alemania Nazi, curiosamente, y siempre presente nacional catolicismo español- ha prohidibo las investigaciones y las teorías históricas simplemente porque no resultaban políticamente adecuadas.
El pueblo que más sufrió durante la Segunda Guerra Mundial -si se atiende al número de bajas- fue el ruso y el número de esas bajas ha oscilado entre los 11 y los 22 millones desde que acabó la conflagración. Recientemente, fue publicado un estudio histórico en el que se mantenía que más de un 10 por ciento de esas bajas fueron causadas por luchas internas entre los propios rusos, venganzas personales, depuraciones políticas, etc. Y nadie -ni siquiera Putin, y Putin tiene una tendencia a la prohibición más que demostrada- ha acusado al historiador de antiruso y ha prohibido pensar así dentro de sus fronteras.
El peligro no es que los negacionistas puedan demostrar que no hubo pogromo nazi o convencer a alguien de que no existió. El peligro no es que puedan exportar su antisemitismo personal -si es que lo tienen-. El peligro es que, intentando defender el recuerdo de lo que ocurrió en la Alemania Nazi, nos convirtamos en pasta del mismo molde que los forjo a ellos. El peligro es que caigamos en el mismo error que Goebbels o Serrano Suñer de intentar controlar la historia para que diga lo que a nosotros nos convenga que diga.
Si un individuo defiende que no se utilizó Gas de Cianuro para matar a los prisioneros en las cámaras de gas porque no hay restos en la tierra de algo que debería mantenerse durante más de 200 años en el sustrato; hagamos excavaciones en Treblika o Dachau para encontrar esos restos. Si alguien defiende que sólo murieron 300.000 judíos porque sólo hay documentos sobre ese número de muertes, busquemos los documentos perdidos o recórdemoles que tampoco hay documento alguno sobre otros miles de datos históricos que se dan por ciertos hoy en día. Si alguien argumenta que no había chimeneas ni puertas adecuadas en las cámaras de gas para llevar a cabo esa función, demostrémosle que no es así. Pero no nos arranquemos con un grito descarnado de "usted no puede pensar eso porque es antisemitismo y está mal".
Yo estudie que Hitler y su pervertida corte de arribistas y locos habían matado a cuatro millones y medio de judíos y hoy se dice que fueron seis millones ¿es que se puede revisar al alza pero no a la baja? Eso es simplemente una manipulación tan perversa, tendenciosa e insoportable como lo es el negacionismo.
La historia se conoce revisándola una y otra vez, aunque en el camino puedan salir revisiones absurdas, inconsistentes, intencionadas, malintencionadas, bienintecionadas, erróneas o falsas. Le pese a quien le pese.
Y escupir un insulto no es la mejor forma de desacreditar a un falso historiador, sino demostrar que su teoría es falsa. Todo lo demás es esconderse trás de un escudo político que utiliza la historia como asa para lograr objetivos que poco o nada tienen que ver con la historia. Los historiadores pueden ser muchas cosas, pero la historia no es nada. No debe serlo. No debe tener ideología. Ni adecuada ni inadecuada.
No creo que cuestionar la visión oficial actual de la historia en favor de uno u otro bando te convierta automáticamente en miembro de ese bando. No creo que el historiador que ha publicado su reciente libro sobre el cerco de Leningrado sea nazi por afirmar que algunos mandos soviéticos aprovecharon la situación para hacer sus purgas privadas. No creo que Francis Neilah sea nazi por investigar lo que ocurrió con los ciudadanos japoneses y alemanes en los campos de internamiento de Estados Unidos e Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial; No creo que Jim Garrison fuera comunista por investigar una supuesta conjura militar contra JFK. Creo que eran y son investigadores que hacían y hacen uso de su libertad de investigación para llegar a unas conclusiones que pueden ser acertadas o falsas. Sólo eso
Pero más allá de la libertad de investigación; más allá del hastio de ver a determinados lobbys esconderse tras el parapeto del antisemitismo constantemente para que nada en el mundo contradiga sus visiones del mismo, me queda una última -de momento- reflexión sobre este asunto.
Para mi, el nazismo se presenta ilógico al concluir el tercer párrafo de Mein Kampf; se antoja rabioso y cruel al escuchar el segundo discurso electoral de Hitler; se transforma en despreciable cuando se organiza la primera unidad de camisas pardas; se convierte en rechazable en la primera quema de libros públicas organizada por el futuro Furher y se hace aborrecible y una locura sin sentido en la noche de los cristales rotos.
Mucho antes de que un sólo ejército se desplace o se movilice; mucho antes de que ningún arma se dispare o ninguna redada se produzca. Mucho antes de que ningún gitano, negro comunista o judío muera.
Para mi, el nazismo es inhumano por lo que defiende, mantiene, expone y piensa. Lo lleve o no a la acción. Independientemente de que mate a trescientos mil o seis millones de judíos; independientemente de que su solucion final consistiera en el exterminio de los judíos o en su deportación a Madagascar -no es coña-; independientemente del número de personas que matara y de la nacionalidad o la raza de estas.
No quiero pensar que haya alguien para el cual sea imprescindible defender que el nazismo haya matado a seis millones de judíos para considerarlo inhumano porque lo único que, a sus ojos, convierte al nazismo en algo inhumano es que matara a seis millones de judíos. Espero, por nuestro bien, que no sea eso.
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