lunes, noviembre 19, 2012

Los recortes invitan a la muerte a campar por España

Estamos tan curados en salud, tan aterrorizados en lo más profundo de nosotros mismos ante lo único que sabemos que no podemos controlar, que ya nada de lo que tenga ver con la muerte nos aqueja, nos intimida, nos mueve a reacción ninguna.
Nuestro miedo a la muerte aleatoria nos lleva a las crucifixiones públicas disfrazadas de juicios de la opinión pública. Nuestro terror a la muerte nos insufla ánimos para intentar toda suerte de elusiones que van desde lo médico hasta lo estético, desde el anquilosamiento voluntario en la eterna adolescencia del polvo fugaz y la borrachera de grupis y colegas hasta el más completo aislacionismo del dolor para intentar garantizar una supervivencia imposible de garantizar.

Pero esas reacciones son ante nuestra muerte, ante la posibilidad de ella, el menos. La de los demás la evitamos, la ignoramos o, en el mejor de los casos, la sentimos fugazmente en un intento de que ni el duelo ni el recuerdo la mantengan demasiado tiempo en nuestra cercanía. Por si acaso.
Pero ahora la muerte, eso de lo que no hablamos en las charlas con los coleguitas, de eso de lo que no conversamos en las reuniones grupis, de eso de lo que no departimos con los amantes ocasionales ni con nuestras agendas sexuales, nos llega desde un sitio desde el que no podemos evitarlo.
Ahora los recortes matan. La política de falsa austeridad enfermiza de nuestro gobierno mata.
Ya sabíamos que la política del rescate financiero mataba. Ya sabíamos que ahorcaba a gente en Granada, arrojaba a personas desde los balcones en Valencia y Euskadi. Eso ya lo sabíamos.
Ya se nos había hecho patente que el empeño de las entidades financieras en hacerse con las propiedades hipotecadas que no eran pagadas para luego poder trasladarle la manzana envenenada -o el activo tóxico, que tanto da- al ya famoso antes de su creación banco malo después de haber ganado con ello, había asesinado por mano propia a gente.
Pero nosotros estábamos a salvo., O al menos podíamos estarlo. Mientras conserváramos nuestro trabajo a cualquier precio, aunque fuera a costa del trabajo de otros, estábamos a salvo; mientras pagáramos la hipoteca estábamos a salvo; mientras pudiéramos tirar del dinero cada vez más escaso de nuestros progenitores, de las rentas familiares o de la vivienda del clan, estábamos a salvo. La muerte no podía tocarnos.
Pero algo ha venido a cambiar nuestra pírrica concepción occidental atlántica de la elusión de la muerte como un derecho inalienable.
Los recortes, una anciana, una discapacitada y una niña han hecho que la muerte se cruce en nuestras vidas, nos salude con la mano y nos recuerde que está ahí.
Porque los servicios sociales no han conseguido evitar Marta Pajarón muriera en León sola y sin asistencia porque no tenían recursos para seguir insistiendo y convencer a la mujer de que se dejara ayudar.
Porque su hija María del Mar, discapacitada de 35 años, murió junto a ella porque los Hospitales de León tenían que darla alta tras alta porque el tijeretazo en la sanidad les impedía tenerla hospitalizada durante más tiempo.
Porque ambas murieron porque los Servicios Sociales habían visto recortada drásticamente su partida para procesos judiciales  de asunción de custodia y no los emprendieron para poder salvar por lo menos a la hija.
Porque los recortes en Justicia han hundido la solicitud de un hospital de León en la mesa de algún agente judicial de un juzgado de León al que la falta de recursos le han impedido limpiar a tiempo su mesa para llegar a tramitar a tiempo el proceso.
Porque la escasez de medios de unos y otros, preocupados por las órdenes dictadas de ahorra a cualquier precio, hizo que la vida y la muerte de ambas pasaran como una patata caliente de la residencia que dio el alta a la discapacitada a la gerencia; de la gerencia a la Consejería de Familia; de los servicios sociales del Ayuntamiento a la Diputación y de la Diputación a la Consejería de Familia. 
Tanto fue al cántaro a la fuente que en ese ir y venir la muerte, esa que no queremos que sacuda nuestras calles, se quedó con él para siempre.
Y, por si fuera poco, de nuevo los recortes se convirtieron en aliados de esa parca que no existe en nuestro mundo para que una adolescente, una niña, muriera a manos de sí misma porque la contención del gasto educativo había eliminado la vigilancia en el autobús escolar y nadie descubrí que sus compañeros la acosaban y humillaban en el transporte. Porque el colegio no estaba en condiciones de atender especialmente a una niña o de iniciar un proceso de información por sus constantes faltas de asistencia, porque los servicios sociales de Castilla- La Mancha están bajo mínimos bajo la férula de la santa profetisa del ahorro y el recorte María Dolores de Cospedal.
Mónica murió porque el evangelio del recorte ahorró en una sola persona adulta que acompañara a los adolescentes y con su presencia les apartara –o al menos pudiera informar de ello- de las garras del racismo discriminatorio aprendido probablemente a base de cotilleos y comentarios en sus casas, sirviera de escudo que parara la guadaña de la parca cuando decidió intentar seccionar la vida de una adolescente ecuatoriana de dieciséis años.
Y puede que las culpables hayan sido la locura, la desesperación, el racismo, la xenofobia, la irresponsabilidad educativa de los padres o la inconsciencia social de los hijos. Puede que esas sean las manos que ha utilizado la muerte para llevarse la vida de Juana, su hija María del Mar y la joven Mónica.
Pero los que han extendido la alfombra roja para que Hécate camine por el patio trasero de nuestra casa han sido los recortes indiscriminados de aquellos que se supone que deberían gobernarnos.
Y ya nadie está a salvo. Porque un día un recorte puede afectarnos a nosotros. Puede dejarnos sin una medicina, sin posibilidad de denunciar algo o sin capacidad al sistema para reaccionar a tiempo ante esa denuncia. Porque un día un recorte puede ser la herramienta, la palanca, que fuerza la entrada de nuestra existencia segura y habilite el paso a la muerte a nuestro entorno.
Y ya no es un anciano en la lejana Grecia, ya no es un suicida endeudado adulto y poco previsor. Ya no camina por la Acrópolis, las calles de Lisboa o las sabanas africanas. Ahora se pasea, sobre la alfombra de los recortes que otros han hecho para ella, por las estepas de las dos Castillas.
Y eso debería ponernos furiosos, debería tornarnos iracundos, debería volvernos hijos de una Némesis vengativa y airada.
Pero solo somos occidentales atlánticos hispanos. Ya no sabemos ser así. Solo nos deja asustados y perplejos.
Es de esperar que aún no nos deje fríos. Porque entonces Hécate ya sería nuestra madre adoptiva y los recortes nuestros hermanos bastardos. Entonces seríamos tan mortales como ellos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sin comentarios, ya lo has dicho tu todo.
Marimanu

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