Estamos tan curados en salud, tan
aterrorizados en lo más profundo de nosotros mismos ante lo único que sabemos
que no podemos controlar, que ya nada de lo que tenga ver con la muerte nos
aqueja, nos intimida, nos mueve a reacción ninguna.
Nuestro miedo a la muerte aleatoria nos
lleva a las crucifixiones públicas disfrazadas de juicios de la opinión
pública. Nuestro terror a la muerte nos insufla ánimos para intentar toda
suerte de elusiones que van desde lo médico hasta lo estético, desde el anquilosamiento
voluntario en la eterna adolescencia del polvo fugaz y la borrachera de grupis
y colegas hasta el más completo aislacionismo del dolor para intentar
garantizar una supervivencia imposible de garantizar.
Pero esas reacciones son ante nuestra muerte, ante la posibilidad de ella, el menos. La de los demás la evitamos, la ignoramos o, en el mejor de los casos, la sentimos fugazmente en un intento de que ni el duelo ni el recuerdo la mantengan demasiado tiempo en nuestra cercanía. Por si acaso.
Pero ahora la muerte, eso de lo que no
hablamos en las charlas con los coleguitas, de eso de lo que no conversamos en
las reuniones grupis, de eso de lo que no departimos con los amantes
ocasionales ni con nuestras agendas sexuales, nos llega desde un sitio desde el
que no podemos evitarlo.
Ahora los recortes matan. La política
de falsa austeridad enfermiza de nuestro gobierno mata.
Ya sabíamos que la política del
rescate financiero mataba. Ya sabíamos que ahorcaba a gente en Granada,
arrojaba a personas desde los balcones en Valencia y Euskadi. Eso ya lo
sabíamos.
Ya se nos había hecho patente que el
empeño de las entidades financieras en hacerse con las propiedades hipotecadas
que no eran pagadas para luego poder trasladarle la manzana envenenada -o el activo tóxico, que tanto da- al ya
famoso antes de su creación banco malo después de haber ganado con ello, había
asesinado por mano propia a gente.
Pero nosotros estábamos a salvo., O al
menos podíamos estarlo. Mientras conserváramos nuestro trabajo a cualquier
precio, aunque fuera a costa del trabajo de otros, estábamos a salvo; mientras pagáramos
la hipoteca estábamos a salvo; mientras pudiéramos tirar del dinero cada vez
más escaso de nuestros progenitores, de las rentas familiares o de la vivienda
del clan, estábamos a salvo. La muerte no podía tocarnos.
Pero algo ha venido a cambiar nuestra
pírrica concepción occidental atlántica de la elusión de la muerte como un
derecho inalienable.
Los recortes, una anciana, una
discapacitada y una niña han hecho que la muerte se cruce en nuestras vidas,
nos salude con la mano y nos recuerde que está ahí.
Porque los servicios sociales no han
conseguido evitar Marta Pajarón muriera en León sola y sin asistencia porque no
tenían recursos para seguir insistiendo y convencer a la mujer de que se dejara
ayudar.
Porque su hija María del Mar, discapacitada
de 35 años, murió junto a ella porque los Hospitales de León tenían que darla
alta tras alta porque el tijeretazo en la sanidad les impedía tenerla
hospitalizada durante más tiempo.
Porque ambas murieron porque los
Servicios Sociales habían visto recortada drásticamente su partida para
procesos judiciales de asunción de custodia y no los emprendieron para
poder salvar por lo menos a la hija.
Porque los recortes en Justicia han
hundido la solicitud de un hospital de León en la mesa de algún agente judicial
de un juzgado de León al que la falta de recursos le han impedido limpiar a
tiempo su mesa para llegar a tramitar a tiempo el proceso.
Porque la escasez de medios de unos y
otros, preocupados por las órdenes dictadas de ahorra a cualquier precio, hizo
que la vida y la muerte de ambas pasaran como una patata caliente de la
residencia que dio el alta a la discapacitada a la gerencia; de la gerencia a
la Consejería de Familia; de los servicios sociales del Ayuntamiento a la
Diputación y de la Diputación a la Consejería de Familia.
Tanto fue al cántaro a la fuente que
en ese ir y venir la muerte, esa que no queremos que sacuda nuestras calles, se
quedó con él para siempre.
Y, por si fuera poco, de nuevo los
recortes se convirtieron en aliados de esa parca que no existe en nuestro mundo
para que una adolescente, una niña, muriera a manos de sí misma porque la
contención del gasto educativo había eliminado la vigilancia en el autobús
escolar y nadie descubrí que sus compañeros la acosaban y humillaban en el
transporte. Porque el colegio no estaba en condiciones de atender especialmente
a una niña o de iniciar un proceso de información por sus constantes faltas de
asistencia, porque los servicios sociales de Castilla- La Mancha están bajo mínimos
bajo la férula de la santa profetisa del ahorro y el recorte María Dolores de
Cospedal.
Mónica murió porque el evangelio del
recorte ahorró en una sola persona adulta que acompañara a los adolescentes y
con su presencia les apartara –o al menos pudiera informar de ello- de las
garras del racismo discriminatorio aprendido probablemente a base de cotilleos
y comentarios en sus casas, sirviera de escudo que parara la guadaña de la
parca cuando decidió intentar seccionar la vida de una adolescente ecuatoriana
de dieciséis años.
Y puede que las culpables hayan sido
la locura, la desesperación, el racismo, la xenofobia, la irresponsabilidad
educativa de los padres o la inconsciencia social de los hijos. Puede que esas
sean las manos que ha utilizado la muerte para llevarse la vida de Juana, su
hija María del Mar y la joven Mónica.
Pero los que han extendido la alfombra
roja para que Hécate camine por el patio trasero de nuestra casa han sido los
recortes indiscriminados de aquellos que se supone que deberían gobernarnos.
Y ya nadie está a salvo. Porque un día
un recorte puede afectarnos a nosotros. Puede dejarnos sin una medicina, sin
posibilidad de denunciar algo o sin capacidad al sistema para reaccionar a
tiempo ante esa denuncia. Porque un día un recorte puede ser la herramienta, la
palanca, que fuerza la entrada de nuestra existencia segura y habilite el paso
a la muerte a nuestro entorno.
Y ya no es un anciano en la lejana
Grecia, ya no es un suicida endeudado adulto y poco previsor. Ya no camina por
la Acrópolis, las calles de Lisboa o las sabanas africanas. Ahora se pasea,
sobre la alfombra de los recortes que otros han hecho para ella, por las
estepas de las dos Castillas.
Y eso debería ponernos furiosos,
debería tornarnos iracundos, debería volvernos hijos de una Némesis vengativa y
airada.
Pero solo somos occidentales
atlánticos hispanos. Ya no sabemos ser así. Solo nos deja asustados y perplejos.
Es de esperar que aún no nos deje
fríos. Porque entonces
Hécate ya sería nuestra madre adoptiva y los recortes nuestros hermanos
bastardos. Entonces seríamos tan mortales como ellos.
1 comentario:
Sin comentarios, ya lo has dicho tu todo.
Marimanu
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