viernes, octubre 05, 2012

Elisa Beni o el síntoma del arribismo postfeminista


Hay personas que tienen la obsesión del candelero.
Hay seres que sufren una especie de mal de amores continuo y complejo con los medios de comunicación que parece impelerles a acapararlos, a buscar cualquier recurso para llenar sus cada vez más profusos espacios virtuales en internet, sustitutivos volátiles y fugaces de unos egos que exigen agrandamiento constante y continuo.
Y que eso ocurra con gentes que no tienen otra relación con los medios de comunicación que la de audiencias o públicos es comprensible, que les pase a aquellos cuyas vidas u obras son considerados como contenidos por esos mismos medios es hasta justificable -patológico, pero justificable-. Pero que esa ansiedad figurativa provenga de los mismos profesionales de los medios es, cuando menos, preocupante.
Cuando has estudiado periodismo te enseñan en primero de carrera, entre un montón de cosas que entonces consideras inútiles pero que terminan sirviendo de mucho, algo que permanece marcado a fuego en la memoria y que se regurgita, una y otra vez, desde la víscera periodística más profunda cuando la ética de tu profesión te impele a tomar una decisión: El centro, el valor absoluto, de la comunicación es el mensaje.
En ocasiones -lo decía McLuhan- el medio puede llegar a ser el mensaje en sí mismo, pero nunca, bajo ningún concepto, el informador es el mensaje.
Ese criterio hace que el informador deba tender a la invisibilidad -no al secreto- y no al protagonismo. 
Yo no sé si la señora Elisa Beni no fue a clase ese día o simplemente ha decidido pasarse por el forro de sus gónadas internas ese axioma incuestionable. No sé si precisa para alimentarse interiormente verse y reconocerse en los medios constantemente pero, por lo que hace, por lo que dice y por lo que práctica, diría que sí.
No hay frase, participación o texto en el que no hable de ella misma, de su condición de la directora más joven de un medio de comunicación, de su cercanía al poder judicial, de su condición literaria o de cualquier otra cosa que tiene que ver con ella, solamente con ella y no con ninguno de los mensajes que ha difundido.
No se acerca a los medios como Bob Woodward, afirmando que él procesó el mensaje del Watergate, o como Günter Wallraff, recordándonos que él emitió el mensaje de la discriminación de los turcos en Alemania, o como algunas compañeras invisibles que conozco, que fueron las primeras en destapar el robo sistemático de niños durante el franquismo. 
No quiere ganar relevancia por los mensajes que ha encontrado, procesado y emitido. Quiere obtenerla por ella misma. No quiere ser periodista, quiere ser noticia.
Y es esa ansiedad lo que la lleva de nuevo a las portadas, a las cabeceras y ahora a los juzgados.
Porque Elisa Beni sólo para ser noticia, solamente para destacar, se ha hecho la vocera, la pregonera, no de un hecho, no de una realidad, sino de una necesidad obsesiva, de una compulsión ideológica.
El emporio del feminismo radical ideológico que mantiene su vida y su capacidad de presión gracias a las denominadas políticas de género ve poco a poco desmoronarse los pilares de su incipiente poder. Intenso, pero incipiente.
Cuando la lógica se impone, cuando el activismo furibundo y la propaganda dejan paso a la reflexión y a la realidad, sus esquemas de pensamiento se hacen insostenibles porque chocan una y mil veces con la realidad y esa realidad exige soluciones.
Así que los jueces y los gobiernos empiezan a hablar de la alienación parental, empiezan a imponer judicialmente la custodia compartida, empiezan a procesar con mayor eficacia las denuncias malintencionadas -no solamente las judicialmente falsas-.
Y el miedo cunde, el pánico ideológico y vital se apodera de todo ese entorno que se sentía seguro y protegido tras el parapeto formal de la Ley de Violencia de Género, que ahora se va desmoronando poco a poco.
Beni lo percibe y se sube al carro. Como buena arribista periodística que escribió del 11-M cuando el 11-M estaba de moda, que pasa de los consejos de ropa y vestimenta a las tendencias deportivas inventadas cuando viene bien, justo en los Juegos Olímpicos, se suma al coro discordante de las voces que defienden esa visión del mundo dividido en un enfrentamiento eterno e inexistente entre hombres y mujeres, en el que los hombres son siempre los malvados y los perversos, por supuesto.
Pero no lo hace por convicción, por eso no investiga, no procesa datos, ni siquiera se molesta en falsearlos o manipularlos para presentarlos como pruebas en el mensaje que emite. 
Como lo hace por arribismo, por necesidad imperiosa de ser noticia, se limita a abrir la boca y decir que las asociaciones que promueven la custodia compartida están formadas por maltratadores de niños y por padres que solamente quieren tener en casa a sus hijos para violarlos y abusar de ellos.
Si fuera una periodista habría aportado datos, estadísticas, procesamientos, sentencias, que justificaran esa afirmación.
Si fuera una militante ideológica habría presentado un estudio hecho por la asociación tal o cual en el que con preguntas sesgadas y respuestas interpretadas parcialmente demostrara esa afirmación o habría utilizado las denuncias de algunas ex mujeres para intentar imponerlas como ejemplo de la generalidad -confundiendo a propósito el concepto de denuncia con el de sentencia-.
Pero no hace nada de eso. No lo hace porque no es periodista ni es feminista -aunque fuera radical-. No lo hace porque Elisa Beni solamente es un síntoma.
Un síntoma de dos enfermedades que aquejan y van a aquejar siempre a un movimiento que ha perdido sus referentes ideológicos en aras de la consecución del poder.
La primera enfermedad de la que Elisa Beni es síntoma es la incapacidad argumentativa.
La reiteración en los mensajes como forma de proselitismo, de evangelización, de intentar imponer sus experiencias personales como axiomas sociales, de pretender colocar sus conclusiones vitales como verdades universales absolutas.
Un síntoma de algo que lleva devorando al feminismo radical español desde sus inicios.
En la década de los setenta del pasado siglo, cuando al parecer la lucha era el divorcio, mantenían como un hecho comprobado - de la mano de ínclitas ideólogas como Ana María Pérez del Campo, presidenta de la Asociación de Mujeres Divorciadas- que todos los hombres que se divorciaban lo hacían por adúlteros, para irse con otra mujer y que todas las mujeres que se divorciaban lo hacían porque sus maridos eran unos puteros.
No tenían datos, no tenían cifras. No habían leído una por una todas las demandas de divorcio de unas y de otros, pero ellas repetían hasta el hartazgo ese axioma en la esperanza de hacerlo real.
En los años ochenta del siglo XX, cambió la lucha y la llevaron al aborto. Entonces ningún hombre quería hacerse cargo de sus vástagos, todos los hombres abandonaban a las mujeres cuando se quedaban embrazadas, ningún hombre pagaba las pensiones alimenticias de hijos tenidos fuera del matrimonio -ni de los tenidos dentro, ya puestos-.
De nuevo las estadísticas desmentían a Lydia Falcón, Cristina Almeida y compañía, pero ellas lo mantenían a ultranza porque quizás hubieran sufrido esa experiencia personal.
Y en los noventa llegaron Carmen Alborch y Cristina Alberdi con la discriminación laboral. Manteniendo que todo hombre contrataba antes a un hombre que a una mujer solamente por machismo, ignorando sectores completos, ignorando que ese vicio se reproducía en empresas controladas, presididas y gestionadas por mujeres. 
Con el comienzo del presente siglo llegó el turno del maltrato.
Las ministras, las presidentas de observatorios, las cabezas visibles de las asociaciones, repetían hasta la paranoia que la mayoría de las mujeres de España sufrían maltrato, que todos los hombres eran maltratadores en potencia. Como no tenían números, los inventaban, como la realidad no les cuadraba la creaban considerando maltrato hasta respirar demasiado fuerte cerca de una mujer.
A lo largo de las décadas su enfermedad ha sido la misma. El recurso a su pensamiento para sustituir la realidad, la construcción de una ideología en base a sus experiencias personales o a sus creencias viscerales no a través del estudio de la sociedad real.
Y el síntoma ha sido el mismo. Cambiar las estadísticas por el mantra repetitivo de una idea machacona no demostrada. En la falsa esperanza del creyente de que su fe cambiará la realidad.
Y ahora, en el inicio de la segunda década del siglo XXI le toca el turno a la custodia. Todo hombre que quiere la custodia de sus hijos lo hace con fines criminales, espurios o perversos. Y en el mejor de los casos solamente para hacer daño a su ex mujer y para librarse de la pensión de alimentos.
Y Elisa Beni, que sabe que diciendo esas cosas obtendrá repercusión, será encumbrada en los foros feministas radicales, lo dice no porque lo crea sino porque también es símbolo de otro síntoma que aqueja al feminismo radical español: el arribismo.
No es algo exclusivo del postfeminismo que sufrimos. Es algo tan viejo como la militancia, como la reivindicación.
Es el mismo arribismo que llevo a los miembros de La Nación Negra del Islam a matar a Malcolm X cuando esté les dijo que se habían desviado de los principios que él defendía, es el mismo arribismo de Stalin y Kruchev, abriendo gulags a diestro y siniestro para encerrar en ellos  a todos los que le decían que su régimen no era la revolución que Rusia había hecho, Es el mismo arribismo que llevó a la jerarquía romana a librarse extemporáneamente de San Gregorio cuando este dijo que dios y su fe eran algo diferente de lo que ellos habían decidido que era.
El mismo que permitió a los Panteras Negras matar negros estadounidenses por no ser "buenos negros", a Hamás imponer su islamismo con la excusa de la liberación palestina, a La Convención ejecutar a Dantón, a Inkata dejar morir a Biko...
Porque una serie de individuos -ya sean masculinos o femeninos- se han incorporado al movimiento sin creer en él y solamente como forma de conseguir objetivos personales de relevancia y poder. La definición misma de arribismo.
A diferencia de Alborch, Alberdi, Falcón o Almeida -a las que se puede acusar de radicales precisamente porque se creían lo que decían-, Del Campo, Beni, la finada políticamente Bibiana Aido, la cada vez más silenciosa Inmaculada Montalbán y otras muchas de estos tiempos, que repiten los mantras, que recitan los falsos evangelios del postfeminismo radical, no son, por seguir con el símil religioso, fervientes creyentes. Son simples fariseas.
No se creen ni una sola coma de lo que dicen, simplemente lo dicen porque les resulta beneficioso. Porque insufla fondos a sus asociaciones e instituciones, porque aporta ingresos a sus cuentas corrientes y porque las da relevancia mediática, influencia política y poder social. 
La única diferencia es que ahora, desde Projusticia hasta otra miriada de asociaciones e instituciones, no se callan porque no están sometidos a complejo alguno, porque nunca han creído su mantra, porque nunca han sido los pecadores que el evangelio postfeminista radical intento introducirnos en santa comunión con ruedas de molino.
La única diferencia con lo que ha ocurrido en las cinco últimas décadas es que, por simple química social, han alcanzado el punto de saturación.
La única diferencia es que ahora los hombres, que no consideramos a las mujeres como enemigas irreconciliables ni como objetos desechables, ya estamos hartos.
Y tenemos derecho a estarlo. Aunque nuestro hartazgo no se incluya en su santo evangelio.

8 comentarios:

Tu economista de cabecera dijo...

Buen artículo. Te pongo un "like", jajaja

Anónimo dijo...

muy buena redacción y opinión que es la realidad. Hay distadorAs feministas radicales o hembristas que rezan su estúpida religión sexista y no tienen cerebro para pensar al igual que ocurre a quien es miembro de otras sectas.

Anónimo dijo...

Excelente artículo. Has diseccionado a la Beni con una precisión quirúrgica. Aciertas de pleno con ella. En lo que no estoy de acuerdo es en que están perdiendo poder y que se va desmoronando el imperio del mal feminazi. Se nota que esto lo escribiste antes de que ganara el PP porque supongo que tenías esperanza en que cambiaran esto cuando llegaran al poder. Sin embargo, ya ves que todo sigue igual. Ni hay custodia compartida, ni hay SAP, ni justicia ni de nada. Seguimos inmersos en la metástasis del cáncer de género y no tiene pinta de mejorar en absoluto. Muy al contrario, Europa se empieza contagiar del disparate jurídico nacional y ya han sacado el Convenio de Estambul, una nueva barbaridad que copia lo peor de nuestro sistema de género. Esta época será recordada como la edad media de los derechos de los hombres. Saludos

Anónimo dijo...

Muy buen artículo. Define muy bien a toda esa cuadrilla y a su falsa ideología.

Gracias por el mismo.

juaneg dijo...

Excelente como siempre. Enhorabuena por la sencillez y exactitud de la redacción. salud.

Anónimo dijo...

¡¡¡ Auténtico !!!

Anónimo dijo...

Quería pedir su permiso para difundir tal cual lo ve el siguiente texto. Con el enlace a su blog como cabecera.


http://lefthandgod.blogspot.com.es/2012/10/elisa-beni-o-el-sintoma-del-arribismo.html?spref=fb

Un síntoma de algo que lleva devorando al feminismo radical español desde sus inicios.
La reiteración en los mensajes como forma de proselitismo, de evangelización, de intentar imponer sus experiencias personales como axiomas sociales, de pretender colocar sus conclusiones vitales como verdades universales absolutas.

En la década de los setenta del pasado siglo, cuando al parecer la lucha era el divorcio, mantenían como un hecho comprobado -de la mano de ínclitas ideólogas como Ana María Pérez del Campo, presidenta de la Asociación de Mujeres Divorciadas- que todos los hombres que se divorciaban lo hacían por adúlteros, para irse con otra mujer y que todas las mujeres que se divorciaban lo hacían porque sus maridos eran unos puteros.
No tenían datos, no tenían cifras. No habían leído una por una todas las demandas de divorcio de unas y de otros, pero ellas repetían hasta el hartazgo ese axioma en la esperanza de hacerlo real.

En los años ochenta del siglo XX, cambió la lucha y la llevaron al aborto. Entonces ningún hombre quería hacerse cargo de sus vástagos, todos los hombres abandonaban a las mujeres cuando se quedaban embrazadas, ningún hombre pagaba las pensiones alimenticias de hijos tenidos fuera del matrimonio -ni de los tenidos dentro, ya puestos-.
De nuevo las estadísticas desmentían a Lydia Falcón, Cristina Almeida y compañía, pero ellas lo mantenían a ultranza porque quizás hubieran sufrido esa experiencia personal.

Y en los noventa llegaron Carmen Alborch y Cristina Alberdi con la discriminación laboral. Manteniendo que todo hombre contrataba antes a un hombre que a una mujer solamente por machismo, ignorando sectores completos, ignorando que ese vicio se reproducía en empresas controladas, presididas y gestionadas por mujeres.

Con el comienzo del presente siglo llegó el turno del maltrato.
Las ministras, las presidentas de observatorios, las cabezas visibles de las asociaciones, repetían hasta la paranoia que la mayoría de las mujeres de España sufrían maltrato, que todos los hombres eran maltratadores. Como no tenían números, los inventaban, como la realidad no les cuadraba la creaban considerando maltrato hasta respirar demasiado fuerte cerca de una mujer.
A lo largo de las décadas su enfermedad ha sido la misma. El recurso a su pensamiento para sustituir la realidad, la construcción de una ideología en base a sus experiencias personales o a sus creencias viscerales no a través del estudio de la sociedad real.
Y el síntoma ha sido el mismo. Cambiar las estadísticas por el mantra repetitivo de una idea machacona no demostrada. En la falsa esperanza del creyente de que su fe cambiará la realidad.

Y ahora, en el inicio de la segunda década del siglo XXI le toca el turno a la custodia. Todo hombre que quiere la custodia de sus hijos lo hace con fines criminales, espurios o perversos. Y en el mejor de los casos solamente para hacer daño a su ex mujer y para librarse de la pensión de alimentos.



Todas ellas repiten los mantras, que recitan los falsos evangelios del postfeminismo radical, no son, por seguir con el símil religioso, fervientes creyentes. Son simples fariseas.
No se creen ni una sola coma de lo que dicen, simplemente lo dicen porque les resulta beneficioso. Porque insufla fondos a sus asociaciones e instituciones, porque aporta ingresos a sus cuentas corrientes y porque les da relevancia mediática, influencia política y poder social.
La única diferencia es que ahora, desde Projusticia hasta otra miriada de asociaciones e instituciones, no se callan porque no están sometidos a complejo alguno, porque nunca han creído su mantra, porque nunca han sido los pecadores que el evangelio postfeminista radical intento introducirnos en santa comunión con ruedas de molino.

Anónimo dijo...

Me olvidé de poner medio de contacto para la solicitud anterior:

orrubiales@yahoo.es

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