Antes de que Miguel Carcaño pase a la galería de la fama de perversos que este país -y todos- atesora en su inconsciente colectivo y de ahí al olvido más absoluto; antes de que si disipen los vapores que el juicio de Marta de Castillo nos ha hecho inhalar hasta transformarnos una vez más en una turba linchadora que busca a la bestia de Baskerville entre la espesura nocturna del bosque para poder aniquilarla y dormir tranquila por la noche, he de decir y escribir algo más sobre este aciago personaje. Sobre él y sobre todo el dantesco espectáculo social que se ha desarrollado en torno al asesinato por él cometido.
Ahora que ya es un asesino convicto -no solamente confeso- los papeles del sumario se van mostrando, se van publicando. Y por regla general todos desdicen una y otra vez todo lo que se había escrito y dicho sobre este caso durante los últimos mil días.
Uno de esos papeles es el informe psicológico de Carcaño, el que ha permitido que este individuo cumpla condena porque era responsable de sus actos.
Cuando se lee el informe, ya predispuesto, todo hay que decirlo, a enfrentarte a un cúmulo de enrevesadas dificultades psicológicas y psiquiátricas, lo que asusta, lo que contrae el alma y enfría el cuerpo, no es lo que se refleja en él. Es lo que no encuentras escrito en negro sobre blanco.
Carcaño no es definido como un psicópata frío y destructivo que se mantiene al margen de las normas porque no las percibe como propias; no es definido como un psicótico, arrojado a la comisión de un brutal asesinato por una suerte de percepción alterada de la realidad emanada de voces internas; no es presentado como un esquizoide cuyas personalidades disociadas compitan entre el bien y el mal hasta que el mal se apodera de su mente y de sus acciones.
Carcaño ni siquiera es descrito como un sociópata, que se rebela e ignora las normas de convivencia más básicas, porque su perturbado raciocinio le lleva a pensar que está por encima de la ley como una deidad absoluta.
Nada de eso figura en su informe psicológico. Y esas ausencias asustan, aterrorizan. Esas omisiones explican mucho más de lo que han explicado los analistas judiciales y los columnistas de sucesos durante los últimos tres años.
Carcaño es “Una persona egocéntrica, con dificultades para establecer fuertes y estables vínculos afectivos, así como para comprender o ponerse en el papel de los otros (…) Sin psicopatología alguna”.
O sea que Miguel Carcaño, el asesino odiado, el enemigo público número uno, en nuestro punto de mira durante tres años, es un tío normal.
Y eso es lo que no podemos soportar. Eso es lo que ha hecho que durante meses y años estuviéramos dispuestos a tragarnos sin guarnición y sin aliñar la ensalada más deplorable de invenciones y medias verdades que se nos ha vendido sobre este caso.
Eso es lo que nos ha permitido masticar como creíble y plausible una trama criminal sacada de una novela de John Le Carré que convertía a un grupo de jóvenes en una suerte de viciosa secta secreta de criminales masónicos, juramentados en la comisión y ocultación de un crimen.
Lo que nos ha permitido comprar una historia en las que se les atribuían capacidades que excedían a toda lógica y al mejor entrenamiento contra interrogatorios que ofrecen a sus operativos -siempre he disfrutado con ese eufemismo- las agencias de crímenes gubernamentales secretos más especializadas del orbe conocido.
Porque si no comprábamos esa historia, si no la aceptábamos como el evangelio, a ciegas y sin pruebas, nos veíamos obligados a intentar tragar de golpe y sin masticación otra historia mucho más dura, mucho más difícil de digerir. Nos veíamos obligados a deglutir de golpe la realidad de que Miguel Carcaño es un tipo normal. Es como nosotros.
Porque hoy en día, el egocentrismo es una marca de fábrica genética de todos los habitantes del Occidente Atlántico civilizado.
El egocentrismo que nos lleva a ser el centro del universo en el que vivimos y esperar que los demás giren a nuestro alrededor como planetas satélites que se mueven y se mantienen parados con los ritmos y cadencias que nosotros y sólo nosotros necesitamos.
El egocentrismo absoluto que nos hace pensar que nos tenemos que amar más que a ninguna otra persona y nos hace olvidar que el amor consiste en pensar en el otro un poco -sólo un poco- más que nosotros mismos; el egocentrismo que nos permite dormir por las noches después de anteponer nuestra relajación, nuestra tranquilidad y nuestra necesidad de no estar estresados en el trabajo a la carga adicional de esfuerzo que pasamos a nuestros compañeros de trinchera laboral con la elusión de nuestras responsabilidades y nuestros obligaciones laborales; el egocentrismo que nos permite anteponer nuestras frustraciones pasadas y nuestros delirios futuros a los gustos y capacidades de nuestros hijos a la hora de diseñar su futuro;
El egocentrismo que nos hace pensar que la autoestima se basa en considerarnos la más guapa o el más atractivo cuando no lo somos, en no reconocer nuestras limitaciones cuando son evidentes para todo el resto de la humanidad, en no colocar nuestras capacidades en su justa medida, en no conceder derecho de opinión a nadie sobre nuestra forma de ser para que nadie cuestione nuestros actos o nuestras decisiones.
El egocentrismo, en definitiva, que nos permite tener como prioridad absoluta ser el centro de nuestro mundo, aunque para ello tengamos que convertirlo en una montaña de muertas y yacentes cenizas. Vamos, como Carcaño.
Y el asesino, liberado ya ahora de esa cobertura mítica y mitológica que nos ponía a salvo de la comparación más descarnada con nosotros mismos, resulta que tiene "dificultades para establecer fuertes y estables vínculos afectivos". ¡Acabáramos!
La misma dificultad que establece una sociedad en la que es de recibo enamorarse de nadie que no se haya enamorado antes de nosotros, en la que las relaciones nacen con fecha de caducidad puesta -según el firme y experto criterio del Cosmopolitan y el FMH- en los tres años, en los que los amores se diluyen cuando llega el compromiso, en la que la caza del placer sustituye como remedio paliativo al esfuerzo alegre del amor, en la que no aceptamos el "nosotros" para no sentir que perdemos una parte del "yo", ignorando que ganamos una porción del "tú".
La misma dificultad individualista y egoísta que se vende en los reportajes, los libros de autoayuda y las charlas de caña o de café como una forma de reafirmación personal de independencia, de libertad y por la cual renunciamos a los criterios afectivos a la hora de valorar nuestras vidas. Por la cual somos incapaces de hacer otra cosa que tampoco puede hacer Carcaño: "comprender o ponerse en el papel de los otros".
Porque la empatía, un bien nunca abundante en la sociedad humana -ya sea la Occidental Atlántica o cualquier otra-, ahora está bajo mínimos. Es un bono basura.
Por eso somos capaces de defender una ley que nos beneficia aunque sepamos que es absolutamente injusta, por eso somos capaces de defender un sistema que arroja a la miseria a las tres cuartas partes de la población mundial sencillamente porque nos mantiene en lo más alto de la cadena alimenticia del ecosistema humano.
Por eso huimos de los problemas de los demás, aunque los hayamos provocado en parte pero pretendemos que todos corran en nuestro auxilio cuando lo demandamos, por eso escapamos de las relaciones cuando vienen mal dadas, cuando pintan bastos, por eso eludimos nuestras responsabilidades de defender el bien de las generaciones futuras con nuestros sacrificios y luchas, por eso somos incapaces de aceptar las motivaciones de los actos de los otros y las sustituimos por las explicaciones de esos actos que nos dejan a nosotros como los buenos, como los perjudicados, como las víctimas.
Una falta de empatía que nos transforma, tengamos la edad que tengamos o que finjamos tener, en niños malhumorados y mohínos que apartan el rostro de la caricia conciliadora, en ancianos malotes y despegados que hacen de la misantropía un acto de fe para justificar sus carencias y su eterno malhumor, en, por ponernos bíblicos, fariseos capaces de atisbar una ínfima pestaña perdida en el ojo ajeno pero incapaces de contemplar la viga más gruesa en el propio.
En humanos incapaces de pensar en contra nuestra.
Como Carcaño no tiene psicopatología alguna, Nosotros nos asustamos porque no tenemos nada a lo que achacarle su comportamiento. Porque eso demuestra que no estamos a salvo de ser como él, que hay una línea muy delgada, cada menos visible, entre él y nosotros. Que no salimos ganando en la comparación.
Pero eso no puede ser. No podemos estar tan cerca de alguien de quien nos creíamos tan lejos. De alguien que es capaz de coger un cenicero y golpear hasta matar a una joven de la que decía estar enamorado.
Pero lo estamos. Estamos a dos palmos de distancia porque sus motivaciones son las mismas que las nuestras. Y eso también lo dice su informe psicológico.
“Sus actuaciones se encuentran orientadas hacia la consecución de beneficios y recompensas inmediatas, que le pueden llevar en determinadas situaciones, a transgredir normas para obtenerlas”.
"Transgredir las normas para obtenerlos". Curioso concepto, ¿dónde lo habré escuchado antes?
Quizás lo haya oído en los labios y las lenguas de aquellos que justifican defraudar a Hacienda porque eso les renta unos beneficios que necesitan, de aquellas que fingen denuncias para obtener injustas prerrogativas, de aquellos que fingen bajas para obtener vacaciones a destiempo, de todos los que fingen amistades y admiraciones para obtener ascensos, de todas aquellas que fingen amor para obtener seguridad económica, de todos aquellos que practican cohechos, corrupciones, sobornos y simonías para ganar fortuna, posición y poder.
Resumiendo en las bocas de todos aquellos que, por virtud de su egocentrismo -otra vez el bendito egocentrismo-, se creen, en un ámbito u otro, que sus necesidades están por encima de la ley. Que la justicia no es algo que sea aplicable cuando sus deseos y la consecución de los mismos están en juego.
Y "eso de beneficios y recompensas inmediatas" también me suena, ¿de qué será?
¿Será de aquellos que buscan el analgésico del sexo para aliviar de forma rápida las dolencias que sólo se curan con la más dolorosa cirugía del amor?, ¿será de los que optan por no luchar para asegurar los 150 euros en la nómina actual a costa de dejar que se ponga en riesgo el porvenir de todas las futuras generaciones de trabajadores?, ¿será de los que prefieren despedir trabajadores para mantener sus beneficios y sus cuentas de gastos empresariales?, ¿será de los que rebajan sus currículos para obtener un trabajo ahora, poniendo en entredicho el valor de la preparación laboral desde ahora y para siempre?, ¿será de los que buscan en la relevancia absurda de la telebasura los ingresos inmediatos en lugar de centrarlos en la preparación y el estudio?, ¿será de aquellos gobernantes y políticos que manipulan la verdad, que presentan situaciones parciales y que ocultan datos y realidades para obtener el inmediato y nada desdeñable beneficio de una victoria electoral?
Posiblemente me suena de todo eso. Pero lo que es seguro es que me suena de todos aquellos que pasan la vida por dos tamices que son tan comunes en nuestra sociedad como todo lo anterior. El amplio tamiz del yo, me, mí, conmigo y el reducido tamiz del aquí y ahora. Del reinterpretado y nunca bien entendido Carpe Diem escolástico.
Así que lo que nos deja Carcaño -aparte del infausto recuerdo de sus acciones- es el regusto amargo del despertar para ver de que la mitología del loco solitario, del psicópata antisocial, no es otra cosa que una leyenda construida, como todas las leyendas, para ocultar una realidad mucho más dura, mucho más temible, mucho más incontrolable.
Que nuestra evolución social y personal a lo largo de los siglos, basada en el egocentrismo egoísta e individualista, nos ha colocado a un centímetro escaso de la frontera que ha traspasado Miguel Carcaño.
Y él tiene que pudrirse en la cárcel y es justo que lo haga porque ha traspasado esa delgada línea invisible de forma voluntaria e injustificada. Pero nosotros se lo hemos puesto a huevo.
Por eso el informe psicológico y la sentencia no nos hacen sentirnos a salvo. Porque por mucho que huyamos, por mucho que nos escondamos, no estaremos nunca a salvo de uno de los nuestros. Ya no podremos escapar de nosotros mismos.
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