Ayer mismo alguien me anunciaba -medio en broma, supongo- haber comprendido finalmente por qué pasaban las cosas al descubrir el retraso cognitivo que yo aseguraba que aqueja a algunos directivos bancarios.
Y puede que tenga parte de razón y ese sea el motivo por el cual pasa lo que pasa, que la absurda ineptitud surrealista de algunos sea la palanca que nos está propulsando a todos hacia la órbita en la que giraremos en la más reposada y cruel decadencia hasta que nuestra masa corpórea se deshaga en polvo estelar -porque ni siquiera tenemos ya fuerza para estallar en una nova violenta y brillante, como vuestro dios manda-.
Pero tal y como están las cosas, tal y como hemos hecho que estén y como dejamos que sigan estando, no es la respuesta a la pregunta de por qué están así las cosas la que realmente importa, la que se hace necesario buscar.
Lo que debemos preguntarnos y, como siempre, no lo hacemos por miedo a la respuesta, lo que hemos de buscar y, para no variar, obviamos por terror a lo que podemos encontrar, lo que tenemos que inquirir y, como es costumbre, silenciamos por mor del pánico cerval que puede producirnos la contestación, no es el porqué pasado. Es por qué, en presente continuo.
No es ¿por qué nos pasa esto?, sino ¿por qué nos sigue pasando esto?
Y la respuesta a esa pregunta demorada, diferida, olvidada, no nos llega desde las instituciones de gobierno, no nos llega desde las corporaciones ambiciosas más allá del límite, no nos llega de los estados bloqueados más allá de toda posibilidad de redención. La contestación a esa requisitoria no nos viene de Merkel, de Sarkozy, de Rajoy, de Obama ni de cualquier otro nombre o apellido que se nos venga a las mentes, los televisores o los rotativos.
La respuesta nos llega por vía de comparación negativa del lugar más inesperado, Rumanía, y del individuo más sorprendente Arafat.
Nos sigue pasando lo que nos está pasando porque no seguimos el ejemplo de Arafat.
Y antes de que los pocos amigos que aún me quedan en Israel me retiren de su libro de direcciones de correo, antes de que los muchos enemigos que aún me hacen antisemita por anti sionista y pro terrorista por anti represivo se lleven las manos a los cuellos de sus túnicas para rasgárselas hasta el ombligo, tengo que hacer una matización: no es Yasser es Rayed.
No somos como Rayed Arafat.
Y ese, exclusivamente es el motivo por el que sigue pasando lo que pasa, ese es el motivo por el cual no escapamos y hacemos escapar a nuestros gobiernos y economías de la sesudas e impertérritas garras de Moodys o de Standard & Poors, por lo que no liberamos nuestras vidas y nuestras políticas de la corrupción egoísta ni del impulso individualista que sacrifica lo social y lo general en aras del beneficio individual, por lo que no liberamos nuestras finanzas y nuestros futuros de los intereses corporativos que ahogan países enteros por el beneficio y directamente matan otros por los recursos.
Y claro, llegados a este punto, nos preguntamos y ¿quién ese Rayed con apellido terrorista palestino a quién no nos parecemos?
Pues el bueno de Arafat es palestino -¡hasta ahí podíamos llegar con ese nombre!- aunque nació en un campo de refugiados en Siria -¡hasta ahí podíamos llegar con ese origen- y ahora es ciudadano rumano.
Rayed Arafat es médico, un buen médico y como era buen médico y los políticos -ni en Rumanía ni en ninguna otra parte del orbe conocido- suelen tener ni idea de medicina, el gobierno rumano le encargó que pusiera algo de orden en su sistema sanitario, tan desordenado como lo está casi todo en la tierra que alberga la cuna ancestral del vampirismo.
Y él, que ya ganaba un buen dinero como médico, lo hizo.
Y eso es digno de elogio. Eso es un ejemplo a seguir. Pero ni eso, ni que fuera capaz de poner en marcha y mantener un sistema gratuito de urgencias en un país en el que no es gratuito ni dar la hora, son los ejemplos que nos llevan a él como referente del motivo que hace que las cosas sigan estando como están.
Su ejemplo está después.
Cuando ya era Subsecretario de Estado de Salud y llego la tía Ángela con las rebajas, con sus exigencias de control del gasto, con esas peticiones intensas que desparrama en cada visita, con esas amenazas veladas que suelta en cada país de la zona euro si no hacen la política que ella quiere porque le parece adecuada. Sobre todo para Alemania, claro está.
Y, como todos los gobiernos europeos, los rumanos bajaron la cabeza y se pusieron a ello. Ni siquiera se les ocurrió pensar en otra cosa.
Todos menos Rayed que, cuando se anunció la privatización absoluta del sistema de salud, se opuso, se siguió oponiendo y luego se marchó del gobierno para seguir oponiéndose.
Ese es el ejemplo de lo que no somos.
Arafat lo tenía todo -de hecho la sanidad gratuita sólo se mantenía para los funcionarios públicos-, posición, dinero, impunidad, privilegios y renunció a ellos por el bien de otros. El megalómano y arrogante presidente Bolescu le amenazó con quitarle incluso la licencia para ejercer de médico si no volvía al gobierno y él se encogió de hombros y dijo que le daba igual, que no volvería si no se retiraba la ley de privatización sanitaria, que no le importaba no poder ejercer de médico en un sistema que no garantizaba que ese ejercicio de la medicina sirviera para lo que fue creado: para salvar vidas.
Pero nosotros no somos como Arafat, ¿verdad? Ni como Yasser, ni, por supuesto, como Rayed.
Porque nosotros no seguimos el ejemplo del riesgo vital por el bien común. Por eso siguen pasando las cosas que pasan.
Nosotros consideramos la prioridad mantener lo que tenemos a cualquier precio, protegerlo, atesorarlo. Creemos que el principal objetivo siempre es atesorar y salvaguardar lo que tenemos, sea mucho o poco, sea justo o injusto, sea suficiente o insuficiente.
Por eso nos recortan la educación y nos quedamos tan panchos, por eso nos privan de beneficios sanitarios y no movemos un dedo, por eso nos suben más allá del límite lógico los transportes públicos y nos limitamos a torcer el gesto en lugar de hacer algo.
Por eso nos suben los impuestos y hablamos en los bares y en los cafés, protestamos y bufamos frente al televisor mientras vemos las noticias pero no emprendemos acción alguna. Por actuar es arriesgarse a perder. Porque si hacemos una manifestación de protesta podemos salir escaldados, porque si hacemos una huelga podemos perder nuestro trabajo, porque si hablamos demasiado a lo mejor nos quitan los beneficios fiscales por la compra de una vivienda o las desgravaciones por hijo, porque si proclamamos la insumisión fiscal -y es un ejemplo, no una recomendación- hasta que no se adopten medidas legales contra el fraude y la evasión de impuestos legal, contra los paraísos fiscales y la fuga de divisas a sociedades accionariales en Caiman Brac o Mónaco, a lo mejor resulta que perdemos los 300 euros que nos devuelve hacienda cada año y no podemos arreglar el coche o renovar el vestuario o llevar a los niños a Port Aventura.
No somos capaces de anteponer el bien común a nuestras seguridades, grandes o pequeñas, personales. No somos capaces de arriesgar nuestra supervivencia particular para intentar garantizar la supervivencia general. No hemos aprendido a hacer el ejercicio esforzado de anteponer la dignidad a la seguridad.
Y es por ello que nuestros gobernantes hacen de su capa un sayo cuando les viene en gana. Cargan una y otra vez el ariete de sus necesidades contra nuestras puertas, el peso de sus fracasos en la gestión sobre nuestros hombros financieros, la carga de sus estrategias políticas y económicas sobre nuestras espaldas.
Porque no somos, no hemos aprendido a ser y no queremos ser como Rayed Arafat.
Por eso echan a la calle a una docena -o un centenar, da igual- de nuestros compañeros de trabajo y nos indignamos en voz baja en los pasillos pero guardamos la ropa, no nos enfrentamos a la empresa.
No seguimos a nuestros sindicatos a la huelga -si es que llegan a proponerla porque ellos son como nosotros-, no amenazamos con dejar la empresa parada hasta que todos ellos vuelvan o hasta que se reduzcan los ejecutivos y los sueldos de los mismos antes de deshacerse de personal. No arriesgamos lo nuestro por salvar lo de todos.
No. No lo hacemos, tenemos que conservar el trabajo, esa es la prioridad. Muy por encima del bien común. El sueldo por encima de la justicia. La hipoteca porencima de la dignidad.
Nos agachamos, nos escondemos, esperando que el siguiente viernes no nos toque a nosotros estar en esa lista. Buscamos motivos ocultos para justificarlo, nos enfrentamos a nuestros propios compañeros intentando mantener ámbitos exclusivos e intocables de trabajo para que nunca se ponga en duda nuestra utilidad para la empresa e incluso intentamos utilizar esos despidos para ganar algo en contraprestación, como si nosotros estuviéramos pasando o sufriendo el despido, como si nosotros mereciéramos, por estar en la misma plantilla que los despedidos, una contraprestación por algo que ni siquiera hemos intentado evitar.
Rayed vuelve a ser subsecretario por que los rumanos siguieron su ejemplo y arriesgaron lo poco que tenían en enfrentarse a la privatización de su sanidad. Porque durante semanas muchos miles de ellos abandonaron sus trabajos para protestar, pusieron en riesgo sus ingresos para luchar, amenazaron con llevar al país a una ruina total si no se les devolvía lo que era suyo.
Porque, al menos durante unas semanas, fueron como Rayed
Y por eso el arrogante en el interior y sumiso en el exterior gobierno rumano tuvo que dar marcha a atrás, tuvo que imponer el bien general sobre las necesidades financieras de unos pocos, tuvo que pedir a Arafat que volviera.
Pero nosotros no sabemos serlo, no sabemos seguir su ejemplo. Aunque quizás muchos de nosotros pensemos que se debería hacer, lo pensamos en impersonal, lo pensamos de tal manera que otros den el primer paso y luego, como mucho, nosotros nos sumemos cuando ya seamos tantos que sea menos arriesgado, menos peligroso.
Así qué puede que la respuesta a la pregunta de por qué pasa lo que está pasando sea efectivamente por el retraso cognitivo de muchos de los que nos gobiernan, pero la respuesta, mucho más dolorosa, mucho más indignante y mucho más, en definitiva, triste a la pregunta de por qué siegue pasando lo que está pasando es solamente que nosotros no somos como Rayed Arafat.
Quizás sea porque nosotros no hemos crecido en un campo de refugiados, quizás sea porque nosotros no provenimos de una tierra donde ya en la infancia se aprende que o te enfrentas al poder -que quiere eliminarte o convertirte, sea cual sea el caso- o terminas aplastado de igual manera.
Quizás sea porque hemos nacido en un Occidente Atlántico donde hay una permisividad piadosa y complaciente con la cobardía. Donde hay demasiados lugares en los que esconderse.
Al igual que a amar, a luchar se aprende luchando. Y nosotros aún no hemos aprendido. Ni siquiera con el ignorado ejemplo de Arafat.
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