Poco a poco se nos van descubriendo aquellos que forman parte de este nuevo gobierno que nos hemos echado encima con nuestros votos y nuestra conversión del cambio en alternancia.
Los hay un poco de todo. De los que se ve que quieren hacer las cosas de otro modo pero sin levantar sospechas, sin tremolar banderas extemporáneas, como Ana Mato; de los que han cogido el ministerio con esa "ansia mala" que diría el cómico que les hace hablar y no parar hasta desdecirse a sí mismos, como el bueno de Montoro, de las que piden, reclaman, solicitan y exigen esfuerzos, anuncias cambios y luego los matizan, los edulcoran y los catalogan, como Sáenz de Santamaría.
En fin que hay un poco de todo, como en botica, que demuestra que un gobierno no es solo su presidente, el excelso Rajoy y sus viajes a Marruecos.
Y luego está Margallo.
El titular de Exteriores se ha impuesto para sí esa tarea que hay en todo gobierno de ir más allá de lo que sus miembros suelen decir, pueden reconocer o quieren expresar. De ser el portavoz de la segunda oleada, de lo deseable, aunque no siempre posible, de lo que se encuentra en la frontera interna de la disensión.
Mientras el PP recupera su parte español nacionalista soterrada durante estos últimos dos años y reabre la absurda y baladí pendencia por la roca -No la de Cage y Connery, la de Gibraltar- como algo irrenunciable, Margallo se descuelga de ese asunto que, por cierto, le compete y anuncia que ya va siendo hora de que Europa sea un estado federal. Renuncia al poder nacional y federalismo dos anatemas del PP que parecen impensables en alguien que ejerce el gobierno emanado de las huestes de Génova.
Es un federalismo de esos de aquí te pillo, aquí te mato, de esos de andar por casa. No se trata de un convencimiento pleno en que los gobiernos y los intereses nacionales son los que hacen posible que los especuladores estén demoliendo Europa para venderla por partes, no nace de un verdadero sentimiento universalista que ve en los gobiernos supranacionales la única manera de un cambio de sistema que por fin haga que el nacimiento en un país determinado no te condene a la miseria y el nacimiento en otro no te obligue a la injusticia.
Es algo así como por imposición de la crisis, para que la deuda soberana sea siempre fuerte y poder ignorar -como si no se pudiera ahora- las calificaciones que de ella hacen un puñado de personas por videoconferencia después de leer sesudamente los periódicos y algún que otro informe de campo. Es más bien un federalismo paneuropeísta de alerta roja del presente que de deseo de progresión y cambio en el futuro.
Pero es federalismo, ¡quién lo iba a decir!
Pero sin duda la más llamativa de todas las no pocas aventuras ideológicas que ha emprendido Margallo en estos primeros días en los que luce orgulloso su cartera es aquella por la cual no ha tenido pudor en decir que con la austeridad no llegamos ni a la vuelta de la esquina, que hacen falta más cosas.
Mientras sus camaradas de gabinete se afanan en explicar lo importante que es que nos conformemos con que nos suban los impuestos, con que nos congelen los salarios, con que nuestro poder adquisitivo empiece a medir su descenso en franjas horarias y no mensuales, él, que ha decidido estar a otra cosa, va a lo suyo y dice que en realidad eso no va a sacarnos del hoyo -algo que por otra parte ya sabíamos, al menos los que nos paramos un ratito a pensar de vez en cuando-.
Mientras todo el área económica del Gobierno se medio confunde con el déficit, se enfanga con el control del gasto autonómico, se afana por explicar todos los recortes en servicios que se están realizando o se van a realizar, se rompe la cabeza y las cuerdas vocales intentando que comprendamos porque se nos va a obligar a pagar un euro por receta médica en lugar de pagarle un euro menos a las empresas farmacéuticas por cada medicamento recetado en el sistema público de salud -que también puede hacerse, aunque no se haga-, el bueno de Margallo coge las de Villadiego y se descuelga diciendo que sí, que vale, que todo eso está muy bien pero que hace falta empleo y eso no lo crea.
Y, claro, como menos nos descuadra. O al menos descuadra a aquellos que creían que esos esfuerzos, esos sacrificios estaban destinados a que cinco millones de españoles encontraran trabajo.
Hace tiempo que habíamos -al menos algunos- que esto no era así, pero que lo diga un ministro a las primeras de cambio es algo chocante.
Pero Margallo no se arredra por lo inusitado de su audacia y reconoce abiertamente que toda esta suerte de recortes, de preocupación por el déficit, de control del gasto está solamente hecho para contentar a nuestros nuevos amos y señores, los mercados. Sólo buscan volver a tenerlos contentos y sosegados porque al parecer, solo al parecer, eso de que un gobierno tenga el gasto contenido es el baremo que han elegido para considerarle digno de existir y de seguir reportando beneficios a sus cuentas corrientes. O sea que todos nos ajustamos el cinturón para que los que invierten en deuda no tengan que hacerlo.
Y es entonces cuando alguien -probablemente un periodista boquiabierto- consigue preguntarle cómo hay que hacerlo entonces para crear empleo es cuando Margallo alcanza el nivel más alto de riesgo, de autonomía verbal, de originalidad gubernativa.
El Ministro de Asuntos Exteriores se cuadra, carraspea y contesta sin inmutarse: con gasto público.
¡Al carajo el liberalismo pregonado!, ¡Al infierno la doctrina neocon!, ¡A tomar por saco la desregulación liberal capitalista!. Margallo reinventa la New Deal del mítico Roosevelt. Así de golpe, sin anestesia ni nada.
Porque el bueno del ministro no tiene pudor en decir que la única manera de recuperar el empleo es que el Banco Europeo de Inversión conceda créditos a las empresas para que puedan llevar a cabo proyectos europeos como El Eje Mediterráneo que serán adjudicados por los Estados.
O sea obra pública para poder contratar a trabajadores, para hacer descender el desempleo. Como en los viejos malos tiempos de la primera bofetada que la realidad le dio al sistema capitalista allá por el final de los felices años veinte del siglo pasado. Un montón de braceros trabajando en obra pública para poder ganar un sueldo. Aunque la obra fuera innecesaria, aunque se alargara más allá de lo lógico.
De manera que ese es el camino que hasta Rajoy se negaba a descubrirnos. Nosotros no podemos gastar dinero público en salir de la recesión para que Europa si lo haga porque, no lo olvidemos, el Banco de Inversión Europeo obtiene sus fondos de asignaciones públicas de todos los estados miembros de la Unión Europea.
De modo que eso del liberalismo se queda aparcado, se olvida. La doctrina que se ha tremolado para ganar las elecciones, la doctrina que se ha defendido a capa y espada en los Think Tank no existe, es una falacia circular a la que se renuncia cuando llega el caso. No se confía en la iniciativa privada, no se busca que esta redistribuya sus beneficios en forma de inversiones y así reactive la economía y genere empleo.
Sabemos que eso no va a pasar y recurrimos a los mismos estímulos de siempre, a los únicos posibles dentro de un sistemas que se realimenta hasta repetirse una y otra vez, cada vez de forma más acelerada y cruel, desde que se pusiera en marcha allá por el Novecento.
Y lo único que supone este brutal ajuste masivo, este recortar a saco, de brocha gorda, de donde se pueda e incluso de donde no se pueda, es un encalar las paredes, un lustrar las barandas, un regar los geranios para que luzcan hermosos a ver si esta vez conseguimos lo que no logramos en los años cincuenta del pasado siglo.
A ver si esta vez nos cae algo del Plan Marshall que ahora es Merkel y viaja en Volkswagen.
Pues hemos hecho un pan como unas tortas.
Ya me parecía a mí que no podía haber nada original en la oculta solución que se guardaban nuestros gobernantes cuando pugnaban por serlo en la campaña electoral. No porque sean del Partido Popular, no porque sean liberal capitalistas o conservadores. Sino porque son occidentales atlánticos. Y la originalidad política y social es algo que el Occidente Atlántico no parece trabajar en demasía.
Ha optado por repetirse en sus vicios y defectos una y otra vez hasta que no haya margen, hasta agotar sus posibilidades en lugar de escuchar e intentar cosas realmente nuevas, fórmulas diferentes. Ha elegido escuchar sus ecos una y otra vez en lugar de la voz de aquellos que buscan cosas nuevas. Un clásico.
Pero, por lo menos, Margallo lo reconoce.
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