viernes, enero 13, 2012

Merkel y Shakespeare estrenan la recesión alemana

No soy yo de los que suelen hablar de los países por sí mismos, como si tuvieran vida más allá de sus pueblos. Si todo gobierno es el reflejo de sus gentes, en el caso de los países esa observación alcanza el rango de verdad universal.
Tampoco voy a caer en aquello del infantilismo de jardín de párvulos y decir que Merkel y sus chicos empezaron primero a desgranar los bienes y males de cada nacionalidad en un ramalazo explicativo que me enciende un ligero escalofrío de recuerdo de algo que no quiero recordar.
Pero tal y como está el patio trasero de Europa y el delantero nuestro y de otros muchos países, parece que va tocando, que nos quedamos sin remedio ninguno para demorar hablar de ellos.
Así que hoy, el primer día del periodo -grande o pequeño- en el que los teutones han dejado de ser una economía en crecimiento- toca hablar de Alemania.
Y no toca hacerlo porque sean buenos o malos, no toca hacerlo porque estemos hartos -y yo sinceramente lo estoy- de que nuestros gobernantes se esmeren más por atender los gustos y demandas de la Cancillería teutona que las necesidades y peculiaridades de sus propios países, con un interés absolutamente incomprensible para mí; no toca hacerlo porque Rajoy, nuestro nuevo Presidente del Gobierno, haya salido más veces a la palestra pública para pedir y lograr una reunión con Merkel que para explicarnos porque el peso completo del déficit recae sobre las espaldas de siempre; no toca porque Sarkozy se haya convertido en un simbionte hasta en el nombre -Merkozy, les llaman ahora- de Doña Ángela para todo y para todos, con una devoción que ni siquiera se recuerda de los tiempos en los que Sus Cristianas Majestades, los reyes de Francia, eran el brazo armado del Papado en La Tierra.
Ni siquiera toca hablar de Alemania porque Merkel se haya descolgado y luego haya vuelto a agarrarse tantas veces de Europa que amenaza con hacer un desgarrón del siete en el tejido que la forma.
Toca hablar de Alemania, de su gobierno, y de su política económica, simplemente porque su economía ha entrado en recesión.
Y esa recesión, por pequeña que sea, por ínfima que parezca, nos dice muchas cosas.
Nos está gritando que el modelo que defiende Merkel a capa y espada -no por ser Alemana, sino por ser a ultranza liberal en lo económico- no es el adecuado. Nos lo dice porque Alemania y su economía han entrado en recesión con un déficit prácticamente inexistente del uno por ciento y si eso es posible ¿cómo va a ser posible que el resto de los países,  salgan de recesiones mayores controlando solamente el gasto público?
No es posible. Hasta las vacas sagradas del liberalismo económico desde Keynes hasta Friedman lo saben -el último se ha quedado afónico de decirlo y artrítico de escribirlo-, pero Merkel sigue empeñada en la contención del gasto público, del déficit nacional, como valladar inexpugnable e incuestionable de la salida de la crisis.
Y con todo, Alemania, que nunca se ha disparado en su déficit, ve como su economía entra en recesión, ve como, no es que se detenga, es que comienza a ir para atrás. Confían en no desinflarse antes de que los demás volvamos a inflarnos, pero saben que eso no pasara, que corren el riesgo de que nuestras economías nunca vuelvan a inflarse.
Lo ven, tienen que verlo, porque si hay algo que es Ángela Merkel es inteligente. Pero no quieren verlo.
No quieren ver que nuestra contención del gasto, nuestros recortes y los de Hungría, los de Italia, los de Francia -que llegarán o no, depende, porque allí sí que hay sindicatos-, los de Grecia, los de Portugal, los de Bélgica son lo que están metiendo a Alemania y su economía en recesión. Porque su solución está empezando a ser también parte de su problema.
Porque la economía alemana es una economía industrial, sólo industrial y nada más que industrial.
 Así la diseñaron desde Metternich hasta Bismark y el Káiser Guillermo, así la desarrollaron los pírricos gobiernos del periodo de entreguerras, ahogados como estaban por la veleidades bélicas pretéritas, así la recompuso Hitler en su visión perturbada de otras muchas realidades pero no de esa, así la recuperó para la cordura Konrad Adenauer y si la han mantenido desde Brant hasta Merkel, pasando por Khol y el resto de los cancilleres alemanes que podamos o queramos recordar.
Y una economía industrial necesita dos cosas. Solamente dos cosas para funcionar: recursos y clientes.
Hablar de los recursos que le sobran o faltan a Alemania nos metería en un campo espinoso que nos obligaría a recordar cómo logró esos recursos cuando Alemania, por falta de visión de su canciller Bismark -volcado hacia Europa, como ahora-, perdió la carrera colonial, quedando en último lugar y no tuvo acceso a ellos. Intentó extraerlos del único emplazamiento que le restaba, con África y Asía en manos de Inglaterra y Francia y la doctrina Monroe en pleno apogeo, concediendo América a los americanos -los del norte, claro-. Puso sus ojos en Alsacia y Lorena y de allí extrajo sus recursos.
Los que viven para contarlo, que ya son pocos, muy pocos, aún lo siguen llamando La Gran Guerra.
Y la solución se repitió cuando volvió a ocurrir. Cuando el batacazo que se llevó el liberal capitalismo -el primero de ellos- en la década de los años treinta del pasado siglo ahogó su economía, destrozó sus cuentas y les dejó de nuevo sin recursos para mantener la industria que su nuevo káiser -o Führer, en esta ocasión- había elegido para que su país prosperara: la armamentística -que colmaba sus ansias de poder y era la solución económica. Curiosamente como hizo a principios de siglo el otro káiser-. De nuevo emprendieron la búsqueda de recursos.
El loco de la supremacía aria podía tener en mente la Gran Alemania y todos los conceptos perversos que se quieran, pero fue anexionando uno por uno los países en virtud de la necesidad de sus materiales, de sus materias primas, de sus recursos, para destinarlos a su industria: Checoslovaquia por los Sudetes, Rutenia, Silesia y sus minerales; Hungría por su hierro, Austria por su petróleo, su madera y su cobre, Todas ellas por el Danubio, un recurso infinito, Polonia por su carbón...
Y a eso todos lo llamamos aún La Segunda Guerra Mundial.
O sea que la carencia de recursos y de materias primas de Alemania para su economía industrial ha causado las dos mayores conflagraciones de la historia. No fueron los delirios mesiánicos, ni los impulsos nacionalistas de sus gobernantes. Fue exclusivamente eso. Luego cada uno aprovechó para lo suyo. Pero empezó por eso.
Así que -y esto es un inciso visceral pero que creo necesario-, yo que la señora Merkel me libraría  muy mucho de declaraciones como las que escupió contra Grecia en un arrebato, me supongo, de justa impotencia e indignación hacia lo mal que cuajan sus políticas y recomendaciones en un pueblo que está demasiado a pensar por su cuenta como para seguirla a pies juntillas a todas partes.
Nadie que ocupe La Cancillería de Alemania debería atreverse a decir algo como "la economía de ningún país le ha costado tanto a Europa como la Griega".
Porque precisamente La Cancillería Alemana es la institución que más dinero le ha costado a Europa a lo largo de la historia. Europa ha tenido que reconstruirse entera y verdadera dos veces simplemente porque la economía Alemana se fue a pique y a sus líderes de entonces les dio por reflotarla por la tremenda. No soy de victimismos eternos, pero si soy de recordar la historia.
Grecia le ha dado a Europa y al mundo la democracia. Alemania dos conflictos militares mundiales. Creo que lo primero justifica bastante un poco más de manga ancha que lo segundo. Y con Alemania, Europa ha tenido manga ancha hasta el hartazgo.
Pero, por fortuna, ahora los recursos no son el problema de la economía alemana y sus gobernantes y habitantes parecen haber aprendido la lección. Ahora pueden conseguirlos donde quieran porque no se han quedado atrás en la carrera. Ahora forman parte del Occidente Atlántico que controla los recursos del planeta. Ya sea con la V flota estadounidense en Bahréin o con las guerrillas que manchan cada día de sangre el coltán de nuestra electrónica móvil.
Ahora el problema está en los clientes.
Los estados a los que les exige Merkel contención a cualquier precio son sus principales clientes. EL déficit público contenido puede servir para el país que produce, que fabrica, pero los recortes impiden gastar a los que compran, así que la salida de sus productos se dificulta. Dada la situación y las necesidades de recortes completamente estratosféricas, se dificulta hasta hacerse imposible.
Y además Merkel -no por ella misma, sino como profetisa y adalid del sistema económico de su país- clama por la contención e incluso la reducción salarial, por la flexibilización a la baja del mercado laboral, por más horas de trabajo por el mismo precio.
Y eso sirve para mejorar una economía industrial -es bastante stajanovista, pero sirve- pero no para una de servicios como son las que ella intenta ayudar -y creo que lo hace de buena fe- con sus sabias directrices.
Si no hay ocio, la economía de servicios se va al carajo. Es así de simple. Si se rebajan los sueldos, el poder adquisitivo decrece y nadie usa esos servicios con lo que las empresas que dependen de ellos -bares, restaurantes, hoteles, cines, teatros, etc., etc., etc.- se hunden más profundo que el Bismark cazado en solitario en mitad del Atlántico por los acorazados de Su Graciosa Majestad..
Y ¿quién comprará entonces los coches alemanes, sus equipos de música, sus equipamientos médicos, sus trenes de alta velocidad o cualquiera de sus productos?.
Los gobiernos no, porque se les dispara el déficit y tienen que contenerlo y los ciudadanos tampoco porque cuando la nómina no llega y hay que hacer un gasto se tiende a lo barato y no a la calidad -que es el marchamo de fábrica incuestionable de todo lo alemán-. Y ese mercado lo tienen en exclusiva Japón, Corea y China. Y ahora sobre todo China.
Así que Ángela, el gobierno alemán y Alemania han sembrado en su solución la semilla de su propia recesión, de su propia crisis. Por eso ahora los números no les salen
¿Y no lo han visto?, ¿y no lo han podido anticipar?. Claro que sí.
Pero Ángela Merkel se encuentra en estos momentos en el mismo punto que se encontrara el shakesperiano personaje enlutado del ser o no ser, en la misma disyuntiva en la que se colocó el no menos shakesperiano rey entre esperar los refuerzos que no sabía si habían de llegar o presentar batalla, mermado, aterido y exhausto en Azincourt. Está entre el ser o la nada, entre morir o vivr con aquellos que temieron luchar con él. Está entre la crisis y el euro.
Y Merkel ha optado por el euro.
Su única obsesión es mantener el euro fuerte. Es que Europa siga teniendo la moneda fuerte que se diseñó al unir las economías europeas en beneficio de Alemania.
Porque el gobierno alemán necesita que Europa siga siendo lo que ellos quieren que sea para que la fortaleza de su moneda siga asegurando los ingresos de sus exportaciones, ahora que saben, que siempre han sabido, que van a descender.
Si contenemos la crisis de otra manera -que puede hacerse, echémosle una mirada a Brasil, por ejemplo- la moneda bajará frente al dólar y todas las demás y los beneficios que la unión monetaria llevaban a las tierras del Rhin se diluirán llevándose con ellos su estabilidad y su crecimiento económico.
Y Merkel sabe lo que ha pasado en Alemania antes de ella cuando eso ha ocurrido. Dos veces.
Así que aunque hable de superar la crisis, lo que dice en realidad es mantener el euro fuerte. Puede parecer lo mismo pero no lo es.
Y ahora tocaría, si fuera de esos que todo lo diremen por las diferencias entre los caracteres y tendencias propios, según los que lo defienden, de cada nación y población, hablar de todas las cosas desagradables que se les suele achacar a los teutones como motivos subyacentes en el problema.
Como ha hecho Merkel con la supuesta laxitud meditarránea, como hace Occdente con el islam, como hace el mundo protestante con la supuesta incapacidad capitalista de los católicos, como hacen los anglosajones con los pigs -Portugal, Italy, Greece, Spain-, como hacen los madrileños con los andaluces, los vascos con los madrileños, los navarros con los vascos, los riojanos con los navarros y los catalanes con todos los demás. Pereciera que cuando las cosas pintan bastos siempre, pero siempre, la culpa es del vicio de otros, de la manera de ser de otros.
Pero Merkel está comentiendo el error de no bajarse del burro de su diseño de Europa y de optar entre dos formas diferentes de destruirla y destruirse no porque sea alemana, ni siquiera porque sea liberal capitalista. Sino porque es como nosotros. Porque comete el mismo error que nos empeñamos en cometer y repetir nosotros.
¿He dicho ya que los gobernantes son simpre indefectiblemente el reflejo puro y cristalino de los gobernados?
Merkel se suma a lista de miles de millones de occidentales atlánticos que creen que sus principios son incuestionables, que no aceptan que sus pernsamientos, sus ideas, sus decisiones, aunque una vez pueden que fueran efectivas y eficientes, ya no lo son, hay que modificarlas, hay que pensarlas de nuevo.
Porque, como la inmensa mayoría de nosotros, percibe el cambio como una derrora personal e intransferible.
Porque, como ella y los suyos y los que pensaron como ella antes que ella, diseñaron esta Europa ahora no quiere admitir que hay que rediseñarla. Que salvarla,seguro; que remorzarla, quizás, que apuntalarla, tal vez. Pero que cambiarla no.
La idea original tiene que servir y tiene que servir para siempre por dos motivos que tienen un peso infinito en la balanza de sus percepciones. Porque ha funcionado una vez y porque la idea es suya.
Vamos, lo que hacemos nosotros todos los días en todos los ámbitos que se nos puedan ocurrir.
Como olvidamos al viejo Ortega, olvidamos el peso de las circunstancias, de la evolución. Como tuvimos la idea de la lucha de clases y nos funcionó en su momento, no nos bajamos de ella, aunque la clase media nos inunde la mirada. Tiene que valer. Una vez valió y fue idea nuestra.
Como una vez nos sirvió el orgullo patrio para salir del bache, tiene que seguir valiendo para siempre aunque la globalidad nos estalle en la cara por doquier. Si nos valió una vez y se nos ocurrió a nosotros tiene que ser un recurso eterno e inmutable. Tiene que ser la solución para todo.
Negamos las circunstancias y por eso nos atrincheramos en aquella conclusión a la que hemos llegado, en aquella solución a la que hemos accedido y que una vez -quizás hasta por casualidad- nos salio bien. Por eso seguimos insistiendo, más allá de los cambios de la vida, en nuestras decisiones tomadas en un momento concreto del tiempo y del espacio.
En controlar la vida de nuestros hijos aunque ya no nos sirva; en seguir en la amistad cuando somos adultos sobre los mismos ritos que cuando eramos niños; en ser jefes y  no cambiar los ritmos de trabajo porque una vez, cuando todo era distinto, nos sirvieron para organizar las cosas; en volver una y otra vez a buscar los amores del modo en que lo hacíamos cuando nuestros jovenes cuerpos eran tarjeta de presentación y de visita ahora quer deberíamos hacerlo de otra forma.
En curarnos los dolores y carencias internas con las mismas medicinas que usaramos antaño, del placer y el olvido, en lugar de utilizar aquellas de la madurez y el amor que ahora nos cerrarían para siempre las heridas; en hacernos fuertes en nuestras soledades o nuestras compañías porque un día fueron la respuesta a algo que ya ha pasado, que ya ha muerto o que simplemente  ha tenido la decencia histórica y vital de cambiar; en seguir insistiendo en las familias cuando estas están ya disgregadas y enfrentadas en lugar de crear otras nuevas; en perserverar en vocaciones elegidas para las que no servimos por más que el mundo entero se de cuenta y nos escupa en nuestros fracasos y nuestras calificaciones que ese no es nuestro camino; en huir y meter la cabeza bajo el ala porque un día eso nos sirvio para escapar del miedo y del dolor, en lugar de pararnos, girarnos y enfrentarnos a lo que se nos viene encima porque ya no hay lugar donde esconderse.
En fin que, como siempre, he empezado hablando de Alemania y de su Canciller y he terminado haciéndolo de nosotros.
Porque Angela, la recesión incipiente de la economia alemana y su obsesión por el déficit cero no son nada salvo un ejemplo a gran escala de aquello que muchos de nosotros somos cada jornada.
Gentes que, incapaces de aceptar que aquello que una vez fue una buena idea ahora no funciona, nos valemos de todo lo que tenemos a mano, nos mantenemos firmes y enrocados en nuestras decisiones, para que nadie pueda creer que estamos equivocados. Y lo que es peor. Para no reconocer ante nosotros mismos que lo estamos.
Seres que negamos el cambio, en esplendoroso despliegue de egoismo, para eludir la intensa sensación de derrota que el cambio nos produce.

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